Quienes tuvimos la oportunidad de conocerlo, recordaremos siempre su entusiasmo por el enorme campo de posibilidades que se abrió con la irrupción de las computadoras, pero también su visión reflexiva y aguda sobre su uso inapropiado o dañino. Amigo y seguidor de los “gurúes” de la inteligencia artificial y el empleo de computadoras en la escuela, Seymour Papert y Marvin Minsky, que desarrollaron sus teorías en el célebre MIT, de Boston, Estados Unidos, el ingeniero Horacio Reggini, que acaba de morir en Buenos Aires a los 89 años, fue el introductor de esas ideas de vanguardia en la Argentina, y a ellas aportó su visión, siempre desde una óptica humanista.
“Trabajamos décadas juntos –recuerda su amigo y destacado neurocientífico Antonio Battro–. En el MIT conoció el proyecto LOGO (un lenguaje sencillo de programación que se creó para que los chicos aprendieran a programar en la escuela) y trabajó muchísimo para traerlo a la Argentina, así como el proyecto de Nicholas Negroponte, One Laptop per Child (Una computadora por Chico), que promovió la entrega de millones de máquinas en todo el mundo. Hizo una tarea enorme”.
Nacido en Bahía Blanca, el 19 de marzo de 1933, Reggini se graduó de ingeniero en la Universidad Nacional del Sur y realizó estudios de posgrado en la Universidad de Columbia, Nueva York. Fue docente en varias universidades del país y del exterior, donde desde la década del sesenta dictó cursos sobre el uso de computadoras aplicadas al análisis y proyecto de estructuras, a la sociología, a la economía y a la educación.
Socio de Hilario Fernández Long, decano de la Facultad de Ingeniería y rector de la Universidad de Buenos Aires (cargo al que renunció después de la noche de los bastones largos), en su vida profesional fue un especialista en ingeniería estructural. Junto con aquel, que después participaría de la Conadep, intervino en proyectos como el de la Biblioteca Nacional, el edificio de IBM en Buenos Aires y los puentes Zárate-Brazo Largo y Chaco-Corrientes.
“El estudio que tenían trajo una de las primeras computadoras de la Argentina, junto con la de la UBA”, recuerda Battro. Fue un pionero en la introducción de herramientas informáticas en esa disciplina, pero al mismo tiempo se preocupó por difundirlas en la sociedad y vio tempranamente la importancia de que los chicos aprendieran a manejarlas y no se limitaran a ser usuarios (y víctimas) de su indudable poderío.
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Tradujo al castellano las primeras versiones de LOGO, fue asesor del Colegio Bayard, donde, casi jugando, introdujo a los chicos en la robótica, y publicó varios libros con la editorial que fundó para difundir la problemática que entendió tempranamente con tanta lucidez, “Galápagos” (por la tortuga que era el símbolo de LOGO); entre ellos, Alas para la Mente, Creatividad o automatismo y Los caminos de la palabra. Las comunicaciones de Morse a Internet. En este último explora la pasión de Sarmiento por el telégrafo y la enorme tarea realizada durante su presidencia, en la que se tendieron casi 6000 km de líneas telegráficas, y traza un correlato entre este sistema de comunicación y la naciente Internet. Todo esto, que no formaba parte de su campo profesional específico, fue ad honorem.
“Apenas aparecieron las computadoras personales portátiles, con Horacio empezamos a promover su uso en las escuelas. Hicimos cosas rarísimas en los lugares más insólitos –cuenta Battro–. Cuando Negroponte lanzó el proyecto One Laptop Per Child, del que fui jefe de Educación, todo lo que tenía que ver con la aplicación tridimensional del programa, que no existía ni siquiera en el MIT, Horacio lo hizo acá. Permitió que la computadora se pusiera en manos de los chicos para hacer cosas productivas. Una obra extraordinaria. En mi caso, como psicólogo y médico, me ocupé de chicos con enfermedades crónicas; por ejemplo, la sordera. Creo que la primera escuela del mundo que tuvo computadoras para los chicos sordos fue el Instituto Oral Modelo, que la familia Denham creó en la Argentina. Allí se les entregaron computadoras y pudieron empezar a trabajar de otra manera”.
A contramano de los estereotipos que tiñen a los ingenieros, conservó una mirada ética y reflexiva acerca de la tecnología. Integró varias academias nacionales: se incorporó como miembro de número de la de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales (1987), de la de Artes y Ciencias de la Comunicación (1997) y de la Educación (1999), y miembro correspondiente de la Academia de Ingeniería de la Provincia de Buenos Aires (1991).
Por su tarea, recibió numerosos premios, como el Jorge F. de la Torre del Centro Argentino de Ingenieros, Diez Jóvenes Sobresalientes, el de la Cámara Junior de Buenos Aires, el "Enrique P. Villarreal", el Premio Konex de Platino de Ciencia y Tecnología en la disciplina Ingeniería Electrónica, de Comunicaciones y de Computación; la Medalla de Oro en reconocimiento a su trayectoria profesional sobresaliente conferida por el Consejo Profesional de Ingeniería Mecánica y Electrónica, entre otros.
Sin el brillo de la celebridad fugaz, Horacio Reggini deja sin duda un legado valioso para las nuevas generaciones.