El neurocientífico Mariano Sigman dialogó con la Agencia de Noticias Científicas UNQ acerca de su nuevo libro “El poder de las palabras” (Editorial Debate), donde explica la importancia que tiene la conversación a la hora de revisar los pensamientos propios. Además, da una clase de cómo la ciencia demostró que las personas pueden cambiar de opinión si, y solo si, están dispuestas a escucharse.
-¿Cómo surge la intención de escribir este libro?
-Nace como un proyecto de búsqueda personal hace cinco años. Quería experimentar y cambiar algunas cosas en mi vida, y la manera que encontré fue salir a buscar herramientas de la ciencia que faciliten ese proceso. A la vez que encontraba respuestas a mis preguntas, surgía la idea de plasmar eso en un libro.
-La idea que atraviesa “El poder de las palabras” es que el cerebro cambia con la conversación, ¿cómo es eso?
-El “cerebro” es un eufemismo para decir la mente, la cual queda marcada por cualquier experiencia que tenemos. Es decir, el cerebro cambia con cada suceso que vivimos. Ahora bien, de todas las formas que tenemos de transformar este órgano hay algunas que son más eficientes que otras. En ese sentido, las palabras y, por ende, las conversaciones tienen una fuerza sorprendente.
–¿En qué sentido?
-Hay muchas cosas que uno no hace porque se dice a sí mismo que no las puede hacer. Ese es un ejemplo de una fuerza nociva de las palabras. Además, cuando uno graba un recuerdo en su mente, este va a acompañado de un relato que nos hacemos a nosotros mismos. Por ejemplo, si me caigo, puedo hacer distintas interpretaciones verbales, como “iba distraído y me caí” o “estaba hablando, había algo que estaba donde no tenía que estar y me caí”. Uno graba el mismo evento con dos relatos distintos y cada uno de ellos tiene consecuencias muy significativas en todos los dominios de la vida: en lo que hacemos y dejamos de hacer, en lo que uno ve de sí mismo, en lo que uno se atreve a hacer y lo que no. Generalmente, usamos frases a la ligera que, en realidad, tienen consecuencias significativas.
-En el libro, retoma frecuentemente la idea de que hay que hablar con otros para poder escuchar lo que nos decimos a nosotros mismos…
–Pensar es una forma de conversación interna que no es muy buena porque está dentro de un mar de invisibilidades, donde pasan un montón de cosas que ni te enterás. Por ejemplo, si pensás cosas que querés hacer, sólo lo estas ideando en un lugar de mucho ruido porque ese pensamiento está acompañado de otro, y así. Ahora, cuando las ideas internas salen a la superficie y se dicen en una conversación, se vuelven más nítidas.
-¿Es ahí cuando una persona se da cuenta de cosas que no prestó atención previamente?
-Sí. La conversación es un buen lugar para observar el pensamiento porque se puede ver el proceso mental que está involucrado. En otras palabras, la comunicación le otorga transparencia al pensamiento y permite trabajar de una manera más nítida porque se pueden ver cosas que no andan tan bien. Esto mismo sucede con una idea científica: cuando pensás que entendés bien esa idea, la tenés que decir en voz alta. Si podés explicarla es porque la entendiste.
-Entonces, si al conversar podemos escuchar lo que pensamos, también podemos cambiar de opinión. Hoy en día, ¿cree que la sociedad está dispuesta a conversar y escuchar al otro?
-Tengo dos cosas para decir a partir de la pregunta. Por un lado, lo que sucede es que se producen ciertos hábitos y automatismos que son difíciles de reconocer. Pensemos en un escenario muy distinto pero útil: un partido de fútbol. Los jugadores pueden entrar con ánimos de destrozar al otro y, por lo tanto, se miran mal y reaccionan peor ante la mínima cosa. Pero también pueden entrar con ganas de jugar y divertirse. Estos dos ejemplos son predisposiciones a las cuales uno se acostumbra.
-¿Y cuál es la otra cosa?
-Hay que tener cuidado con el uso del “hoy” porque no es la primera vez que hay asperezas conversacionales; ya ha pasado en otros momentos y lugares del mundo como con el nazismo o con la matanza de la población Tutsi en Ruanda. Cuando eso pasa, las cosas rápidamente generan estados de enorme violencia. La ciencia ha comprobado que con el cambio de una predisposición de aspereza a una que busca aprender y disfrutar de la conversación, las cosas empiezan a funcionar mucho mejor.
-¿Y cómo se hace para sembrar esa predisposición cuando hay un hábito muy instalado que busca lo contrario?
-Se necesita de personas moderadoras que intervengan en las conversaciones. Un ejemplo que nombro en el libro es el del conflicto en la frontera entre Israel-Palestina. Allí hay algunas personas que se juntan con otras a dialogar, y la ciencia estudia bajo qué circunstancias esa gente sale más predispuesta a odiarse o a tratar de encontrarse y entender la perspectiva del otro.
-¿Qué dice la ciencia al respecto?
-Juntás a dos personas que van a hablar y, previamente, le decís a cada una que la otro está dispuesta a escucharla y cambiar de opinión. Así, creas lo que se conoce como “mentalidad de maleabilidad”. De esta manera, ambas personas se quitan aquella creencia de que el otro no va a cambiar e ingresan al round de la conversación de una forma distinta. El resultado empírico es que hay una mayor probabilidad de que se encuentren y puedan conversar. No digo algo del rango de opiniones, hay ciencia que demuestra que no es tan difícil sembrar una creencia que predisponga a la gente para hablar y que resultan en situaciones que reducen la polarización y se alcanza el entendimiento de perspectivas ajenas. En definitiva, lo que se necesita es a alguien capaz de entender que estos problemas son profundamente complejos y hay que temperar las opiniones.
Con información de la Agencia de Noticias Científicas