Los territorios de la nanotecnología son reinos encantados que superan en fantasía a la isla de Liliput, imaginado por el clérigo inglés Jonathan Swift (autor de los Viajes de Gulliver), cuyos habitantes medían menos de 15 cm. En escala nanométrica (es decir, de algunas mil millonésimas de metro, ¡más pequeñas que la longitud de onda de la luz!) se pueden ensamblar diamantes átomo por átomo, y el oro puede adquirir color rojo, anaranjado o azul.
Pero ahora cuatro investigadores argentinos descubrieron otro efecto alucinante que ocurre en la materia cuando se la estudia en esas dimensiones ínfimas: en ciertas condiciones, estructuras inanimadas parecen cobrar vida. Lo advirtieron observando el comportamiento de dos gotas depositadas en una película de óxido de titanio.
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“Estamos trabajando desde hace bastante tiempo con materiales que tienen poros nanométricos –cuenta Galo Soler-Illia, investigador del Conicet y decano del Instituto de Nanosistemas de la Universidad Nacional de San Martín–. Son fascinantes. En esas pequeñas cavidades, pasan cosas raras y la materia tiene un comportamiento muy curioso que todavía no se entiende bien”.
Soler-Illia es coautor del trabajo que acaba de publicarse en Nature Communications (https://doi.org/10.1038/s41467-022-30834-2) junto con Agustín Pizarro, de la Unsam, Martín Bellino, de la Comisión Nacional de Energía Atómica y Claudio Berli, de la Universidad del Litoral. “Martín y Claudio tienen una larga colaboración en el estudio de lo que sucede cuando uno pone una gota sobre una superficie con nanoporos –comenta Soler-Illia–. Estos se comportan como una esponja, generan un espacio en donde el líquido está confinado y adquiere nuevas propiedades”.
Uno de estos materiales son los óxidos de titanio. Tienen una porosidad muy grande, más o menos la mitad de su volumen son huecos, por lo que atraen los líquidos a su interior. En este caso, se depositaron como una delgadísima película sobre una superficie de silicio. Si bien el óxido es transparente, como mide apenas unos nanómetros de espesor, la luz hace interferencia. “Ocurre como cuando uno va a la estación de servicio y ve unos anillos de colores sobre el pavimento –explica Soler-Illia–. El film, cuando no hay ningún líquido embebido, tiene un color amarillo, pero cuando hay, se vuelve de otro color, por ejemplo rosa. Entonces, se observa con facilidad cuando el líquido se embebe”.
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“La infiltración se produce por capilaridad, de manera espontánea –explica Pizarro, ingeniero químico graduado en la Universidad del Comahue y primer autor del trabajo–. Uno coloca una gota sobre la superficie del film poroso, el líquido ingresa y produce un cambio de color en la película. Veníamos trabajando con una gota y luego pasamos a estudiar qué ocurría entre dos, haciendo interactuar diferentes fluidos a través de los poros”.
Los científicos quisieron ver si podían darse reacciones químicas sencillas mediadas por el material nanoporoso, y se preguntaron que pasaría si una gota era un catalizador y la otra, un reactivo que se descomponía en presencia del primero.
“Primero, colocamos en el sistema el catalizador, yoduro de potasio, a una concentración de aproximadamente el 1%, y de manera espontánea empieza a ingresar en la película –cuenta Pizarro–. Una vez que se advierte el cambio de color, le damos el tiempito para que se posicione y colocamos la segunda gota, de peróxido de oxígeno (agua oxigenada), en cercanías de la zona infiltrada. Y ahí es donde se desata el fenómeno. Porque la segunda gota, cuando detecta a través de los poros que está presente el ión que la puede catalizar, gatilla la reacción. Se descompone y empieza a deformarse en dirección hacia la que estaba infiltrada. Es como que la detecta a través de los poros y dispara una especie de búsqueda macroscópica, por así decirlo. Es algo que llama mucho la atención y para destacar del trabajo: una química muy localizada, en nanoporos de 10 a 15 nanómetros, produce trabajo mecánico de mucha mayor magnitud”.
Perplejos
En efecto. Los científicos quedaron perplejos cuando pudieron verificar que la gota A y la B reaccionaban como se había previsto, pero se producía un cambio enorme en una de ellas, que iba hacia la segunda y se la “devoraba”.
“Era como poner dos objetos inanimados, uno al lado del otro, y que a partir de un instante uno de ellos recibiera una cierta señal química y atacara al otro –describe Soler-Illia–. Se producían protuberancias en una gota, como tentáculos, y capturaba a la primera. Nos pareció alucinante: con un sistema tan simple, obtuvimos algo que se parecía a dos células del sistema inmune, por ejemplo. Es más, pudimos regular las condiciones químicas para que a veces una gota ‘ataque’ a la otra y a veces, no”.
En el mundo macroscópico, cuando se forma una gota, adopta una forma esférica. “Es una ley de la termodinámica –explica Soler-Illia–, adopta la forma más estable. Para que extienda esos tentáculos necesita una inyección de energía que le permita romper esa estabilidad superficial. Entonces, nos preguntamos de dónde sale esa energía. Empezamos con cálculos muy sencillos y después Claudio, que es un experto en nanofluídica, desarrolló un modelo complejo. Encontramos algo extraordinario: que en un espacio muy chiquito, un volumen de algunos nanómetros cúbicos, se libera tal cantidad de energía por unidad de tiempo que de alguna manera alcanza como combustible para romper esa gota. A partir de esa reacción química, la gota obtiene la energía para extender protuberancias. Y cuando se producen, a su vez amplifican la reacción química que se autopropulsa. Es un fenómeno autoalimentado, que hace que los brazos crezcan, eventualmente rodeen a la otra gota y la abracen”.
Para Pizarro, una de las virtudes del trabajo es que a través de una plataforma sencilla pudieron descubrir un fenómeno muy interesante: “Hicimos contactar dos gotas de líquido separadas en el espacio sobre la superficie del film y que se comunicaran a través de nanoporos, y demostramos que una reacción química muy localizada, en un pequeño volumen, es capaz de producir un cambio energético muy grande que se puede transferir de manera eficiente a un trabajo mecánico”, afirma.
Los científicos también mencionan entre los aspectos más notables de esta investigación haber logrado que esos poros actúen como un nanorreactor, que produce suficiente energía como para que una de las gotas pueda cambiar su forma, y que las señales químicas se traduzcan en acción. “Eso es lo notable –menciona Soler-Illia–: que uno puede direccionarlas macroscópicamente. El movimiento es de milímetros”.
Que dos estructuras inanimadas de alguna forma “cobren vida” puede presentar interés entre quienes estudian, precisamente, el origen de la vida en el planeta, pero en el futuro también podría encontrar aplicaciones más prosaicas. “La nanofluídica se estudia para hacer productos de muy alto valor agregado, como proteínas, ácidos nucleicos, biomoléculas en lugares muy bien definidos y que luego puedan extraerse con mucha pureza –explica Soler-Illia–. Los circuitos de nanohidráulica podrían ayudar a dirigir líquidos hacia un lado u otro con estímulos químicos. Esto es fundamental para el desarrollo de órganos artificiales, prótesis inteligentes (que impidan que se les peguen bacterias, por ejemplo) o regeneración vascular, y también para lo que se conoce como robótica blanda’, sin tornillos ni cables. Y, por último, estos fenómenos de movimiento, de adhesión son importantes para industrias como la del petróleo, la aviación y la naviera, que necesitan superficies con determinadas características. Ahora ya podemos lograr reacciones químicas que permiten ‘abrir y cerrar’ una parte de esos materiales”.