¿Té o café? ¿Falda o pantalones? ¿Subte o colectivo? En nuestra vida diaria debemos tomar decisiones a cada instante, pero algunas no son tan sencillas como éstas. Y aunque el llamado “sentido común” nos hace creer que a la hora de tomarlas somos una suerte de Harold Crick, el auditor de impuestos internos que controla cada aspecto de su vida con el mismo celo con el que revisa las cuentas de los contribuyentes en el film Más extraño que la ficción, y que analizamos, y evaluamos ventajas y desventajas de forma desapasionada para concluir cuál es la más conveniente, numerosas investigaciones indican que la mayoría de las veces no es nuestra racionalidad sino nuestras emociones las que se adelantan y toman cartas en el asunto. Al parecer, la razón entra después del impulso inicial para justificar y explicar las decisiones que tomamos.
Tal como escribe David Eagleman en su libro Incognito. The secret lives of the brain (Incognito. Las vidas secretas del cerebro, Pantheon Books, 2011), "la mayoría de lo que hacemos, pensamos y sentimos está más allá de nuestro control consciente”. Con la tecnología actual es posible vislumbrar gran cantidad de procesos inconscientes y hace ya algunas décadas que el científico norteamericano Benjamin Libet mostró por medio de electroencefalogramas que hay partes del cerebro que toman decisiones antes de que seamos conscientes de que queríamos hacerlo.
Hay partes del cerebro que toman decisiones antes de que seamos conscientes de que queríamos hacerlo.
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Esto se cumpliría también para el voto: “Está claro que la elección de un candidato es un proceso en el que prevalecen mecanismos que están por fuera de la conciencia”, afirma Agustín Ibañez, director del Latin American Brain Health Institute y del Centro de Neurociencia Cognitiva de la Universidad de San Andrés.
Y agrega Pedro Bekinschtein, investigador del Conicet, director de investigación de la Fundación Ineco y autor del libro Neurociencia para (nunca) cambiar de opinión (Ediciones B, 2019) en el que dedica un capítulo a este tema: “Es difícil pensar que el voto es puramente racional. Tal vez tenga más componentes racionales que otras decisiones porque uno cuenta con bastante tiempo durante las campañas para acumular información sobre los candidatos; sin embargo, a veces éstas no tienen mucho contenido, se basan en propuestas tan generales que sería imposible no compartirlas”.
Lo cierto es que desentrañar los mecanismos que nos hacen inclinarnos por uno u otro partido es una búsqueda que suma adeptos. “En varios países se crearon dependencias que asesoran a gobiernos ancladas en las ciencias del comportamiento –cuenta Adolfo García, codirector del Centro de Neurociencia Cognitiva de la Universidad de San Andrés–. Desde los Estados Unidos, donde Obama incorporó asesores oficiales en este campo hasta el Reino Unido”.
La política en los genes
Una de las hipótesis que se barajan es que habría diferencias cerebrales asociadas con patrones conductuales que de alguna forma nos predisponen a una u otra corriente ideológica. “En los Estados Unidos, diversos estudios compararon mediciones cerebrales y de otros sistemas corporales entre republicanos y liberales –explica García–. Cuando uno se asusta, aumenta el ritmo cardíaco, se dilatan las pupilas y transpira, con lo cual conduce más electricidad. Las mediciones de electricidad en la piel dan una medida de la activación que produce un estímulo emocional. Así se mostró, por ejemplo, que los más conservadores suelen ser más sensibles a las emociones negativas. Si se les presentan imágenes amenazantes, tienen una mayor conductancia cutánea (transmisión de electricidad por la piel). Las imágenes amenazantes aumentan mucho más este marcador fisiológico autonómico de la emoción en los conservadores que en los liberales”.
Según detalla el científico, también se vio que en este grupo hay mayores niveles de activación en circuitos que intervienen en el procesamiento de la emoción: la ínsula, la amígdala, parte de los ganglios basales. “Algo muy interesante –continúa García– es que se evaluó el nivel de activación de estas áreas durante la toma de decisiones y el procesamiento de estímulos emocionales… Sorprendentemente, viendo la actividad cerebral se logra predecir la inclinación ideológica de las personas. De algún modo, es como si las respuestas cerebrales codificaran alguna huella de nuestra inclinación ideológica”.
"Viendo la actividad cerebral se logra predecir la inclinación ideológica de las personas"
En su libro, Bekinschtein describe otros experimentos que intentan dilucidar los componentes innatos de determinadas elecciones mediante estudios en gemelos. En un trabajo liderado por el psicólogo John Hibbing y publicado en 2013, cuenta, evaluaron a 356 pares de gemelos y 250 pares de mellizos en cuanto a cinco rasgos de personalidad: la extroversión, la cordialidad, la responsabilidad, la estabilidad emocional y la apertura a la experiencia, que en varias investigaciones se asoció con posiciones políticas más “progresistas”.
“El trabajo encontró componentes genéticos significativos para todas las variables que analizaron –escribe–. Por ejemplo, para el autoritarismo de derecha, las similitudes entre los gemelos pueden explicarse por la base genética en un 50%”. Y luego agrega: “El estudio de la influencia de las variaciones genéticas individuales sobre la ideología y la orientación política recién está comenzando, pero lo que estamos observando es que no es despreciable”.
Sin embargo, ambos investigadores descartan de plano que al nacer de algún modo ya estamos “formateados” para elegir una u otra boleta en el cuarto oscuro. “Uno registra las diferencias cerebrales, pero no puede concluir si esos patrones se dieron por la socialización, la cultura, el nicho familiar, la coyuntura geográfica o lo que fuera”, aclara García.
“Es cierto que tenemos una determinación biológica hacia ciertas cosas –detalla Bekinschtein–, pero siempre hay una interacción: la gente que tiene predisposición para las artes o para los deportes después va generando caminos particulares en la vida que tienen que ver con esas inclinaciones iniciales. Se podría pensar que eso también ocurre con respecto a la ideología, que hay cuestiones fisiológicas que nos llevan por determinados caminos ideológicos. Las personas más reactivas al miedo por ahí van por senderos más conservadores, no se animan tanto a explorar cosas nuevas. Pero siempre hay que tener en cuenta el contexto en el que se vive. En los más polarizados, es más probable que esas predisposiciones tengan más influencia”.
Algunos plantean que la decisión del votante es peligrosamente parecida a una conducta irracional o inconsciente: se basa en datos como la cara o la apariencia del candidato, siente una gran resistencia al cambio, aunque se le presenten argumentos convincentes, y en algunos casos hasta valora la ignorancia como una virtud! ("Es como yo…”).
El científico búlgaro Alexander Todorov, de la Booth School of Business de la Universidad de Chicago, afirma que el cerebro necesita apenas unos milisegundos para extraer una constelación de datos importantes de una cara y que esa primera impresión deja una huella perdurable que influye en nuestras decisiones. Para Todorov, se pueden percibir las ideas de un candidato en forma inconsciente.
En su libro, Bekinschtein detalla el experimento que este investigador, Anesu Mandisodza, Amir Goren y Crystal Hall publicaron en 2005, en la revista Science, donde llegaron a esta conclusión mostrándoles a los sujetos de investigación las caras de candidatos durante unos milisegundos y comparando sus observaciones con los resultados reales de las elecciones. “Cada vez que conocemos a alguien, hacemos rápidamente un juicio sobre su rostro acerca de rasgos imposibles de conocer, como su inteligencia, su empatía, su competencia –afirma–. (…) Una impresión rápida del rostro del candidato, sin siquiera conocerlo, predijo el resultado de las elecciones”.
Bekinschtein también menciona otro factor que puede influir en una elección: el tono de voz. Al parecer, tanto los hombres como las mujeres que se expresan con voces más graves transmiten más confianza. “Dicen que por eso Margaret Thatcher hizo un entrenamiento vocal para bajar un poco la frecuencia del sonido de su voz y tomó lecciones en el Royal National Theatre para que su discurso sonara más calmo y con mayor autoridad –cuenta–. De hecho, si se comparan sus discursos de los años sesenta con los de los ochenta, se puede escuchar un tono de voz completamente diferente”.
Según García, otros trabajos tomaron grabaciones reales de presidentes norteamericanos, manipularon su altura tonal y llegaron a la misma conclusión.
En campaña
En la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad de Buenos Aires, Nicolás Fernández Larrosa, investigador del Conicet y docente de neurofisiología integrativa, estudió cómo la repetición de una imagen del/la candidata o rostros conocidos, modula o induce la elección. Y cómo la asociación con una valencia emocional positiva (por ejemplo, si el/la postulante ofreció beneficios especiales) suma argumentos para que la persona termine inclinándose por él/ella.
“A través de experimentos cognitivos controlados, pudimos mostrar que ver a una persona repetidamente nos predispone a elegirla –cuenta Larrosa–. Lo chequeamos con observaciones que hicimos durante las elecciones presidenciales de 2019. Lo que vimos es que se menciona mucho más en medios de prensa escrito a los candidatos principales (en ese caso, Mauricio Macri y Alberto Fernández) que a los otros. También, se lo hace con una ‘valencia’ positiva. En paralelo, evaluamos la familiaridad que tenían los participantes de la encuesta y la probabilidad de voto, y encontramos correlaciones positivas”. Sin embargo, aclara, el hecho de que estas variables se asocien no prueba causalidad. “No es un ‘todo o nada’, pero tiene influencia”, subraya.
Otra característica de la cognición humana que conspira contra la mera racionalidad son sus sesgos: “Las personas ponderan más la información a favor de lo que creen y subestiman la que va en contra. Hay mecanismos cognitivos que permiten cristalizar posiciones de antemano”, dice Larrosa.
Por el “sesgo de confirmación”, de algún modo censuramos a los que no corroboran nuestra opinión. Pero hay otros: el sesgo de “proyección” nos lleva a pensar y asumir que los demás tienen pensamientos, visiones o valores similares a los nuestros; el de “autoridad” le atribuye mayor credibilidad a los que están respaldados por títulos o posiciones sociales encumbradas; el de “arrastre” es la inclinación a creer en algo solo porque lo creen muchos otros de nuestro grupo de pertenencia. Algunos lo denominan “tribalismo”: “Cuando se habla de 'votantes cautivos’ se piensa en aquellos que van a votar a cualquier candidato de un partido independientemente de quién sea y qué haga. A menos que descubran que mata a niños o algo así…”, bromea Bekinschtein.
También se dan correlaciones aleatorias, cuando se traslada al candidato el optimismo o el pesimismo que pueden generar eventos que no tienen nada que ver con la elección. “Parece que las personas se olvidan no solo de lo que votaron antes sino de lo que hicieron los funcionarios de administraciones anteriores –dice el científico–. Nuestra memoria, nuestro pensamiento y nuestras emociones tienen influencia en el voto, y también los eventos aleatorios que ocurren alrededor de ese momento. Hay algunos estudios que lo miden. En los Estados Unidos, observaron qué ocurría si ganaba el equipo de basket que tenía la mayor cantidad de fans y vieron que subían las chances de que ganara la administración oficialista. Las personas tienden a adjudicar esa emoción positiva al gobierno de turno. No ocurre conscientemente, es una asignación equivocada de la fuente del placer. Y eso podría lograrse aumentando beneficios, pero también puede ocurrir por acontecientos azarosos”.
Por supuesto, el marketing político no desconoce estos resortes e intenta utilizarlos en campaña… aunque no es tan fácil.
“Es un proceso muy complejo y hay muchos mecanismos que están por debajo del acceso consciente. Es difícil pronosticar”, opina Fernández Larrosa.
Para Ibañez, si bien se pueden utilizar estos conocimientos para influir (por ejemplo, reuniendo información de grandes volúmenes de datos para actuar sobre los sesgos más difundidos), la manipulación es complicada. “La radicalización reduce la capacidad analítica y la búsqueda de opiniones contrarias a la propia, eso está muy estudiado –dice Ibañez–.
Hay trabajos que muestran cómo las personas cambian sus preferencias de acuerdo con las normas sociales de su grupo de pertenencia”. Sin embargo, enseguida advierte que “Nos encontramos a años luz de que las neurociencias puedan predecir con certeza las decisiones de los votantes. Estamos aprendiendo cómo funcionan las elecciones, pero no cómo pronosticar los resultados. No sabemos cómo son los procesos decisionales. Conocemos cómo influyen muchos factores, pero no cómo lo hacen en cada caso. Y por otro lado, estos sesgos no son universales, funcionan en forma diferente en distintos contextos”.
Bekinschtein coincide: “Hay que ser muy cuidadoso en extrapolar lo que pasa en un entorno controlado al mundo real, donde es difícil saber cuál es el factor que predomina. Hay muchas cosas que influyen, pero no sabemos cuánto. Es seguro que no se decide a quién votar como se busca la solución a un problema matemático. Lo que no se sabe es cuáles son los engranajes no conscientes. Hay candidatos que tienen discursos que apuntan a generar ciertas emociones en los votantes, por ejemplo, miedo o asco moral, xenofobia. Pero el procesamiento emocional parece variar de persona a persona”.
Y concluye Fernández Larrosa: “Es importante problematizar esto. Hay que ser cuidadosos, y empezar a discutir si las vías actuales [de información] son las ideales para garantizar que existan grados de libertad ideales a la hora de elegir”.