Armado con un precario microscopio, a fines del siglo XIX, el médico y científico español Santiago Ramón y Cajal revolucionó el estudio del cerebro con sus bellos dibujos a tinta de las neuronas, que mostraban la morfología y conexiones de estas células. Mostró que el tejido cerebral está compuesto por células individuales. Por sus descubrimientos, en 1906 compartió el Nobel de Medicina con el italiano Camillo Golgi (que inventó el método de tinción celular que lleva su nombre) “en reconocimiento a su trabajo sobre la estructura del sistema nervioso”.
Don Santiago, como lo llamaban, atisbó un continente desconocido por una rendija. Hoy, se caería de espaldas ante la inimaginable precisión del mayor mapa logrado hasta ahora: un catálogo preciso de las 170.000 millones de células que componen el cerebro, compilado en ¡21 trabajos! que se publican en tres revistas en simultáneo: Science, Science Advances y Science Translational Medicine.
Este atlas monumental, en cuya elaboración participaron cientos de investigadores, es producto de la Brain Initiative Cell Census Network (BICCN), un proyecto lanzado en 2017 por los Institutos Nacionales de Salud de los Estados Unidos, y conformada por centros de investigación de ese país y de Europa cuya meta es caracterizar la diversidad celular y sus funciones en el cerebro de humanos, primates no humanos y roedores utilizando las tecnologías más avanzadas.
“Un objetivo clave del proyecto fue comprender qué características de la organización de las células cerebrales son específicas de los humanos, en comparación con primates no humanos –informa el consorcio en un comunicado de prensa–. Entre otros hallazgos, el equipo dirigido por Nikolas Jorstad demostró que las neuronas de los chimpancés se parecen más a las de los gorilas que a las humanas, a pesar de que los chimpancés y los humanos comparten un ancestro común más reciente”.
Emelie Braun y colegas exploraron cómo se establece la compleja disposición de las células en el cerebro durante el primer trimestre de gestación. Otros estudios analizaron la inflamación en las primeras etapas de la vida, un factor de riesgo clínicamente establecido para varios trastornos neurológicos.
“El cerebro humano está formado por millones de neuronas y células gliales –explica desde Boston, Estados Unidos, Daniela Di Bella, que está haciendo un posdoctorado en este tema en el departamento de células madre y biología regenerativa de la Universidad de Harvard–. Si bien gracias a la investigación de modelos animales y muestras de tejido humano hace más de un siglo sabemos que existen una gran variedad de neuronas diferentes, el alcance de esa diversidad aún no fue definida. Gracias a desarrollos tecnológicos de la última década que nos permiten evaluar los genes que se expresan en millones de células individuales, así como también otras características moleculares como el estado de su ADN, hoy podemos identificar y catalogar los tipos de neuronas que forman el cerebro. Comprender cuáles son esos tipos celulares y cómo se diferencian entre sí, y entre individuos de la misma o diferentes especies es el primer paso para comprender qué es lo que nos hace humanos, qué es lo que hace que nuestro cerebro sea tan especial, qué nos hace únicos y diferentes entre individuos, y cuáles son las bases celulares y moleculares de las distintas enfermedades que afectan nuestro cerebro, y así contribuir al diseño de terapias que conduzcan a una mejora en la salud humana”.
Según explica Di Bella, los 21 artículos se proponen identificar y catalogar la diversidad de tipos celulares presentes en el cerebro de ratón, humano y mono. Este paquete de publicaciones es el segundo de la iniciativa (el primero fue dedicado al cerebro del ratón en 2021) y contiene comparaciones entre individuos y entre especies. Este avance es posible gracias al trabajo en paralelo en modelos animales más simples y accesibles (como los roedores o la mosca), que permitieron desarrollar tecnologías y abordajes que después son escalados y aplicados al cerebro humano y de primates.
“Los tres trabajos que publica Science están buenísimos –opina Pedro Bekinschtein, director del Instituto de Neurociencia Cognitiva y Traslacional–. Uno es sobre el perfil de expresión génica a nivel de neuronas en el desarrollo. El otro es sobre el cerebro adulto y el tercero analiza cómo se activan esos genes en el cerebro (epigenética)”. Para el científico, estos estudios pueden dar muchas sorpresas; sobre todo por la variabilidad individual que puede explicar problemas de salud mental vinculados con lo que ocurre en las primeras etapas de la vida, desde trastornos del espectro autista, hasta otros que solo se expresarán en la adolescencia o la adultez, pero que se originan en ese momento. “Si uno logra encontrar patrones de genes que los expliquen, nos permitiría avanzar en la comprensión de las causas de problemas del desarrollo de los que sabemos muy poco –reflexiona Bekinschtein–. En el cerebro adulto también va a ser importante para entender algo menos explorado por las ciencias cognitivas, que son las diferencias individuales. O sea, por qué cada individuo es único. Lo mismo ocurre con el tercer trabajo, que ya tiene más que ver con cómo están regulados esos genes y cómo se relacionan con trastornos del cerebro. Parece ser un enorme avance”.
Alejandro Schinder, jefe del Laboratorio de Plasticidad Neuronal de la Fundación Instituto Leloir (FIL), subraya que entender cómo funciona nuestro cerebro, desde lo más automático (como controlar el ritmo cardiorespiratorio), hasta lo más complejo (como generar sentimientos y pensamientos), es un desafío inmenso. “El cerebro humano tiene miles de millones de células organizadas de un modo complejísimo en estructuras que se especializan en funciones específicas –comenta–. Cada una de esas células ‘sabe’ lo que tiene que hacer porque, desde los primeros estados del desarrollo, el cerebro ejecuta un programa genético que les indica adónde ubicarse, de qué otras rodearse, y cómo comunicarse con otras regiones. Es como si cada ladrillo de una casa tuviese un código que indica el tipo de material con que se hace, su ubicación precisa, con qué cemento adherirlo, qué otros ladrillos irán a su alrededor. Si uno viese el código de cada ladrillo individualmente podría reconstruir la casa. Los trabajos que se publican hoy en Science estudian, precisamente, el programa genético de cada una de esas millones de células durante el primer trimestre de gestación y en el cerebro adulto. El primer trabajo muestra cómo va cambiando ese programa genético a medida que la estructura crece (para ir desde unos milímetros hasta alcanzar ¡1,5 kilos!) por la multiplicación de las células, y luego su migración y ubicación en lugares definidos. Esta información descifra ‘leyes’ que rigen el armado de un cerebro y que, si fallan, pueden producir complicaciones en la estructura final, como ocurre en las enfermedades del neurodesarrollo, como la parálisis cerebral o el autismo. Los otros dos trabajos realizados en cerebro adulto revelan la complejidad de sus estructuras, que radica en la cantidad de neuronas con funciones diferentes (por ejemplo, las que producen serotonina y controlan el estado de ánimo, o las que liberan glutamato y transmiten información de una zona a otra). En realidad, estos papers ponen a disposición de la comunidad científica (y de la humanidad) un volumen inmenso de información que podremos utilizar para contestar infinidad de preguntas”.
“Es una información súper valiosa, porque registra la gran diversidad neuronal y cómo eso ha sido moldeado en la evolución para dar en los humanos determinadas habilidades –coincide Guillermo Lanuza, jefe del Laboratorio de Genética del Desarrollo Neural de la FIL–. No sólo cartografía neuronas, sino otros tipos celulares, como la glía, muchas de cuyas funciones todavía se desconocen. La células gliales (como los astrocitos y los oligodendrocitos) se originan en los mismos progenitores que dan nacimiento a las neuronas durante el desarrollo embrionario, y que son esenciales para el soporte y el funcionamiento de los circuitos. En los últimos tiempos se publicaron muchos de estos estudios de secuenciación de células únicas y presentan una variedad inesperada”.
Gracias a una inversión de 375 millones de dólares, este “atlas” de alta resolución identificó 3300 tipos de células cerebrales, diez veces más de lo que se había informado. Todavía es una incógnita qué hacen muchas de ellas. Lo lograron analizando biopsias de pacientes que iban a ser sometidos a una neurocirugía o muestras obtenidas de cadáveres. En lugar de realizar estos procedimientos “a mano”, como Ramón y Cajal, los científicos diseñaron robots que permitieron inspeccionar más de 10 millones de células, cuenta Carl Zimmer en The New York Times.
Esta enciclopedia fue posible por un fenomenal avance de la tecnología, que permite analizar el “transcriptoma”, o sea, qué genes se expresan en células individuales, una por una. “Antes lo que se hacía eran análisis de un tejido o de una región –explica Lanuza–. Ahora, podemos saber cuál es la colección de genes que se expresan en cada una de las neuronas. Eso permite entender mejor la diversidad. Por supuesto, luego habrá que ver cómo todo este compendio, este catálogo de variaciones se organiza en circuitos. Y cuál es la importancia de cada uno de estos tipos celulares en los distintos circuitos. Pero ésta es una información fenomenal que puede tener implicancias en el estudio de ciertas patologías”.
Los trabajos muestran que al menos 16.000 genes están activos en el cerebro; en diferentes combinaciones según el tipo de célula. Algunas de las recién identificadas se encontraron en la superficie exterior del cerebro, una región esencial para tareas mentales complejas, como utilizar el lenguaje y hacer planes para el futuro, escribe Zimmer. Pero gran parte de la diversidad del cerebro se encuentra fuera de la corteza, en regiones más profundas, como el tronco encefálico que conduce a la médula espinal.
Con respecto a las diferencias entre el cerebro humano y el de otros primates, encontraron que unos cientos de genes se volvieron más o menos activos en los humanos que en otros simios, y que varios de ellos están involucrados en la construcción de sinapsis, las conexiones entre neuronas.
“En su conjunto, los trabajos demuestran que existen múltiples mecanismos actuando simultáneamente para darle el carácter único al cerebro humano –destaca Di Bella–. Mientras que en algunas regiones existen tipos neuronales exclusivamente humanos, en otras regiones solamente se observa un cambio en las proporciones del mismo puñado de tipos de neuronas. Esto da pistas sobre las capacidades específicas que nos definen, y permite comenzar a identificar sus bases celulares y moleculares. Adicionalmente, la comparación de tejido proveniente de 75 personas comienza a iluminar las diferencias que nos convierten en individuos únicos, que por ejemplo pueden resultar en susceptibilidades diferentes a trastornos neurodegenerativos o psiquiátricos”.
Algunos investigadores advierten que catalogar células no explicará comportamientos complejos. “Es cierto –concede Lanuza–. Pero así se construye el conocimiento. Hace unos cuantos años, un estudio mostró que en el cerebro humano existen progenitores celulares que continúan la producción de neuronas durante una ventana más larga de tiempo que en el del chimpancé y que eso explica algunos aspectos de cómo se desarrolla una mayor capacidad computacional. Esta colección requerirá encontrar diferencias y estudios funcionales que ofrezcan conocimiento adicional en los cambios de organización de circuitos, que son los que controlan conductas”.
Y concluye Di Bella: “Estos trabajos en su conjunto ponen en evidencia la enorme diversidad de tipos celulares/clases de neuronas que forman nuestro cerebro y que resultan en el sustrato para nuestra humanidad e individualidad. Sientan las bases para entender el funcionamiento de nuestro cerebro en condiciones de salud, y en estados alterados o patológicos. Muchas enfermedades que afectan el cerebro (incluyendo trastornos psiquiátricos y neurodegenerativos) son sólo observables en humanos o difíciles de modelar en otras especies, por lo que los modelos animales por sí solos no son suficientes. Si queremos curar enfermedades humanas necesitamos entender el cerebro humano. Estos trabajos representan un avance significativo en esta dirección. Adicionalmente, este conocimiento nos permite diseñar mejores modelos para evaluar drogas y terapias de maneras más eficientes, incluyendo la optimización de modelos in vitro. En este sentido, las siguientes etapas de esta iniciativa (y algunos de los trabajos publicados) apuntan también a entender no sólo cuáles son las piezas que lo forman, sino también cómo es que se desarrollan y adquieren sus propiedades”.