Timothy Leary era profesor adjunto de psicología en la Universidad de Harvard cuando se convirtió en el gurú de la psicodelia. “En el verano de 1960, durante unas vacaciones en México, había probado las legendarias ‘setas sagradas’ que le había comprado un curandero (…) y había llegado a un estado de éxtasis místico que consideró la experiencia religiosa más profunda de su vida”, cuenta Albert Hoffman en su libro LSD. Cómo descubrí el ácido y qué pasó después en el mundo (Editorial Gedisa, 1979). Hoffman había descubierto esta sustancia por casualidad mientras estudiaba los alcaloides producidos por el cornezuelo del centeno en los laboratorios de Sandoz (hoy Novartis), en Suiza.
Desde su cátedra en la célebre casa de estudios norteamericana, Leary promovió su consumo a tal punto que llegaron a llamarlo el “apóstol de las drogas”. Junto con su colega, Richard Alpert, se embarcó en el estudio de los efectos del ácido y de la psilocibina, la sustancia activa de los “hongos mágicos”, para la reintegración social de presidiarios, la generación de experiencias místicas en teólogos y sacerdotes, y el fomento de la creatividad en artistas plásticos y escritores. En algunos de sus experimentos participaron personalidades como el escritor y filósofo británico Aldous Huxley, el novelista e historiador Arthur Koestler, y el poeta e ícono de la generación beat, Allen Ginsberg, cuenta Hoffman.
Pero sus ideas fueron pasando del ámbito científico al político, y así él y Alpert terminaron despedidos de Harvard por sus experimentos colectivos. De allí en más, fue encarcelado, se exilió, fue detenido en Afganistán, volvió a la reclusión y finalmente, después de lograr que lo liberaran en forma anticipada, en 1976, se ocupó de problemas que ya no le acarrearan inconvenientes con las autoridades.
Este proyecto lo hacemos colectivamente. Sostené a El Destape con un click acá. Sigamos haciendo historia.
De acuerdo con Emanuele Bevilacqua (que repasa esta historia en Guía de la Generación Beat, Editorial Península, 1996), la teoría de Leary era que, como el lenguaje de la psicología es químico, el LSD ayudaría a cambiarlo. Ni la prédica de Leary ni el interés de otros académicos impidieron que su uso continuara prohibido, pero ahora los sistemas sanitarios parecen estar “recalculando”. El viernes (3 de febrero) el organismo regulatorio de Australia anunció que a partir de julio autorizaría el uso de las sustancias psicodélicas MDMA y psilocibina, más conocidas como éxtasis y hongos mágicos, para el tratamiento de la depresión y el estrés postraumático. La decisión está basada en que ya cuentan con suficiente “evidencia de los beneficios potenciales en ciertas personas”, en que son "relativamente seguras" cuando se administran en un entorno médico y en que “proporcionan un estado alterado de conciencia que podría ayudar a los pacientes”, consignó la agencia AFP. En la actualidad, el uso de ambas sustancias está prohibido fuera de ensayos clínicos controlados.
El año pasado, Jaime Porras Ferreyra había informado en el diario español El País que el Ministerio Federal de Salud de Canadá modificó el reglamento de alimentos y drogas, creó un “programa de acceso especial” y permitió que los médicos soliciten estas sustancias para el tratamiento de ciertos pacientes. Desde 2021, allí también se autoriza a un puñado de compañías producir psilocibina con fines de investigación. También el año pasado se otorgaron licencias a numerosas compañías para realizar ensayos con drogas psicodélicas en el Reino Unido. "Los hongos mágicos se convertirán en el arma definitiva contra la depresión", tituló el diario The Telegraph.
En los Estados Unidos, hace tres años el gobierno de Oregón legalizó su consumo bajo supervisión (pero no su venta al por mayor ni para uso recreativo) a cualquier persona mayor de 21 y hace unas semanas comenzó a recibir solicitudes de licencias para centros de tratamiento con psilocibina a personas que sufren adicciones, depresión, síndrome de estrés postraumático, Parkinson, Alzheimer, trastorno bipolar y dolores crónicos, entre otras dolencias. Y a partir de 2024, esta sustancia también podría autorizarse en Colorado, ya que tanto la psilocibina como el MDMA están siendo sometidos a estudios de fase 3 para su aprobación por la FDA.
Según publicó a fines de 2021 Andrew Jacobs en The New York Times, hay cientos de neurocientíficos, farmacólogos y especialistas en regulación de fármacos trabajando en la incorporación de los psicodélicos a las terapias de rutina. “Las universidades más importantes [entre ellas, Johns Hopkins, Yale, de California en Berkeley y el Hospital Monte Sinaí de Nueva York] apuran el paso para crear centros de investigación en este tema e inversionistas destinan millones de dólares a un grupo de compañías emergentes –escribió Jacobs–. Hay lugares de todo Estados Unidos que comenzaron a relajar las restricciones hacia estas drogas”.
También en las revistas científicas se refleja un creciente interés y se publican estudios para tratar de entender cuál es su mecanismo de acción y si pueden ser eficaces. Varios ensayos muestran que los alucinógenos clásicos no son adictivos y no causan daño neuronal, pero el consenso general es que se necesita más investigación sobre sus posibles efectos secundarios, especialmente en aquellos que padezcan cardiopatías o tengan problemas mentales graves, porque la mayoría de las pruebas realizadas hasta ahora se hicieron en grupos pequeños
Un experimento de Investigadores del Imperial College London cuyos resultados se publicaron en abril de 2022 en Nature Medicine (https://www.nature.com/articles/s41591-022-01744-z) mostró que individuos con depresión que recibieron psilocibina registraron una rápida mejoría de sus síntomas. En las imágenes cerebrales se vio un incremento de su conectividad cerebral en comparación con el grupo placebo y los autores postularon que la reducción de los síntomas se produce porque la droga permite que las diferentes regiones del cerebro “dialoguen” mejor entre sí.
La depresión es una enfermedad que atormenta a unos 300 millones de personas en todo el mundo y uno de los desafíos de salud mental más comunes e intratables. Varios de los fármacos que se utilizan no son efectivos para todos y tienen efectos adversos significativos, de allí la avidez por encontrar nuevas terapias. A propósito de este trabajo, el psiquiatra Marcelo Cetkovich Bakmas, director médico y de psiquiatría de Ineco, comentó en ese momento que “desde los inicios de la década del 60 se vio que el ácido lisérgico y la psilocibina podían tener efectos terapéuticos en la depresión, pero en estudios poco controlados. Es un territorio poco explorado, en parte por la prohibición, que generó muchas dificultades para que estos fármacos pudieran ser investigados en forma seria. Pero ahora hay un interés creciente”.
Para Pablo Richly, psiquiatra y director del Centro de Salud Cerebral de Quilmes, "todo tratamiento con evidencia científica que lo respalde es una buena noticia y los prejuicios respecto las drogas utilizadas no deberían ser un obstáculo. El problema siempre es cuan clara y rigurosa es la evidencia".
El físico Enzo Tagliazucchi, que investiga en psicodélicos en nuestro país, también llamó a no alentar un optimismo exagerado. “La forma en que construimos el conocimiento científico y otorgamos validez a los resultados que obtenemos no es la misma hoy que hace seis décadas -explicó-. En la actualidad, se realizan ensayos clínicos controlados por placebo y hay que completar las distintas fases (1, 2 y 3). Esos procedimientos no estaban tan establecidos en aquel entonces. En ese tiempo se utilizaron psicotrópicos, pero no se aprovechó la oportunidad para verificar si funcionaban con análisis rigurosos para dilucidar si se puede concluir que el efecto de las drogas psicodélicas es mejor que el de un placebo y el de otras herramientas que ya existen”.
De hecho, Tagliazucchi disiente con la idea de que las enfermedades psiquiátricas más conocidas derivan de un desequilibrio químico en ciertos neurotransmisores. “Los fármacos que tenemos hoy intentan recuperar ese balance químico –subraya–. Pero no hay evidencia clara de que ese desequilibro exista y las drogas que intentan corregirlo tienen una eficacia muy baja. Aunque hay ramas de la medicina en las que ese enfoque reduccionista sí es útil, el cerebro tiene propiedades, características que hacen muy difícil abordarlo desde esa visión”.
Por su parte Cetkovich Bakmas también aconseja prudencia, pero está a favor de que se continúe con los estudios. “Evidentemente, con la ketamina se abrió una puerta a todo lo que sea la modulación de los receptores NMDA (moléculas presentes en las sinapsis neuronales, y que juegan un rol importante en el aprendizaje y la memoria) y cierto tipo de fármacos –afirma–. Hay una pequeña evidencia a favor de que las intervenciones con alucinógenos como la psilocibina o incluso la N,N-dimetiltriptamina (DMT o N,N-DMT), son dos intervenciones promisorias. Lo bueno de esta oportunidad es que los investigadores decidieron evitar el error que se cometió en la década del 60, donde algunos vieron esta evidencia, pero el fármaco no fue estudiado en forma prolija y eso favoreció que quedara la prohibición de las drogas alucinógenas. Pero sí, hay diversos ensayos corriendo (de hecho, nosotros estamos pensando en la posibilidad de hacer algo) y en la medida en que se estudien seriamente, creemos que vale la pena. Porque allí hay algo y debe ser analizado en el marco científico más serio. Estamos a favor de que se lo estudie rigurosamente, siguiendo los protocolos de cualquier investigación de un neurofármaco: estudios controlados bajo condiciones estrictas, doble ciego contra placebo, respetando las normas y los derechos de los pacientes”.
Es decir, optimismo, pero con moderación.