Aunque solemos definirnos como seres “racionales”, nada más lejos de la verdad. Estamos fuertemente dominados por la emoción y la corporalidad, del mismo modo en que nuestra comunicación no se da solo a través de palabras, sino también de miradas, inflexiones de la voz y actitudes físicas. Lo sabemos por intuición, pero también lo sugieren estudios científicos. En estos días se publicó en Nature Human Behaviour una revisión de investigaciones realizadas en casi 13.000 personas de distintas edades cuyos autores plantean que las caricias, los masajes, en suma, la relación cuerpo a cuerpo puede reducir marcadores de stress en la sangre, mejorar el ánimo de pacientes con cáncer, aumentar la sensación de bienestar y hasta disminuir el dolor. En bebés prematuros, hace años se sabe que el contacto piel a piel con la madre o el padre tiene efectos notables en su desarrollo.
El mismo análisis reveló otros patrones llamativos. Por ejemplo, que durante la pandemia encontraron correlaciones entre aislamiento, depresión y ansiedad. Y que los sudamericanos parecemos ser más sensibles al contacto físico que norteamericanos y europeos.
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Pero en esta civilización mediada por pantallas, los abrazos, los apretones de manos, las caricias o el cruce de miradas son cada vez más escasos. El fenómeno fue ganando intensidad en la última década y media con la proliferación de teléfonos celulares y redes sociales, y parece estar afectando no solo nuestra la salud mental individual, sino también nuestro comportamiento colectivo. Aunque estas conductas son difíciles de estudiar (los experimentos se realizan mayormente en el mundo angloparlante), psicólogos y neurocientíficos fruncen el ceño ante lo que consideran un proceso “alarmante” caracterizado por aumento de trastornos mentales, y hasta de suicidios en adolescentes y jóvenes.
Tal vez una de las figuras más renombradas detrás de esta hipótesis es el psicólogo social Jonathan Haidt, que está protagonizando un fenómeno de ventas con su libro La generación ansiosa. Por qué las redes sociales están causando una epidemia de enfermedades (Deusto 2024). Haidt desató una acalorada controversia entre los que creen que las pantallas están prácticamente socavando las bases de nuestra civilización y haciendo que nuestros hijos tengan “infancias más sedentarias, solitarias, virtuales e incompatible con un desarrollo humano saludable”, y los que sostienen que cada época tiene sus propios temores frente a las novedades tecnológicas, como ocurrió con los trenes a vapor, la TV o la radio. Es más, la profesora Candice Odgers, de la Universidad de California en Irvine, Estados Unidos, publicó en Nature una refutación a sus argumentos (https://www.nature.com/articles/d41586-024-00902-2) en la que lo acusa de confundir causa con asociación y de promover “una histeria sin fundamento”.
En todo caso, es innegable que estas tecnologías no son inocuas, especialmente por su cualidad de convertirse en tan adictivas como una droga química… o más. “Es un problema gravísimo; no tengo idea de si hay solución o si va a empeorar”, confiesa Andrea Goldin, investigadora del Conicet en la Universidad Torcuato Di Tella.
Por empezar, está fuera de discusión que no es lo mismo comunicarse frente a frente o a través de una pantalla. Para mencionar solo un ejemplo, a principios de este siglo un estudio ya clásico mostró que la eficiencia en el reconocimiento de sonidos de una lengua extranjera (en ese caso, el chino) en bebés de 12 meses o menos aumentaba significativamente cuando había exposición a esa lengua en tiempo real, de forma sincrónica con una persona en comparación con una presentación en video. “Eso dio pie a una hipótesis llamada Social Gating que se refería a que el intercambio social era la puerta de entrada al lenguaje –explica el neurolingüista Adolfo García, investigador de la Universidad de San Andrés, donde dirige el Centro de Neurociencias Cognitivas–. Esto tiene alguna implicancia para entender nuestra dinámica con las redes sociales. Hay visiones simplistas de la adquisición del lenguaje que consideran que todo depende de la cantidad de tiempo y ejercitación a los que uno se expone. Y si eso fuera verdad, sería suficiente con dejar a un chico ‘clavado’ diez horas frente a un televisor, una computadora o un celular, viendo videos en la lengua que a uno le interesa que adquiera. Sin embargo, no es así. Hay algo de la interacción física en tiempo real que está ausente en esa lógica de espectador a la que nos someten las redes sociales”.
Pero además, hay estudios que mostraron que el tiempo de exposición a pantallas multidispositivo (computadora, televisor, laptop, tablet, celulares) en la primera infancia correlaciona de modo significativo con la falta de integridad de circuitos cerebrales que son cruciales para el desarrollo de habilidades lingüísticas y otras funciones cognitivas predictoras del desempeño escolar. “Lo indica un paper que se publicó en JAMA Pediatrics hace ya algunos años –agrega García, que también es Atlantic Fellow del Global Brain Health Institute (GBH) de la Universidad de California en San Francisco–. Es muy fuerte ver que hay una relación entre el tiempo dedicado a las pantallas y aspectos estructurales del cerebro que tienen consecuencias funcionales”.
La preocupación se profundiza cuando se advierte que la influencia de las redes digitales en nuestros comportamientos individuales tiene un correlato en la esfera social. Algo que no deja de sorprender es la constatación de que en Twitter/X y otras redes viralizan más los mensajes ofensivos y las fake news, que la información verdadera.
“Se trata de una manifestación en gran escala de algo que está bien caracterizado en la economía del comportamiento y en las ciencias cognitivas llamado ‘sesgo de negatividad’ –dice García–. Los estímulos (información lingüística, visual o de cualquier otro tipo) con ‘valencia negativa’ tienen mucho más efecto en la cognición humana que los positivos (https://www.nature.com/articles/s41562-023-01538-4?ref=fixthenews.com). Los patrones de activación cerebral en redes emocionales son más intensos para estímulos negativos que positivos. Las modulaciones viscerales, electrodérmicas, aumentos y variación de la tasa cardíaca, dilatación de las pupilas... son todos mucho más marcados ante emociones negativas que positivas. Y eso que se da en el nivel individual se reproduce en estos grandes experimentos naturales que se pueden hacer analizando métricas de redes sociales. Propendemos como sociedad mucho más y ponemos más atención a lo negativo que a lo positivo”.
Desde el punto de vista evolutivo esto podría explicarse porque el individuo tiene que ser naturalmente más receptivo a señales que puedan suponer una amenaza para su integridad o su supervivencia. Si se piensa desde lo cultural, podría deberse a una propensión desarrollada con el paso del tiempo a prestar atención a las cosas que escapan a la norma.
A veces, por supuesto, esta tendencia es aprovechada por industrias, gobiernos y partidos políticos que desarrollan toda una ingeniería con el fin de capitalizarla para sus propios intereses. “Hay estudios que muestran cómo la proporción de mensajes en redes sociales a favor de tal o cual candidato modulan la intención de voto e incluso predicen resultados electorales –comenta el científico–. Se pueden diseñar mensajes para producir ciertas reacciones sociales. Un ejemplo muy típico y concreto de que esto funciona son los algoritmos que establecen el orden en el que aparecen las sugerencias en las plataformas de streaming, como Netflix, Hulu o Amazon. Es más, la portada de las series no es la misma para todas las personas y en todo el mundo, sino que dependen del ‘perfilamiento’ que los algoritmos van haciendo de cada usuario y se van ajustando en función del éxito que tienen para que uno pase más tiempo enganchado a la pantalla”.
Es decir, que las conductas sociales no estarían desvinculadas, sino que parecerían ser un emergente del efecto que las redes tienen en nuestro cerebro en el nivel individual. “Pensemos en esto: fueron desarrolladas para conectar gente y eso funciona porque somos seres sociales y nos gusta relacionarnos con otras personas –reflexiona Goldin–. Nuestra conducta de ayudar al grupo, a la manada, son reforzadas dentro de nuestro cerebro. Desde el punto de vista evolutivo, es un rasgo positivo porque permite disminuir las chances de que nos coman, y aumentar las chances de aparearse y la supervivencia de las crías”.
Una de las formas en que las redes sociales operan sobre nuestros comportamientos es a través de nuestra atención, que es de dos tipos: endógena, cuando tenemos la intención de atender a algo, y exógena, cuando nos atrae algo exterior. “Las redes se aprovechan del sistema de atención exógena, que es muy sensible y del de recompensa –comenta Goldin–. Nos gusta que nos quieran y hacemos cosas para eso. Hay numerosos experimentos en neurociencias que muestran que a veces hacemos cosas que no haríamos, pero que las hacemos para que nos quieran. También nos resulta importante saber en qué anda el resto de la manada. Nos comparamos con otros y otras todo el tiempo. Para eso, las redes son muy efectivas y nos generan una sensación de ansiedad, de que nos estamos perdiendo algo, retroalimentada por ese sistema de recompensas, por esa dopamina que nos hace sentir bien y hace que queramos más. Los algoritmos se aprovechan de estas características que fueron seleccionadas evolutivamente a lo largo de millones de años en un entorno que era distinto del actual y donde nos relacionábamos con otros seres en mucha menor cantidad y con mucha menor intensidad. En aquel ambiente estaba buenísimo cómo funciona nuestro cerebro, pero cuando tenemos a millones de personas disponibles para interactuar con nosotros…”
Y en lo que se refiere a la tan mentada “polarización”, Goldin también la vincula con adquisiciones evolutivas. “Nuestro cerebro se desarrolló viviendo en comunidades que a veces tenían que enfrentarse con otras para sobrevivir –explica–. En nuestra cultura actual eso no tiene sentido, pero los cambios tecnológicos son mucho más rápidos que los evolutivos y los culturales. Los algoritmos están preparados para favorecer la polarización, están diseñados teniendo en cuenta ese talón de Aquiles. Queremos que nos quieran y seguimos a las personas que nos dan ‘like’ y seguimos cada vez más a los que piensan como nosotros. Además, tenemos un ‘sesgo de confirmación’, no nos gusta experimentar contradicciones cognitivas; es decir, interactuar con personas que piensan diferente”.
Para Haidt, desde la llegada de las redes sociales, se volvió más difícil convivir. “La naturaleza humana es tribal, somos muy buenos para enfrentarnos, pero también para comerciar e intercambiar. (…) Desde la llegada de las redes sociales tenemos la percepción de conflicto continuo. Todos los días hay una nueva batalla, una razón más para estar enfurecido”, dijo en una entrevista con el diario La Nación durante una visita a Buenos Aires de 2019.
Sin embargo, hay quienes adjudican la agresividad y la incapacidad de tolerar disidencias a otro ingrediente de las sociedades actuales. Las pantallas que forman parte de nuestra vida casi en continuo tienen un efecto negativo en nuestra calidad de sueño. “Una de las consecuencias de la privación de sueño se manifiesta claramente sobre el estado de ánimo –afirma el cronobiólogo e investigador del Conicet Diego Golombek–. Estamos malhumorados, ‘chinchudos’ y tenemos peores relaciones interpersonales. Eso está más que demostrado. Con Joaquín Navajas, de la Universidad Torcuato Di Tella, tenemos la hipótesis de que la privación crónica del sueño que nos afecta en la Argentina, como en muchos otros países, tiene que ver con esta incapacidad de diálogo, de buscar soluciones en conjunto, lo que comúnmente se llama en nuestro país ‘la grieta’. En este momento, lo estamos investigando con estudios de privación de sueño y cuestionarios específicos de polarización ideológica y afectiva. No tenemos todavía resultados, pero confiamos bastante en que pueden estar vinculados. El sueño tiene que ver con el estado de ánimo, con la toma de decisiones, con el desempeño. Esto va más allá de la pantalla, cuya luz azul afecta el reloj biológico. La adicción a las pantallas tiene otro componente, que es el stress. El enemigo público número uno del sueño es la ansiedad, el stress, y las redes, con el bombardeo permanente de información y desinformación, son un agente estresante; es decir, que tienen un efecto que se suma a la privación de sueño”.
De hecho, estudios en adolescentes y adultos jóvenes muestran que disminuir el uso de las redes durante uno a cuatro meses mejora la respuesta inmunitaria, favorece la actividad física, disminuye la ansiedad, la sensación de soledad y los síntomas depresivos, y genera una mejor regulación de la atención.
Agustín Ibañez, neurocientífico argentino que reside en Irlanda, dirige el Instituto Latinoamericano de Salud Cerebral de la Universidad Adolfo Ibáñez, de Chile, y es líder del grupo de Predictive Brain Health Modeling [algo así como “Modelado Predictivo de Salud Cerebral”] del Global Brain Health Institute (GBHI, Instituto Global de Salud Cerebral), lo resume de esta manera: “Los estudios de impacto de las redes sociales en la estructura y función cerebral son bastante indirectos, pero muestran efectos en la cognición, principalmente en áreas asociadas con la atención, la regulación emocional y la toma de decisiones. Hay medidas fisiológicas como el ritmo cardíaco, los niveles de cortisol en la sangre y otras asociadas con el stress que [se alteran por su uso intenso]. También se mostró que la activación de circuitos de recompensa dopaminérgicos [de la dopamina, neurotransmisor que participa en la regulación de funciones como la conducta motora, la emotividad y la afectividad] es muy fuerte e inmediata cuando hay interacción en redes sociales, lo cual lleva a usos más compulsivos y con mecanismos adictivos. También hay evidencia de reducción de la capacidad de memoria y de alteración de los ciclos del sueño. Eso puede disminuir la calidad de las interacciones cara a cara, y tiene una fuerte asociación con ansiedad y depresión”.
De acuerdo con Ibañez, el uso intenso de redes sociales “refuerza las creencias más radicales y contribuye a una mayor difusión de las fake news, porque son más novedosas, causan más sorpresa”.
En un escenario en el que jóvenes de entre 15 y 30 años consultan su celular aproximadamente una vez cada diez minutos, y personas adultas pasan alrededor de 40 horas semanales online, ¿deberían las redes sociales ser reguladas?
Para Ibañez, sin dejar de destacar el rol esencial que cumplen en la promoción de compromiso social, en ayudar a crear una especie de comunidad virtual que también es importante para la salud cerebral, dado que no estamos habituados a estas interacciones en gran escala, necesitamos una “profilaxis” de las redes sociales, porque “en general, los efectos son más negativos que positivos. Un punto importante es que la inteligencia artificial de las redes sociales todavía es bastante ‘tonta’, antigua. La tecnología de la inteligencia artificial generativa todavía no está siendo utilizada de forma masiva en ese ámbito. Pero esto probablemente cambie muy pronto, y el potencial impacto amplificatorio, tanto positivo como negativo, de las redes sociales crecerá exponencialmente. Por eso, me parece que es crucial con una especie de educación digital, en las escuelas, en los trabajos, en todos los contextos”.
Para Haidt, una medida que habría que tomar es que las plataformas encuentren maneras de verificar identidades. Sin llegar a la exigencia de tener que usar nombres reales, pero que las plataformas solo otorguen cuentas a personas que pueden ser verificadas como tales. Eso reduciría la cantidad de amenazas, racismo y comentarios hostiles. Y que la violencia ejercida en redes sociales tenga consecuencias. También considera saludable que no se puedan tener cuentas en redes sociales a menores de 14 o 15 años.
Incluso Odgers admite que, aunque para ella no hay evidencia de que usar estas plataformas esté reformando los circuitos del cerebro infantil ni promoviendo una epidemia de enfermedades mentales, dada la cantidad de tiempo que los jóvenes (y muchos adultos) invierten en ellas, hay que introducir regulaciones, incluyendo políticas de moderación de los contenidos o verificación de la identidad. Para la científica, otras, como un límite mínimo de edad y la prohibición de dispositivos móviles [en entornos escolares] seguramente no serán efectivas o, peor, podrían ser un boomerang, dado lo que sabemos del comportamiento adolescente, pero es imperioso seguir estudiándolas.
Para interesados en acceder a la evidencia existente sobre la influencia de redes sociales en la salud mental, Jonathan Haidt y sus colegas Jean Twenge, de la Univeresidad de San Diego, y Zach Rausch, de la Universidad de Nueva York, tienen una revisión en marcha de acceso abierto en tinyurl.com/SocialMediaMentalHealthReview