Los procesos históricos son complejos y rehuyen de explicaciones lineales pero algunos acontecimientos dejan un mojón reconocible que permite poner en perspectiva, desde un determinado punto fijo, ciertos fenómenos. En ese sentido, a la deriva de empoderamiento de la extrema derecha y erosión democrática que estamos viviendo se la puede rastrear, hacia atrás, hasta una fecha clave: el triunfo de Donald Trump en las elecciones de Estados Unidos en 2016.
Esa noche no fue el comienzo de nada pero sí el momento en que salió a la superficie un descontento profundo con el estado de las cosas, incubado durante un cuarto de siglo largo de políticas neoliberales y magnificado por la forma en la que se saldó la crisis financiera de 2008 y 2009. La ilusión obamista de que el capitalismo salvaje podía tener un rostro humano estalló en mil pedazos. Y lo que quedó en ese lugar es esto que estamos viviendo ahora.
Como señala el historiador italiano Steven Forti en su libro Extrema Derecha 2.0, no es casual que fue en 2016 que el diccionario de Oxford, autoridad en la lengua inglesa, eligió “post-truth” (“posverdad”) como palabra del año. Según la definición que le dieron, se trata de las “circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de opinión pública que las referencias a emociones y a creencias personales”. Cualquier semejanza con la realidad, etc.
Es importante entender, señala Forti, que la posverdad no se construye solamente con noticias falsas o fake news sino que se trata de un relativismo insidioso que cuestiona cualquier autoridad dotada de la capacidad de validar una versión de las cosas por sobre otras, en todos los ámbitos. Eso implica la destrucción de un mínimo común acuerdo sobre la realidad en la que estamos viviendo, como puede observarse en el boom de la ciencia falsa, los terraplanistas y los antivacunas.
Esa ruptura de los marcos de referencia que nos permiten coexistir en una sociedad mínimamente funcional también se atarea con una grotesca reescritura de la historia. Esta semana pudimos ser testigos. Primero Javier Milei, y tras él un scrum de funcionarios, políticos que pasaron hace mucho su mejor momento, agentes de inteligencia, influencers y comunicadores (no son categorías excluyentes), quisieron instalar la idea de que Fernando De La Rúa fue víctima de un golpe de Estado.
Esa versión de los hechos no es nueva pero nunca había levantado vuelo por el pequeño detalle de que es notoriamente falsa. Algunos periodistas que ahora abonan acaloradamente la teoría del golpe pedían la renuncia de De La Rúa en vivo por tevé la noche del 19 de diciembre de 2001. Lo pueden encontrar fácilmente en youtube. Si hubo un golpe, ellos mismos son cómplices. Pero no lo hubo. Fue el trágico y solitario final de un pésimo presidente y de una época terrible para el país.
Como colateral de estos retoques a la historia queda una lavada de cara a los protagonistas de aquel gobierno fallido que hoy están en la primera línea de la tropa de Milei. Patricia Bullrich salió en los medios a abonar la teoría del golpe, quizás para no tener que explicar los papelones cotidianos de sus fuerzas en la dizque lucha contra el narcotráfico. Federico Sturzenegger no dijo nada: está ocupado confeccionando una lista con más de diez mil despidos para fin de año.
La versión también le sirve al gobierno para volver a pararse frente al radicalismo y el peronismo, los dos enemigos que eligió para esta etapa, a quienes les cuelga el cartel de golpistas. Es una retórica reiterada (se ejecuta cada vez que hay una marcha crítica o una votación contraria al oficialismo en el Congreso, por ejemplo) que se utiliza para habilitar niveles extraordinarios de represión a la disidencia política en nombre de la estabilidad de las instituciones.
Pero el objetivo principal de estas operaciones es seguir retroalimentando el circuito de posverdad, que se ha convertido en una pieza clave, sino la más importante, de la estrategia que ha vuelto tan exitosas las propuestas de extrema derecha a partir de 2016. Fragmentación, relativismo y confusión. En una sociedad que no concibe, porque le quedó muy lejos, la idea de bien común, se debilitan las barreras que construyeron varias generaciones para frenar el regreso del fascismo.
Ocho años después de aquella noche que Trump ganó y se torció el rumbo de la historia, el magnate tiene por delante su tercera elección presidencial (es el primero desde Richard Nixon en llegar a tres). En el medio sufrió una ajustada derrota contra Joe Biden, que todavía no reconoció, y promovió un golpe de Estado fallido, que culminó con la toma del Capitolio. A pesar de eso, pudo superar todos los obstáculos judiciales para ser nuevamente candidato.
Existe temor de que las elecciones que se van a celebrar el martes signifiquen un nuevo punto de quiebre. Si gana, Trump promete profundizar su deriva autocrática, alentada por los megamillonarios que lo rodean, como Elon Musk, protagonista del tramo final de la campaña y dueño de la red social X, el foro más importante donde se exhiben y exponen todos los candidatos. La elección se celebra bajo el supuesto tácito de que Musk no hace nada indebido para beneficiar a su candidato. Jeje.
Si pierde es posible que veamos un nuevo intento de desconocer el resultado electoral, como en 2020 o en las últimas elecciones presidenciales de Brasil. Sólo que esta vez los golpistas van a estar más organizados y cuentan con el respaldo de una Corte Suprema alineada. El escenario se volvería particularmente inestable, sin antecedentes en la historia norteamericana. En cualquiera de los dos casos las líneas que delimitan la democracia van a borronearse.
Musk es algo más que un apoyo a la candidatura de Trump. Es uno de sus principales impulsores y de sus más públicos defensores. El dueño de Tesla especuló públicamente, además, con asumir un rol en el futuro gobierno republicano. Estaría a cargo de un futuro Departamento de Eficiencia del Gobierno (DOGE, por su acrónimo en inglés, el mismo nombre del perrito que protagoniza muchos memes y es la cara de una criptomoneda).
Es un eufemismo para proponer una reforma institucional que implica el vaciamiento de áreas completas del Estado y la expulsión de decenas de miles de empleados públicos que serían reemplazados por funcionarios afines o dejarían su lugar vacío. El plan está inspirado directamente en las ideas de Curtis Yarvin, el más influyente intelectual de la ultraderecha de Silicon Valley, que llama a despedir a todos los trabajadores públicos y reemplazar la burocracia estatal por un líder monárquico.
El ajuste de Musk encuentra su eco en algunos episodios del gobierno de Milei, desde la épica decadente que intenta ponerle Sturzenegger a su gris tarea de demolición metódica del Estado, los exabruptos imperiales de Santiago Caputo a través de sus múltiples cuentas anónimas en X o el anuncio de una purga de corte explícitamente fascista en el ministerio de Relaciones Exteriores, con el fin de detectar a quienes impulsen “agendas enemigas de la libertad”.
Esta afinidad fue explicitada por el influencer de ultraderecha y asiduo visitante de la SIDE Daniel Parisini, el Gordo Dan. “Tenés en el Estado sobrevivientes del kirchnerismo, del macrismo, del radicalismo, de administraciones anteriores que literalmente son comunistas que siguen laburando. Es gente que no se ha logrado barrer o echar para poner a los propios. Hay que poner a los propios. Los propios a veces es un amigo, un conocido”, dijo esta semana en su programa de stream.
En un segundo plano, con menos exposición que Musk, acompaña esta aventura de Trump Peter Thiel, otro megamillonario californiano con ideas muy particulares sobre la gobernanza. En un ensayo de 2009 escribió que ya no cree que “la libertad y la democracia sean compatibles” porque estamos “en una carrera mortal entre la política y la tecnología” que puede volver al futuro “mucho peor o mucho mejor”. Donde dice tecnología debe leerse capital. Sacando ese detalle, no le falta razón.
En julio de este año contamos en El Destape que Thiel visitó a Milei dos veces en la Casa Rosada, en febrero y en mayo. La primera no dejó registro en la planilla de audiencias. Esta semana en una exclusiva conferencia en Miami, a la que no se puede acceder con cámaras ni con grabadoras, el megamillonario dio su opinión sobre la Argentina y sobre su presidente, según reportó desde el lugar de los hechos el periodista Andrés Fidanza.
“Hay muchos que son pesimistas sobre Argentina porque es un país que lleva 100 años de decadencia. En 1920 era un país muy rico. La pregunta es: ¿por qué nos interesa tanto lo que pasa en Argentina? Y la respuesta es que Argentina podría ser el futuro de Europa y de Estados Unidos. Un gobierno corrupto y enorme, ese peronismo con demasiados sectores ineficientes y corruptos y semi socialistas en educación y en salud”, dijo Thiel.
“De alguna forma eso funcionó políticamente y ganaron elecciones por décadas, y le costó mucho a la sociedad desarmarlo. Siento que Argentina es una versión extrema de lo que está pasando lentamente en muchos de los países desarrollados. Sería muy bueno que a la Argentina le vaya bien y que acá no tengamos que pasar por los 100 años de declive argentino antes de tener nuestro propio Milei”, agregó el fundador de Pay Pal, que no suele hablar en público, ante no más de 250 personas.
Thiel es, entre otras cosas, el patrón del candidato a vicepresidente de la tira republicana, J.D. Vance. Le dio al senador por Ohio su primer trabajo importante, donde comenzó a hacer fortuna. Luego financió su primera aventura empresarial y le dio los contactos necesarios para hacerla crecer. Cuando Vance quiso dar el salto a la política, Thiel pagó por su campaña. Fue la más onerosa en la historia del senado de los Estados Unidos. Se puede decir que le debe la vida sin exagerar.
La sintonía entre Milei y los plutócratas de Silicon Valley es tan explícita como el desprecio por la democracia que comparten. Lo que no es tan claro son las implicancias y ramificaciones que eso puede tener para la Argentina a partir de las elecciones de este martes si Trump gana, si Vance queda primero en la línea de sucesión de un hombre de 78 años sin posibilidad de reelección, si Musk y Thiel, y otros que impulsan esa agenda se ubican tan cerca del Salón Oval.
Aquí Milei seguirá gobernando con un Congreso virtualmente estéril, que no tiene como rechazar sus vetos, utilizando las herramientas excepcionales que le otorgan el DNU 70/23 y la ley de Bases, sin ley de presupuesto que le ponga límites a la asignación discrecional de recursos y con una Corte Suprema paralizada a partir de fin de año. La mayoría de los mecanismos de control republicano que establecen la Constitución y las leyes no funcionan o no pueden ponerle un límite.
Durante muchos años se estudió el deterioro de los procesos democráticos en el siglo XXI. La mayoría de los análisis coinciden en que el paso de un régimen democrático a uno que no lo es ya no sucede, casi nunca, con golpes de Estado clásicos, sino que se trata de líderes que llegan al poder mediante el voto y utilizan las herramientas institucionales que tienen a mano para ir socavando la democracia gradualmente. Como un topo infiltrado en las filas enemigas, digamos.
Las nuevas camadas de la ultraderecha comprenden cabalmente el juego. Funcionan como un virus informático o una enfermedad autoinmune: ponen al sistema a trabajar en su autodestrucción. Las obras que se escribieron hace unos años para advertir sobre los peligros de una deriva autocrática se leen ahora como un manual de instrucciones. Y llegan, casi todas, a la misma conclusión: cuando el daño a la democracia se vuelve evidente suele ser demasiado tarde.