La palabra demagogia es una de las que circula de modo más amplio en nuestro vocabulario político. Su origen es la Grecia antigua y fue Aristóteles quien la empleó en su clasificación de los sistemas políticos para designar la deformación de la democracia caracterizada por la manipulación de las masas por el poder político. En palabras contemporáneas significaría “una práctica política que se apoya en el sostén de las masas favoreciendo y estimulando sus aspiraciones irracionales y elementales y desviándolas de la real y consciente participación activa en la vida política” (Giampaolo Zucchini la define así en la voz “Demagogia” del Diccionario Político, libro de cabecera de la politología). Lo más notable de esta definición es que no se interna en la cuestión de quién y cómo realiza el milagro de distinguir entre aspiraciones racionales e irracionales y entre una “sana” participación y la movilización “demagógica”. Pero lo que está claro es que la definición que el mainstream hace de la palabra tiene una clave: es la acción de las masas.
En nuestro país el término tuvo su apogeo en la escuela después del derrocamiento de Perón. El catecismo educativo lo esgrimió para sostener la legitimidad de ese derrocamiento y de la represión desatada contra el presidente y su partido (hace pocos días se han cumplido 66 años de la masacre más grande de nuestra historia desatada en la Plaza de Mayo para terminar con la “demagogia”. Con ese nombre se caracterizaron el estatuto del peón, el derecho al aguinaldo anual y las vacaciones, el voto femenino y hasta el desarrollo de nuestra industria nacional. Mediante ese recurso fue como se construyó un movimiento popular mayoritario, cuya vigencia actual es innegable.
La sutileza de la palabreja consiste en su capacidad de identificar la satisfacción de reivindicaciones populares con la mentira. González Fraga hizo una admirable síntesis conceptual cuando dijo que la “mentira kirchnerista” hizo creer a los “simples empleados” que tenían derecho a una serie de consumos que naturalmente no están contemplados en esa “real y consciente participación activa en la vida política” a que hace referencia la definición antedicha. De modo que para que el uso de la palabra demagogia pudiera tener algún sentido habría que separarla y diferenciarla de las políticas sociales a favor de la igualdad.
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Por ejemplo, sería interesante el ejercicio escolar de comparar lo que dijo Macri en el debate con Scioli con lo que hizo su gobierno. Dijo que su gobierno no sería de ajuste sino de desarrollo. Que se mantendrían las mejoras conseguidas durante los gobiernos kirchneristas. Y que los que hacían demagogia denunciando sus supuestas mentiras eran (o merecían ser) “panelistas de 6,7,8”. Si la demagogia es la mentira política, ése fue un caso paradigmático.
Pero el uso de las palabras en política no es inocente. No es la pureza académica lo que explica qué es hoy la demagogia, para qué se usa hoy esa palabra. Demagogos son los Kirchner, los Chávez, los Evo, los Castillo. De ningún modo los Macri, los Vargas Llosa, los Fujimori, los Duque o los Piñera. Se podrá objetar que esa es la mirada de una parte de nuestras sociedades y que éstas están visiblemente divididas en términos de interpretación política. Es cierto. Pero también es cierta la abrumadora concentración del dominio sobre la palabra. También es cierto que, a cualquier hora del día, lxs ciudadanxs de nuestras democracias de mercado viven intoxicados por una interpretación del mundo. No hace ninguna falta para eso que consuman programas políticos o de “información general”: encontrarán esa interpretación en almuerzos, programas “para la mujer”, comentarios deportivos y -no en último lugar de importancia- en la publicidad.
La hegemonía en la interpretación de las palabras tiene también un status colonial. ¿Quiénes son hoy los demagogos, los tiranos que engañan a sus pueblos satisfaciendo sus demandas para perpetuar un poder tiránico y opresivo? Claramente son aquellos que figuran en una lista negra que crea y manipula el departamento de estado de Estados Unidos. Pruebe el lector a revisar el mapamundi imperial de la política actual y encontrar un solo caso de gobierno nacional que enfrente las políticas de ese país y no sea presentado como un demagogo por todos y cada uno de los eslabones de la cadena mediática. O de algún gobernante amigo del imperio cuya política sea tachada de persecutoria, dictatorial y bárbara. ¿Será que todos los amigos de Estados Unidos son probos y censurables sus enemigos? Ya no son demagógicos solamente los gobernantes, sino también las vacunas rusas, los médicos cubanos, los epidemiólogos chinos.
Toda palabra política tiene el propósito de reducir la complejidad, de crear marcos generales de comprensión de la realidad que tienden al “partido”. No hay partidos santos y partidos pecadores. Lo que hay son intereses en pugna. Y la palabra política tiene su sentido principal en la identificación de esos intereses. Siempre, por eso, la palabra política está amenazada por la simplificación extrema y por la tendencia a subrayar algunos aspectos de la realidad y dejar otros en la penumbra. Pero si algo pretende llamarse democrático, tendría que renunciar a la mentira, a la operación política que usa el poder en contra de sus adversarios, a la conversión directa del poder económico en poder político e ideológico. Si la cruzada contra la demagogia asumiera ese programa -de inciertas posibilidades de éxito pleno y ninguna de logro inmediato-, la palabra empezaría a tener algún sentido.