El regreso de Mauricio Macri a la escena pública fue grabado una semana antes, por eso no corresponde interpretarlo, literalmente, como una respuesta a la maniobra que el sector más prominente de su generalato ejecutó para desplazarlo de la conducción del PRO, el partido que el expresidente había creado quince años antes como herramienta electoral de sus ambiciones personalísimas. Macri, sin embargo, se encargó de trazar una línea que lo separa del jefe del motín, Horacio Rodríguez Larreta: de este lado, los que polarizan con el gobierno, del otro los que colaboran.
Sin mencionarlo, atacó la gestión que está realizando al frente del gobierno porteño, de manera coordinada con la provincia de Buenos Aires y la Nación. La pandemia, expuso Macri, con subtítulos en inglés, es sólo una excusa para “avanzar sobre las libertades” y “afectar la libertad de expresión, el funcionamiento de la justicia y la propiedad privada”. El gobierno de Alberto Fernández, que hace pocos meses lo derrotó en las urnas por un margen notorio, es, en tanto, “un autoritarismo soft que, si no se lo toma seriamente, puede devenir en una dictadura como la de Venezuela”.
La caracterización se tornó más problemática minutos más tarde, cuando su interlocutor, el hijo que no heredó el talento de Mario Vargas Llosa, le preguntó específicamente por la situación en ese país. “No se puede convivir con ningún intento de afectar nuestras libertades. Tenemos que seguir manteniendo la presión hasta que en el ejército venezolano surja una decisión de terminar con este proceso”, respondió Macri, pidiendo de manera explícita un golpe de Estado. Alvarito no repreguntó. La entrevista siguió por otros carriles. Nadie se escandalizó demasiado.
Nadie, tampoco, pareció reparar en la amenaza apenas velada a la institucionalidad argentina que cargaban esas palabras, en términos que ningún jefe de Estado, en funciones o con su mandato cumplido, había estado ni cerca de utilizar desde 1983 a esta parte. El razonamiento es tan sencillo que no hay motivos para creer que no se le pudo ocurrir sin ayuda. 1) El gobierno de “avanza sobre libertades”. 2) “No se puede convivir con ningún intento de afectar libertades”. 3) Hay que ejercer “presión” hasta que un actor clave tome la “decisión de terminar” con el proceso político. Una los puntos para revelar una figura.
La construcción de ese escenario, que pone en riesgo el consenso democrático construído en los últimos 37 años, también explica los dos comunicados que había emitido durante dos fines de semana consecutivos la coalición opositora, ambos con origen en la oficina del expresidente. El primero, para protegerse ante los avances de las múltiples investigaciones de espionaje durante su gobierno, denuncia “una serie de atropellos institucionales” por parte del oficialismo. Salió con varias correcciones, sin el nombre de Macri y la recolección de firmas resultó trabajosa, pero salió.
El segundo, una semana más tarde, señalando el asesinato de Fabián Gutiérrez como “un crimen de gravedad institucional”, fue publicado con la rúbrica de los presidentes de los tres partidos de Juntos por el Cambio cuando el debate aún no había sido saldado, motivo por el cual lo repudiaron dirigentes como Nicolás Massot, Mario Negri, Rogelio Frigerio y Federico Pinedo. Además, fue la señal de largada para el motín que encabezaron Rodríguez Larreta junto a María Eugenia Vidal, Cristian Ritondo y Diego Santilli para forzar una renovación de liderazgos dentro del PRO.
Rodeado, Macri accedió a conformar una mesa directiva que limite la discrecionalidad con la que hasta ahora manejaba los asuntos partidarios a través de Patricia Bullrich. A cambio, pudo resguardar para sí cinco de los nueve asientos que tendrá la conducción, y sostener en la cima de esa estructura a la exministra de Seguridad. Desde el sector rebelde le restan importancia a la aritmética y aseguran que se trata de una forma para garantizar la búsqueda de consensos, no para definir problemas levantando la mano. Pese a todo, incluyeron una cláusula que prevé la necesidad de dos tercios para decisiones por mayoría. No sea cosa.
“La idea era marcar un límite”, resumen en cuarteles porteños, donde ya no responden al apelativo de macristas, y buscan una palabra que pese menos en los focus group. Algo se rompió. Si bien el detonante del conflicto fue el comunicado inconsulto, los problemas son anteriores y más profundos. Las aspiraciones de una generación de dirigentes que creció a la sombra de Macri y ahora considera que es su turno chocan con la negativa del viejo líder de dar un paso al costado ante lo que considera una traición. Las noticias sobre el espionaje también impactaron en la confianza y hacen más difícil reconstruir el diálogo.
Resulta curioso: los dos sectores miran la trayectoria de Cristina Fernández de Kirchner durante sus cuatro años como opositora, buscando claves que enseñen el camino para reconstruir o reencarrilar un proyecto político, pero cada uno saca conclusiones diferentes. Los rebeldes ponen atención en la forma en la que la vicepresidenta supo construir una mayoría acercándose a dirigentes y sectores de centro, incluso aquellos que durante una década la criticaron y se pararon en las antípodas, como Sergio Massa o el propio Alberto Fernández. Creen que el éxito de la disputa electoral está en convencer a los moderados.
Macri, junto a Bullrich, el titular de la UCR Alfredo Cornejo y un puñado de dirigentes leales, en cambio, mira cómo CFK consolidó un núcleo de apoyo a partir de una postura de oposición intransigente para proyectarse como referente ineludible de cualquier propuesta alternativa, y desde ese lugar encolumnar al resto de los sectores críticos en su proyecto. Lo que ninguno de los dos espacios pudo hasta ahora comprender es que se trata de dos brazos de la misma pinza, que uno sin el otro carece de utilidad y que ejecutar ambos en simultáneo requiere de una pericia que, hasta ahora, no han demostrado.
La intervención del PRO por parte de dirigentes del PRO dio sus primeros frutos el jueves 9 de julio, cuando se emitió un tercer comunicado, lamentando las agresiones a trabajadores de prensa durante la marcha “pacífica y respetuosa, en un clima de alegría y espíritu democrático” de esa tarde. Por consenso o mayoría de dos tercios, en ese documento se vio la mano de la nueva gerencia, aunque esta vez, no tuvo firmas. Se entiende: hubiera resultado difícil explicar por qué Rodríguez Larreta o Santilli celebraban una manifestación que rompía el aislamiento estricto decretado por el gobierno que ellos encabezan.
Lejos de ser pacífica, respetuosa, alegre y democrática, la manifestación del jueves mostró un tono más parecido al que había usado, 24 horas antes, el expresidente, con exabruptos violentos y el ataque a los colegas de C5N, ninguneado por periodistas muy sensibles a su propia libertad de expresión que pasaron cuatro años denunciando golpismo porque alguien llevó a una marcha una silueta de un helicóptero recortada en cartón. Tampoco fue multitudinaria, más que en el relato de los medios que quisieron transformar en puebladas populares lo que apenas fue un tibio espasmo de catarsis catch all .
En rigor de verdad, no hubo ni siquiera un hilo conductor ni un motivos en común ni razones afines entre los manifestantes, que se amontonaron, sin barbijo en muchos casos, en contra de la amenaza comunista y del Nuevo Orden Mundial propulsado por los camaradas Gates y Soros, en defensa de los dueños de Vicentín y de la libertad de prensa, en contra de las vacunas y la excarcelación de Lázaro Báez, pidiendo el final de la cuarentena, justicia para Nisman o el fusilamiento de políticos y sindicalistas, como proponía un cartel pegado a la luneta de un Audi que bocineó en el Obelisco. La nueva subnormalidad.
“¡Libres!”, celebró Macri, que no tiene problema en adoptar bajo su ala a hijos y entenados mientras fuga hacia adelante, acorralado entre la interna y sus problemas judiciales. Como un cachorro de Nerón, los anima desde Los Abrojos a exponerse a la pandemia para satisfacer su proyecto político de una sola persona. El non plus ultra del valetodo que inauguró con espionaje y persecución judicial durante su presidencia y que tiene, al final del camino, la interrupción del orden constitucional. Lo sabemos porque lo dijo él mismo, en su primera entrevista en público en siete meses. Se habló encima.
Esa definición antidemocrática no puede atribuirse a grupos o figuras marginales ni hubo desde el miércoles una retractación de Macri ni un cuestionamiento público sobre sus dichos por parte de quienes se venden como moderados. Son los opositores con responsabilidad institucional, que compartieron con Alberto Fernández el acto del 9 de Julio y comprometieron su apoyo en el plan de salida de la crisis y que acompañaron cada medida de salud pública tomada por el gobierno nacional. Ninguno trazó todavía una línea que deje en claro que hay opciones que no están sobre la mesa en la Argentina.
Ninguno, tampoco levantó la voz cuando el gobierno de Cambiemos reconoció en tiempo récord el golpe institucional contra Dilma Rousseff ni cuando reconoció el golpe de Estado que derrocó y mantiene en el exilio a Evo Morales desconociendo una elección, ahora está comprobado, que fue legítima. En su última cumbre del Mercosur, en diciembre, Macri tuvo un fallido: llamó “presidenta electa” a la dictadora Jeanine Añez, que asumió de manera irregular y debía convocar a elecciones en 90 días. Este mes, una cumbre más tarde, seguía allí. Fernández se desconectó antes de que empezara a hablar.
Argentina no va camino a ser Venezuela más que en las mentes febriles del expresidente y su entorno. Existe otro riesgo: tener una derecha como la venezolana, que mucho antes de que Maduro iniciara su deriva autocrática ya boicoteaba las instituciones de la democracia e intentaba insurrecciones violentas, denunciando una dictadura que se convirtió en profecía autocumplida. Cuando dejar el poder implica la prisión política, el exilio o la muerte, no hay incentivos para la alternancia. Sería una pésima noticia para la democracia que el país entre en esa espiral. La responsabilidad de evitarlo no conoce grietas.