El DNU firmado por el presidente que restablece la condición de servicios esenciales y estratégicos de las tecnologías de la información y el conocimiento, la aprobación por el senado de la ley que produce reformas en la organización del poder judicial y la presentación en el Congreso del proyecto de “aporte solidario extraordinario” –hasta aquí conocido como “impuesto a las grandes fortunas”- constituyen el trazado de un rumbo claro por parte del gobierno nacional. Un rumbo reparador y democrático después de la destrucción operada durante los tiempos de Macri al tejido social, a la legalidad democrática y a la idea de un estado nacional.
El empleo de un decreto de necesidad y urgencia se justifica plenamente porque fue por esa vía que Macri fulminó el proyecto Argentina Digital como parte de su acuerdo estratégico con el grupo Clarín. En los otros dos casos está abierto el proceso legislativo. Y aquí es donde aparece en escena el sistemático intento de la oposición de bloquear el avance del rumbo establecido por el gobierno. Si no fuera por el enorme dispositivo mediático, orientado a justificar ese bloqueo y a alentar cualquier evento que obstruya la tarea de gobierno, la cuestión estaría en el centro de cualquier mirada sobre nuestra realidad política: estamos ante una oposición desleal, en los términos más modestamente institucionalistas de la llamada “ciencia política”.
En resumidas cuentas, el macrismo sostiene que no puede sesionar el congreso porque el protocolo para su funcionamiento ha caducado en su vigencia. Y que solamente facilitaría su renovación bajo la condición de que se traten exclusivamente los temas en los que Juntos por el Cambio esté de acuerdo con el oficialismo. Es decir, mientras haya pandemia no habrá leyes sin el acuerdo del macrismo. En apoyo de esa insólita posición política, el mundo mediático esgrime la racionalidad de los “grandes acuerdos”, es decir de que para construir “políticas de estado” debe dejar de funcionar el principio de la mayoría y ser suplantado por el consenso absoluto. Eso, dicen, es lo que significa la democracia: los amplios acuerdos, la pluralidad, el respeto por las minorías.
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Buena ocasión, por lo tanto, para discutir qué quiere decir un régimen democrático. Hace unos años, en 2014, el dirigente radical Ernesto Sanz dio su propia definición, cuando en un congreso de Idea dijo que “la regla central de la democracia es que nadie tiene la verdad total”. En realidad el pluralismo –que es a lo que aparentemente se refería Sanz- no es lo específico de la democracia: puede haber pluralismo y no haber democracia. De hecho así ocurrió en la Europa de las monarquías parlamentarias durante muchos siglos. Lo específico de la democracia es que el origen legítimo de la autoridad se remite al voto popular y que el modo de distribución del poder responde al principio de la mayoría. Electoral y mayoritaria, así es la democracia.
Para quienes además sostenemos que la democracia debe ser pluralista se abre otra discusión contemporánea: de qué debe defenderse hoy la democracia pluralista. La tradición liberal sostiene que la principal amenaza al pluralismo viene de los estados. La palabra clave aquí es el “totalitarismo”. Después de la segunda guerra y del fenómeno del nacional-socialismo y el stalinismo, la impugnación del totalitarismo fue el sentido común del pensamiento político europeo y norteamericano. Sobre la base de la obra de Hannah Arendt, ese término-nunca suficientemente definido- pasó de ser una categoría de la ciencia política a la condición de herramienta principal de Estados Unidos durante la guerra fría para la impugnación del régimen soviético. Y no se quiere afirmar con esto una posición de indiferente prescindencia respecto de las expresiones autoritarias que puedan surgir en los estados. El caso actual del gobierno de Trump en Estados Unidos es un caso paradigmático que aconseja contra esa indiferencia.
De lo que se trata es de reconocer la nueva acechanza que rodea al pluralismo en nuestra década. La amenaza principal al pluralismo tiene hoy su base en la absurda concentración de los recursos en una parte muy reducida de la sociedad. Si en el mundo en que vivimos todo es dinero, todo es mercancía y todo es éxito, ¿cómo se compatibiliza eso con el pluralismo? Viene a cuento una distinción que supo hacer el politólogo italiano Giovani Sartori: una cosa es pluralidad, otra es pluralismo. El mundo de los humanos es fatalmente “plural”, no hay manera de evitarlo aunque suprimamos todos los derechos individuales reconocidos. El pluralismo, en cambio, se restringe o virtualmente desaparece cuando sectores inmensos y en crecimiento día a día carecen de los recursos más elementales para la producción de su propia identidad, de su propia biografía. ¿Puede haber pluralismo en el contexto de la extraordinaria concentración de los recursos de la comunicación y la información? ¿No estamos todos los días viendo el espectáculo de la absorción de todos los lenguajes por el lenguaje de la publicidad?
Totalitarismo invertido llamó a estos fenómenos el politólogo estadounidense Sheldon Wolin, con la referencia de su propia patria. El antipluralismo contemporáneo no es fundamentalmente estatal sino corporativo-financiero y mediático. Es el formateo permanente de las conciencias como requisito principal de la reproducción sistemática, y ampliada cada día, de un régimen injusto y opresivo. Bajo el paraguas del pluralismo antiestatista florece hoy el racismo más histérico y violento, la xenofobia como descarga de las insatisfacciones colectivas, la reducción de los problemas de desigualdad y de pobreza a una cuestión policial. El libertarismo que hoy empuñan los manifestantes infectadores no es más que un subproducto ideológico (ciertamente repugnante) de esta deriva civilizatoria.
La lucha por una democracia pluralista es hoy inseparable de la crítica a la deriva intensamente autoritaria del capitalismo contemporáneo. El pluralismo democrático de la época es necesariamente anticolonial y antipatriarcal. Y potencialmente anticapitalista.