Trabajo, derechos y Lealtades

27 de febrero, 2021 | 19.00

Si la lealtad es un valor destacable en las relaciones interpersonales, otro tanto cabe asignarle en la vida política. La memoria, entonces, funcionará como un detector indispensable de las conductas y nos brindará la posibilidad de determinar en qué medida se corresponden con los enunciados discursivos que la invoquen.    

Bienes y valores

Es común que cuando se hace referencia a bienes o valores se asocie inmediatamente a los que dicta el Mercado, a los de naturaleza material que nos dan acceso al consumo, al atesoramiento, a ubicarnos en una determinada franja de la escala social.

La fragilidad de la existencia que se descubre en infinidad de situaciones, pero que en tiempos tan complejos como los actuales se torna más evidente, nos permite advertir que hay muchos otros, inmateriales, de mayor entidad y necesidad para el desarrollo de nuestras vidas.

El reconocimiento, vigencia y paulatina ampliación de derechos se cuentan entre estos últimos, aunque no están reñidos con aquellos otros; por el contrario, suelen ser también la vía para alcanzarlos y humanizarlos colocando a las personas en el centro de las preocupaciones sociales, otorgando a la justicia distributiva su condición de ordenador de la Economía y a ésta al servicio de la comunidad.

Los principios que guían los comportamientos colectivos e individuales, la coherencia con los mismos, la ética que practicamos y reclamamos, los sentimientos solidarios que profesamos hacia los otros o que recibimos al enfrentar dificultades, la sensibilización que provoca la injusticia, el rechazo sin ambages de privilegios, forman parte también de ese mismo acervo.

La lealtad se distingue entre los valores de que dan cuenta nuestras conductas, a la vez que pareciera constituir un bien escaso en las sociedades contemporáneas, por lo cual es importante resaltarlo allí donde se manifieste.    

Fechas que hacen historia

El 24 de febrero se cumplió un nuevo aniversario de la victoria electoral que, en 1946, llevó a Juan D. Perón por primera vez a la Presidencia de la Nación y, con ello, se consolidó una vertiente política que marcaría definitivamente el derrotero de la Argentina.

Apenas transcurrido un año, en ocasión de un acto organizado por la Confederación General del Trabajo (CGT) en el Teatro Colón, Perón proclamó “Los Derechos del Trabajador”, que luego se normatizaron mediante un Decreto del Poder Ejecutivo (N° 4865 del 7/3/1947) y posteriormente serían incorporados a la Constitución Nacional con la Reforma sancionada en 1949 (art. 37).

En aquella ocasión, manifestó: “El Presidente de la Nación Argentina haciéndose intérprete de los anhelos de justicia social que alientan los pueblos y teniendo en cuenta que los derechos derivados del trabajo, al igual que las libertades individuales, constituyen atributos naturales, inalienables e imprescriptibles de la personalidad humana, cuyo desconocimiento o agravio es causal de antagonismos, luchas y malestares sociales considera necesario y oportuno enunciarlos mediante una declaración expresa, a fin de que, en el presente y en el futuro, sirva de norma para orientar la acción de los individuos y de los poderes públicos, dirigida a elevar la cultura social, dignificar el trabajo y humanizar el capital, como la mejor forma de establecer el equilibrio entre las fuerzas concurrentes de la economía y de afianzar, en un nuevo ordenamiento jurídico, los principios que inspiran la legislación social”.

Vale la pena recordar en que consistían: derecho al trabajo, derecho a una justa distribución, derecho a la capacitación, derecho a condiciones dignas de trabajo y de vida, derecho a la salud, derecho al bienestar, derecho a la seguridad social, derecho a la protección de la familia. derecho al mejoramiento económico, derecho a la defensa de los intereses profesionales.

Sin duda en esa Declaración, como en las acciones de gobierno que le dieron sentido y efectiva concreción a sus enunciados, puede sintetizarse la clara identificación política con el peronismo de trabajadoras, trabajadores y del conjunto del Movimiento Obrero. Tanto como la lealtad a sus postulados y a quien fuera su indiscutido líder.

Recuperar la mística

Aquel primer peronismo significó para el país una verdadera Revolución, en función de los cambios que introdujo en todos los órdenes (sociales, económicos, políticos, culturales, institucionales) que implicaron profundas transformaciones que dejaron huellas imborrables en la memoria colectiva.

Ese carácter no le ha sido reconocido por ciertos sectores, imbuidos de un ideologismo de rígidas categorías, ni tampoco, por supuesto, desde los centros de poder económico que lo han denostado –y siguieron haciéndolo, hasta nuestros días- amparándose en un pretendido “republicanismo” libertario e inmaculado, que disimula espurios intereses y la defensa de privilegios inadmisibles, pero que continúa influyendo en una importante porción de la población.

La nacionalización de los recursos naturales, de los servicios públicos, del comercio exterior junto a la creación de una flota mercante y aérea, del sistema bancario y el redireccionamiento del crédito hacia el desarrollo industrial; la universalización real de los derechos electorales extendiéndolo a las mujeres, los planes sociales (de vivienda, de protección de la niñez, de la ancianidad y de la familia con especial atención a los sectores más vulnerabilizados), la ampliación de la educación pública y gratuita a los niveles terciarios y universitarios; la continua promoción de los bienes culturales y al apoyo decidido a sus más diversas expresiones.

Las referidas, son sólo una parte de las múltiples medidas adoptadas, que dieron cuenta de claros objetivos en pos de recuperar resortes fundamentales para la soberanía nacional y de un innegable sentido popular en el aprovechamiento de las bonanzas respectivas.

Esa caracterización “revolucionaria” implementada por renovados caminos institucionales, asentada en una amplia base social pero principalmente teniendo por protagonista a la clase trabajadora, es la nota distintiva del peronismo cuya recreación permanente es preciso asegurar como eje de un Movimiento nacional y emancipador que exige la presente etapa histórica.

Una reconstrucción en marcha

La encrucijada actual determinada por múltiples factores y por los enormes daños que ha generado el Neoliberalismo, no sólo en el campo económico sino en el entretejido social, imponen una profundización de políticas que rescaten esos valores fundantes del peronismo y renueven las lealtades indispensables para su consecución.

Como entonces será imprescindible priorizar a los sectores del trabajo, a sus organizaciones sindicales y sociales, para la reconstrucción de la Argentina y la recuperación de su enorme potencial para alcanzar una sociedad más justa, con mayor equidad y que fortalezca a la política como herramienta de transformación.    

Promover la participación y la movilización de quienes comulgan con esos objetivos, es decisivo. Incorporar a la gestión estatal y paraestatal a las representaciones más genuinas de esos ideales, es impostergable.

Generar nuevas instancias de diálogo posee relevancia, pero es indispensable también hacerlo en orden a los controles efectivos de los eventuales consensos alcanzados para el diseño de medidas a mediano y largo plazo, confiando su ejecución tanto en áreas de gobierno como en otras organizaciones de la sociedad civil.

Planificaciones que, a su vez, no pueden prescindir de las respuestas inmediatas que reclaman las numerosas emergencias que se han ido acumulando en los años recientes y que sus responsables insisten en bloquear en forma permanente, amparados en distorsivos mecanismos comunicacionales a los que también es preciso neutralizar procurando un cambio sustancial en la correlación de fuerzas.

El trabajo gran ordenador

Una democracia social, plural e inclusiva representa el sistema al que mayoritariamente adhieren los argentinos, en donde el trabajo comporta un elemento determinante para la construcción de ciudadanía y para el pleno ejercicio de los derechos ciudadanos.

Los que lo señalan como un bien inexorablemente escaso, en realidad son quienes se benefician de altas tasas de desocupación, se apropian indebidamente de excedentes y transferencias de ingresos que redundan en un enriquecimiento absolutamente desmesurado, frecuentemente resultante de maniobras ilegales.

Desde esas mismas posturas, esa “escasez” se utiliza para propender a la precarización del empleo, a su deslaborización apelando a amañadas formas sustitutivas dotadas de una falsa autonomía de las personas que trabajan, al deterioro del salario real especulando con el fantasma del desempleo.

Los “Derechos del Trabajador” no constituyen una mera utopía, han sido realidades concretas y en buena medida pudieron sobrevivir a los duros embates que afrontaron en más de 75 años desde su proclamación. Hoy deben continuar constituyendo una referencia permanente como base mínima hacia la ampliación de su sentido humanista, acorde con las nuevas demandas y la progresividad que les es inherente.

El trabajo es un ordenador social por excelencia, pero no cualquier tipo de trabajo sino el que es capaz de brindar dignidad y oportunidades de realización personal a quien lo desempeña. En esa dirección debería encaminarse su regulación, siendo leales a los principios que animaran su proclamación como derechos y a las luchas desplegadas para hacerlos una realidad efectiva.