La libertad espanta es síntoma y también causa del estado de disonancia cognitiva y dislocación de la lengua en que hemos naufragado quién sabe hace cuánto. La genealogía del desastre se puede remontar al menos hasta la dictadura, cuando se fundaron los modos actuales de la farandulización de la esfera pública y de la política sobre la base de monopolios mediáticos asociados, identificados y apropiados por poderes fácticos. Ya entonces acuñaron tramas comunicacionales que no han hecho más que permanecer y crecer de modo continuo. Serios intentos de ponerles los límites que una institucionalidad democrática requiere fueron derrotados desde su propia emergencia a partir del año 2008 hasta la sentencia de la Corte, favorable al puro y desnudo derecho irrestricto a la propiedad: “tendimos un gigantesco caño de fibra óptica a lo largo de todo el país, que ‘es mío’ y eso nos da derecho ilimitado sobre cómo usarlo”. Después Macri fulminó la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual sancionada por el gobierno de CFK y terminó de instalar una mediaticidad totalitaria bajo cuya sombra nos encontramos en la actualidad. Uno de los errores habituales al respecto es poner en cuestión el par mentira/verdad sobre los contenidos mediáticos, asunto que no carece de pertinencia bajo el rótulo de fake news, pero que de ninguna manera da cuenta de la dimensión y calidad de lo que sucede. Una de las consecuencias de este estado de cosas es el advenimiento de agencias que nos dicen si algo es o no verdad, de modo que sancionan de hecho la impotencia del público para informarse. No se advierte que si se nos tiene que informar sobre la información se abre una espiral potencialmente ilimitada de constataciones sobre constataciones en cuyo transcurso se pierde toda dimensión reflexiva o estimación que permita evaluar la escena vivida. Sea esto dicho sin detrimento para tales actividades que pueden ser útiles como lo sería medir cualquier efecto tóxico calamitoso cuando la causa es irremediable.
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El circuito de retroalimentación en loop entre emisión mediática y respuesta de las audiencias, sustentado por la medición cuantitativa en bruto de las repercusiones traducidas por números carecientes de todo sentido articula un mecanismo ciego de adhesión o rechazo, continuidad o sustitución de contenidos. La retroalimentación positiva continua, en la que se naturalizan violencias aberrantes y disparatadas, se nutre a sí misma, crece y se agrava sin fin si no se la antagoniza. El paradigma precede a las redes sociales y las ha también instruido sobre cómo funcionar. Las redes sociales amplifican y modulan el modelo mediático tradicional. No instalan nuevas significaciones que determinen la agenda mediática porque no tienen ningún propósito ni posibilidades técnicas para tal fin. La agenda mediática sigue siendo establecida por usinas del poder que se plasman en los medios tradicionales, entramados ahora con las redes sociales y las plataformas digitales. No es relevante si a un contenido televisivo se accede por YouTube, por TikTok o por las pantallas convencionales, porque ya desde hace mucho las pantallas convencionales se ofrecían a una recepción fragmentada y distraída. Hasta es más probable que en los fragmentos que circulan por las redes, la atención, aun en breves segmentos, se concentre mucho más sobre cada uno de ellos. Es conjeturable que la distracción fuera en algunos aspectos mayor y más dispersa en la TV precedente que en los fragmentos actualmente circulantes. Otro aspecto que no se suele considerar es que, no obstante los algoritmos y todo lo que implican, que no terminamos tampoco de comprender de todos modos, la recepción ha sido dotada de una capacidad de determinación sobre los contenidos exponencialmente mayor que la mera medición de audiencias precedente. Al circular una magnitud exponencial de contenidos moleculares, la economía de la atención tiene ahora una mayor intervención de las audiencias usuarias. Sin embargo, no es cierto, no obstante, que se haya democratizado o exista una mayor participación ciudadana. Lo que sí sucede es que hay una determinación sobre los contenidos, que se pueden bloquear, marcar como carecientes de interés o concurrir con asiduidad a los preferidos, con lo cual quien usa las redes, sobre todo las menos invasoras sobre el público usuario, mantiene un grado de intervención inédito. Hay mucho que se dice al respecto por parte de voces que parecen traslucir que no son usuarias asiduas, de modo que hablan como mentes ingenieriles y no arquitectónicas. Es decir, razonan sobre lógicas de cálculo y no sobre la experiencia del habitar urbano que supone el uso de las nuevas tecnologías. Aparte, hay que distinguir entre Facebook, que respeta muy poco al público usuario y le impone continuamente contenidos no solicitados ni preferidos, y redes como X/Twitter o TikTok donde en el uso es posible evitar contenidos no deseados. Lo que esto quiere decir es que personas más jóvenes e inexpertas tendrán menos destreza para determinar contenidos y tal vez en esos casos sea más probable que las lógicas de inmersión las expongan a contenidos hegemónicos. Habría que estudiar cómo el público usuario interactúa subjetivamente con los algoritmos en lugar de partir de premisas verticales y unívocas sobre cómo se producen esas relaciones. La consecuencia de esta observación es que lo que suceda con la politicidad en las redes no depende exclusivamente del íntimo vínculo entre recepción individual y pantallas sino de interacciones sociales y comunicacionales densas y más amplias. Esto importa para superar visiones ingenuas y tecnocráticas que denuestan lo “viejo” a favor de lo “nuevo” sin una intelección densa sobre lo que acontece. Hay demasiados abordajes de las redes basados en métodos devenidos de las ciencias estadísticas sin sensibilidad para entender fenómenos subjetivos y de significaciones.
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De un modo no tan diferente al que tuvo lugar hace cien años, cuando el advenimiento de nuevas tecnologías comunicacionales encontró a un público incauto, entre quienes creyeron en una invasión de marcianos que produjo estados de pánico y las multitudes que sucumbieron al fascismo, vemos de nuevo fenómenos homologables ante nuevas transformaciones técnicas y culturales de gran alcance. En cada una de estas épocas que recordamos se produjeron brechas generacionales sucedidas por lapsos de relativa estabilidad. A principios del siglo XX hubo una, relativamente lenta en comparación con la aceleración actual, vinculada con la expansión de la electricidad, el transporte automotor y el cine. En la segunda mitad del siglo XX, la brecha fue protagonizada por los llamados boomers, y en los años iniciales del siglo XXI la brecha es sostenida por las nuevas tecnologías, desde internet hasta la inteligencia artificial, por ser breves. En cada ocasión se instaló un fetichismo mistificado de la “juventud” y un menoscabo hacia las generaciones anteriores. Hoy es por derecha porque todavía digerimos la victoria del capitalismo sobre el socialismo, y la derecha es la forma naturalizada de la vida corriente, consumista, tecnocrática y concernida por nuevas experiencias de frivolidad inmaterializada. Emergen nuevas formas de violencia social y estupidización masiva, zombi.
Digamos en lo que queda de estas breves líneas lo relativo al presente: se enfrentan prosopopeyas, temperamentos. Milei viene a romperlo todo porque hay un estado de incertidumbre ocasionado por grandes trasformaciones que nos “mueven el piso”, de manera inquietante y pánica. Como sucedió con el fascismo hace cien años, estas nuevas ultraderechas -neofascistas- subliman la incertidumbre en linchamiento de chivos expiatorios. Quien consigue determinar un discurso culpógeno eficaz obtendrá adhesiones multitudinarias. Es relevante el modo afectivo de amenaza violenta y ruptura, más la confirmación exacerbada de lo que se intuye a partir del sentido común: “alguien paga porque no hay nada gratis”. Así vivimos, de modo que es fácil que cualquier proceder que requiera mayores abstracciones o mediaciones se pueda inculpar de modo criminalizador. La prosopopeya depredadora, misógina y genocida (porque es genocida por sus premisas y entrelíneas cada vez más explícitas), viene a liquidar, a exterminar una época, a ratificar los aspectos más fracasados y tristes de la vida del presente, y entonces aparece como una opción plausible. Por otra parte, es multitudinaria también la circulación de narrativas ficcionales basadas en esas premisas: la lista es interminable. Nos entretenemos masivamente con el programa ficcional afín al designio demencial distópico de Milei: eugenésico, cibernético, vengador, misógino, intemperante, puntuado por estallidos coléricos que en sí mismos nutren el loop cibernético de la espiral de violencia. El mismo punitivismo linchador que imitó Bullrich y le valió su victoria en la interna, dejando todo destruido a su paso. El designio de Milei también es meramente destructivo. Su entorno es una cohorte de espectros extravagantes e impredecibles como él, todo ello respecto de lo cual nadie es responsable. No tiene que ver con gobernar nada, ni con organizar un cumpleaños. Es lo que lo hace narrativamente tan atractivo al público más estragado por el entretenimiento, el que más lo confunde con la “realidad” (por algo repiten tanto esa palabra para justificar cualquier cosa: “la realidad es que X”).
Massa encarna la prosopopeya óptima para ofrecer una opción ganadora: masculinidad templada, imperturbable y heroica pero que puede llorar y mostrar ternura, es decir, políticamente correcta, no misógina. No muestra solamente una familia, sino una pareja par, como fue el caso de Néstor en su momento. Malena Galmarini es una militante política autónoma no subordinada al hombre que tiene al lado. Esto contrasta con el otro entorno, incestuoso, estéticamente Marvel y cuasi prostibulario. Las prácticas que ostenta Massa son concreciones inmediatas, con lo cual se reinicia la resurrección del peronismo. El peronismo no funciona por promesas ni por abstracciones, que también cumplen su respectivo papel dónde y cuándo cuadra, sino por instauración inmediata de goce de derechos o de mejoras de la vida concreta. Esa curva ascendente que trazó Massa, sumada a su personaje firme de liderazgo con templanza y referencia a valores históricos del peronismo es una esperanza. Cuanto sea comprendida y acompañada es el asunto en trance de experimentarse. Hasta ahora parece haber noticias alentadoras mientras sigamos conversando en lo posible.