La economía “bimonetaria” es un modo de nombrar la dependencia estructural de nuestro país respecto de Estados Unidos. Es la forma que corresponde a nuestra historia económica, a la cuestión inflacionaria como modo de expresarse del conjunto de condicionamientos políticos que estorban nuestro desarrollo independiente. Una historia que incorpora, además, el rasgo específico de nuestras crisis económicas- muy particularmente desde 1976- que consiste en el fenómeno de una inflación explosiva, muy difícil de equiparar a experiencias análogas en países de nuestra región.
La inflación es el modo de expresarse de lo que Cristina llama “economía bimonetaria”. Los argentinos y argentinas aprendieron una lección desgraciada para cualquier país con pretensión de desarrollo independiente: si quiero proteger mis ahorros (o mi fortuna) lo mejor es tener dólares y no pesos. Argentina, según se acaba de revelar, ocupa el octavo lugar entre los países cuyos ciudadanos se llevan su plata a las guaridas fiscales. Es decir: si se hiciera un mundial de la timba financiera, nuestro país no bajaría de los cuartos de final. El mecanismo que históricamente ha permitido tan notable desempeño es la recurrente deuda externa. Los economistas neoliberales dicen creer que la deuda es una consecuencia de las malas políticas públicas de algunos gobiernos. Sin duda, en parte lo es. Pero más allá de los gobiernos circunstanciales hay un problema estructural. La especificidad argentina entre los países de parecido desarrollo económico está históricamente condicionada por el tipo de estructura económica que se constituyó a la salida de lo que dio en llamarse la “organización nacional”. Lo fundamental de esa estructura gira en torno a la extraordinaria concentración de la tierra, la ubicación en el mundo como exportadores de recursos agrícola-ganaderos y compradoras de artículos manufacturados y la centralidad -que no ha dejado de crecer desde entonces- de su ciudad-puerto, de la ciudad de Buenos Aires. Hoy completa este panorama -necesariamente abreviado y esquemático- el entrelazamiento de los intereses de los grandes propietarios de la tierra y el proceso de valorización financiera del capital. Alrededor de este poderosísimo bloque de poder ultra-minoritario se desarrolla un variado -aunque pequeño en términos numéricos relativos- contingente social que se beneficia lateralmente de esta alianza entre la tierra y el complejo bancario-financiero y especulativo.
Esa es la base material de nuestra relación de dependencia que fue primero del reino británico y desde las primeras décadas del siglo anterior cambió de metrópolis hacia Estados Unidos. Pero la historia no se reduce a la estructura económica. Es la historia de nuestras luchas políticas la que explica la especificidad argentina. El momento resolutorio de esa historia se produce a la salida de la segunda guerra mundial. Ya en los años treinta, incluso bajo gobiernos oligárquicos de origen no constitucional ni legal, se empieza a desarrollar una tendencia industrialista y una puja entre los sectores sociales que la impulsaban y los grandes tenedores de tierra. Sin embargo, el hecho fundante de la personalidad política del país se dio con la emergencia de los trabajadores y sus organizaciones sindicales: es el peronismo.
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Desde entonces (incluida la última etapa del gobierno de Perón, que sería derrocado por lo que fue hasta 1976 el proceso político más terrorista de nuestra historia) la vida política y económica del país pasó a girar alrededor de la lucha entre dos sectores político-económicos: los partidarios de la conservación del orden conservador surgido del ya mencionado proceso original, por un lado, y por otro un frente (a veces más virtual que real) entre los sectores industrialistas del capital y el movimiento de los trabajadores. Esa forma política particular del conflicto permaneció, a veces de modo más visible, a veces de modo más larvado, durante estas últimas décadas. Desde cierta izquierda se habló (especialmente después del derrocamiento peronista) de empate hegemónico o, tomando la referencia de Gramsci, “empate catastrófico”. La dictadura cívico-militar-oligárquica parecía haber desempatado de modo macabro, pero después de la crisis de 2001 y con el ascenso de los Kirchner, el empate ha retornado. Ni la alianza popular-nacional ni la oligárquica-imperial han logrado estabilizar su hegemonía o dominio.
Hoy es necesario construir una mirada global, geopolítica de nuestro conflicto. Cristina dijo el último viernes que “afuera está muy feo”, es decir que el mundo está cada vez más difícil. La crisis abarca países centrales como el Reino Unido y Estados Unidos, la guerra en Ucrania parece destinada a continuar, no tanto por la fuerza militar ucraniana, sino sobre todo por el compromiso irresponsable de Estados Unidos con su prolongación y eventualmente su ampliación. El telón de fondo del conflicto incluye hoy una crisis del dólar como moneda mundialmente dominante. Rusia ha respondido a las sanciones de “occidente” acentuando su autonomía económica y monetaria: varios gobiernos europeos temen con razón por el próximo invierno en su territorio, en las condiciones inflacionarias debidas al intento de bloquear a ese país. Hay dudas sobre el futuro de la “economía del dólar”.
En esas circunstancias, hay entre nosotros una noticia a la que todavía no se le ha dado la debida importancia. Y que casi no forma parte del análisis político local. Argentina está a punto de sumarse al grupo BRICS junto a Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica. Como era de esperar, la prensa local-imperial ha basculado entre el ninguneo de la noticia, el rechazo a la iniciativa argentina y el liso y llano ocultamiento del tema. Sin embargo, el contexto geopolítico existe por más que pretenda ignorárselo. Nuestra presencia en ese foro no tendrá una importancia meramente protocolar. El “bricsa” o “abrics”, como podría denominarse después de la entrada de nuestro país, es una alianza de enorme densidad económica y política. Y la perspectiva, sobre la que habló en el pasado febrero un acuerdo chino-ruso en el más alto nivel, es la del surgimiento de un nuevo orden global que sucederá al que quedó conformado después de la caída de la URSS. Un orden bipolar, una lucha por democratizar y valorizar las organizaciones internacionales surgidas después de la segunda guerra, un fin del “siglo americano”.
Claro que esta nueva configuración no operará de modo automático a favor de nuestro país. Para encontrar nuestro lugar en el mundo hay que construir lo que Aldo Ferrer llamó “densidad nacional”, dicho de otro modo, un amplio acuerdo mayoritario para potenciar nuestros recursos y para terminar con los ciclos de “alternancia” entre políticas con intención nacional-popular y políticas obsesivamente empeñadas en defender la fortaleza de los grupos dominantes, pequeños en el número, pero muy fuertes en el manejo de los principales resortes de poder. Y como parte vertebral del rumbo habrá que colocar la unidad del sur, la de la patria grande, confluyente en la conformación del mundo multipolar y el cambio en la hegemonía global.
Los acontecimientos de los últimos días -clara y notablemente la reanudación del diálogo entre el presidente y la vicepresidenta, junto con la designación de la nueva ministra de economía- pueden ser el preludio de una recuperación de la potencia que da la unidad. Es una carrera contrarreloj entre la proximidad de la próxima elección y la necesidad de medidas urgentes y efectivas de reparación del tejido social para quienes siempre terminan pagando las crisis.