Domar la urgencia para cabalgar al futuro

30 de julio, 2022 | 20.00

“El problema de la economía bimonetaria que es, sin dudas, el más grave que tiene nuestro país, es de imposible solución sin un acuerdo que abarque al conjunto de los sectores políticos, económicos, mediáticos y sociales de la República Argentina. Nos guste o no nos guste, esa es la realidad y con ella se puede hacer cualquier cosa menos ignorarla”. Así lo afirmó Cristina Kirchner del día 27 de octubre de 2020 en un video en el que fijaba posición política frente a la situación política y su desarrollo a partir de la asunción del gobierno por el Frente de Todos. La frase fue, para el asombro de quien escribe, una de las menos comentadas de esa intervención; no mereció mayor atención en el debate público, ciertamente muy intenso, alrededor de ese mensaje.

Tal vez, éste podría ser el momento más indicado para discutirlo. No es el interés de una pequeña élite el que lo demanda, sino el destino mismo del país, según nos lo está mostrando la vida política. La idea del pacto, del acuerdo de las grandes mayorías alrededor de un programa de futuro común ha ido perdiendo posiciones en la opinión política: para los entusiastas de la derecha, la voz de orden es que con el populismo no hay nada que discutir y mucho menos que acordar. Entre los simpatizantes del kirchnerismo circula una idea más o menos bastante simétrica a la anterior. Mirado en términos históricos el renacimiento de un antagonismo en torno al proyecto necesario para la nación no es, para nada, una mala noticia. Lo contrario (el discurso sobre la necesidad de la “unidad nacional” y las “políticas de estado” suele ser un recurso muy utilizado por los grupos empresariales y políticos más comprometidos con el statu quo, sobre todo en una instancia crítica como la que está atravesando el país, en el contexto dramático del mundo en el que vivimos.

Ahora bien, el antagonismo debe ser reconocido y aceptado. Pero de tal modo que su existencia no paralice a la nación. De algún modo Marx lo profetizó en el Manifiesto, cuando dijo que la lucha de clases era el orden mismo de la sociedad y que esta lucha termina siempre con el triunfo de una de las dos clases fundamentales (distintas a través de la historia) o con la mutua destrucción entre ellas. No hace falta, por supuesto, adherir de manera dogmática a una profecía que ha terminado teniendo muchos problemas para poder, por sí misma, pensar y organizar la cuestión política. Pero desde una perspectiva más amplia que pretenda explicar los acontecimientos actuales, no habría que dejar de ver en esta alternativa (triunfo-derrota o destrucción mutua) una forma de explicar la política. Es política lo que permite a los hombres y mujeres vivir juntos. Es la política la que está en condiciones de evitar que la única alternativa sea la de soportar la injusticia o ponerse en peligro de desaparecer.

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Pero ¿qué tiene que ver todo esto con lo que está pasando? Pues bien, la movida de estos días del Frente de Todos tiene en su interior -en la perspectiva de quien esto escribe- la apertura de un camino de solución a la aguda crisis que estamos atravesando. Que no es solamente una crisis económica, sino que es una crisis política que se expresa a través de la economía. Lo más habitual es formular esta relación al revés: es una crisis económica que se proyecta a la política. Pero qué otra cosa puede significar una “crisis económica” que no sea la consecuencia -o la condición- de un problema político, de un problema de poder. Para decirlo de modo directo: cómo puede desplegarse un proceso “económico” sin que se creen determinadas premisas de orden político. Si intentamos ejemplificarlo podríamos decir que el plan de convertibilidad de la década de los noventa fue la expresión económica de un desenlace político: era el tiempo mundial post- Thatcherista y post reganista. Ese que fue bendecido con el alegre nombre de “globalización”, que era la designación geo-económica del triunfo a escala mundial del capitalismo financiero más concentrado. Para entrar en la era triunfal del capitalismo global había que pasar por un purgatorio de ajuste, bajos salarios, alta desocupación y precarización general del trabajo. Mientras pasábamos por ese purgatorio, la convertibilidad era nuestro primitivo estímulo: no volvamos, cualquier cosa menos volver a la hiperinflación. Por eso, en 1995 con un índice de desocupación que más que duplicaba al actual, Menem ganaba amplísimamente en primera vuelta el derecho a un nuevo turno de gobierno.

Volvamos al “contrato social” con el que insiste Cristina en el citado mensaje de octubre de 2020 (ya lo había enunciado como “contrato social de responsabilidad ciudadana” en 2019, antes de la elección). Es una convocatoria análoga a la que Perón enuncia en su discurso del 1ero de mayo de 1973 bajo el nombre de “Modelo argentino para el proyecto nacional”. Después del rotundo triunfo electoral (con guarismos inalcanzables sin el apoyo de un sector social que había sido hostil a sus gobiernos anteriores) el líder creyó que el país estaba maduro para una pacificación duradera, lo que sería el marco para el desarrollo pacífico y democrático del país. La época que atravesaba al mundo y se acercaba a nuestro país tenía otro signo: el de la construcción de la violencia política estatal para asegurar condiciones favorables al nuevo orden político-económico cuya magnitud e intensidad venía desde los principales centros del capitalismo mundial.

En principio, nada autoriza, en el actual estado de cosas nacional e internacional, a abrigar ilusiones de que este gran “contrato ciudadano” pueda contar con el concurso de grupos de poder político- económico de alcance local y global cuyos voceros hablan a viva voz de la necesidad de eliminar de la escena política al peronismo: Macri lo dijo explícitamente hace muy pocos y son muchos los que lo callan, pero trabajan con ese mismo objetivo. Pero eso justamente está señalando el rumbo político: el de no resignarse a un rumbo que lleva a nuevos fracasos y, tendencialmente, a nuevas situaciones de violencia y de quiebra democrática. Ese contrato no es el de una sociedad plana y sin contradicciones: no puede sino empezar por las situaciones sociales más graves y enderezarse en la dirección de una drástica disminución de los índices de desigualdad, bruscamente agravados en los últimos años.

No es fácil sugerir el camino, los tiempos y las formas de esta lucha; nos abstenemos de intentarlo siquiera en estas líneas. Pero sí, podría ser interesante entrar en la cuestión por lo que habría que empezar a cambiar en la práctica y el discurso de quienes nos reclamamos parte de un proyecto nacional-popular-democrático. Entre esos problemas está el “fatalismo clasista” que descarta cualquier posibilidad de desarrollo favorable entre los sectores que hoy se abroquelan en el “antipopulismo” y se niegan a participar en conversaciones con el gobierno. ¿Son todos ellos enemigos totales e irremediables de un contrato social solidario y redistributivo? ¿Nada puede hacer la política para transformar estos equilibrios de fuerza? Si es así ¿para qué pensamos y hacemos política? ¿Para tener mejores argumentos a favor de que es imposible cualquier transformación democrático-popular? ¿Qué otros mecanismos que no sean los de la democracia y la constitución (de una nueva constitución para las necesidades nacionales actuales) pensamos utilizar para alcanzar nuestros objetivos? Es probable que si no conversamos estos problemas terminemos construyendo una especie de “populismo elitista” que pretende que el pueblo se ponga “a la altura” de nuestras ideas y nuestras convicciones.

Los cambios en el gobierno -drásticos y urgentes- son un momento óptimo para darle un carácter “constitucional” a la discusión política. La idea de un “nuevo contrato” no tendría que ser vista como un punto de llegada, sino como un punto de partida. Que mejore la calidad del discurso y la práctica política. Que se haga cargo de la utopía política de un país libre, justo y soberano y la construya en la práctica de todos los días.