Últimamente casi no hay semana en que no se produzca un capítulo de la tensión interna en el Frente de Todos. Lo más complicado es que el contexto nacional en que se desarrolla la escena es bastante crítico en muchos aspectos, incluida la casi pública amenaza por parte de la derecha de poner en marcha un plan desestabilizador del gobierno. En realidad, lo que hace el bloque de los poderosos de Argentina es poner en acto el argumento de la jefatura del FMI en los días previos a la aprobación del acuerdo del país con ese organismo internacional: palabras más o menos se dijo que Argentina estaba en una “transición”, que lo que se iba a firmar es lo que resultaba posible con un gobierno que tiene en su interior al “peronismo radicalizado” y que el programa definitivo vendría después de la próxima elección. Es muy evidente que la querella interna en el gobierno y entre sus apoyos será, de aquí en más, uno de los insumos más necesarios para el operativo de plena restauración neoliberal. Ponerle un orden político al tratamiento de las diferencias pasa a ser un imperativo de quienes no apoyamos ese proyecto restaurador que viene del Norte.
En la dirección de resolver el conflicto parece interesante intentar una mirada sobre el proceso de construcción frentista que comenzó con el discurso de Cristina el 18 de mayo de 2019; un hito histórico de la construcción de la unidad popular al que hoy casi nadie hace referencia. Y el sujeto de ese olvido no es la falta de memoria: el olvido es político. En esa ocasión, se habló del grave momento que atravesaba el mundo y, en su interior, la región en la que vivimos. De esa premisa surgía la necesidad de un acuerdo electoral lo más amplio posible para ganar la elección y la de construir una coalición de gobierno “todavía más amplia” que ese acuerdo electoral. La “propuesta” de la candidatura de Alberto Fernández se sustenta sobre esa descripción de la situación y es, por lo tanto, muy curioso que hoy nadie se remita a ella, como si todo el contenido del mensaje se redujera al armado de la fórmula electoral.
El olvido, una vez más, es político. Está relacionado con la constancia de un fracaso de la apuesta de aquel momento. Como la idea “fracasó”, habría que borrar de la memoria aquellos enunciados estratégico-tácticos. Si hoy pudiera ser recuperada la naturaleza política de aquella propuesta, a continuación, habría que ponerla en acto para que el Frente de Todos recupere la iniciativa y esté en condiciones de disputar y vencer en las próximas elecciones. Suele argumentarse desde el espacio más firmemente representado por Cristina que el problema no está en el Frente sino en las políticas gubernamentales que no tienen la suficiente energía y voluntad política para corregir un rumbo. La idea es que el frente de todos “se rompió”, no en las disputas internas sino en el distanciamiento de una masa de sus electores en las elecciones legislativas de medio término. En la misma línea se dice que a “la gente” no le preocupa que los líderes se unan o no se unan. Se dice también que “el frente ya se rompió” con aquel resultado electoral. Siempre en ese orden de discurso, se sigue que el problema no es la unión o la división del frente sino “resolver los problemas de la gente”, es decir actuar con rapidez y eficacia frente a la compleja situación de la economía, particularmente de la correlación entre el salario y los precios. Si es así, ¿qué lugar tiene la política?, ¿para qué existen los partidos, las coaliciones, las discusiones partidarias? Se podrían sumar en este radical interrogante también las leyes y las instituciones. Y el discurso es fuerte, tiene potencia. Porque se hace cargo del dolor ajeno (y eventualmente también propio). En un proyecto popular no puede estar ausente la compasión (que no es lástima, que es “con pasión”). Este es el impulso originario de cualquier militancia popular, sin eso, la política se convierte en el “mercado de falsedades” sobre el que ironizó Antonio Gramsci. En última instancia, esta remisión a la “gente”, que no casualmente fue puesta de moda por los comunicadores de la derecha, termina convergiendo con la antipolítica. Por el contrario, es en las situaciones críticas que la política, la militancia colectiva, se hace más necesaria que nunca. Y la militancia política siempre es militancia organizada, cualquiera sea el formato de esa organización. Y la organización es en la base y en la superestructura. ¿Por qué en la superestructura? Porque la superestructura es la que tiene que proponer una interpretación y una correspondiente acción, válida que incluya en su diversidad a todo el país. Esta acción-organización no está estancada en el tiempo ni en el espacio. Requiere profundidad de análisis y capacidad de elaboración de una línea de acción. La acción espontánea de los de abajo suele ser decisiva en los momentos críticos. Pero eso no significa la renuncia a jugar un rol en su orientación y conducción, es decir la renuncia a la política.
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Es necesario recuperar la necesidad de una coalición. Porque la coalición es la realización de la unidad en la diversidad. Si todos tuviéramos una visión igual del país y del mundo no habría lugar para las coaliciones. Suele decirse desde la ciencia política que las coaliciones son más posibles y deseables en países en las que el gobierno gira en torno al parlamento. Porque en ellos, la conducción del partido tiene un ámbito relevante de funcionamiento: el parlamento. Allí se discute, se resuelven (o no) las diferencias. La constitución nuestra es, por el contrario, duramente presidencialista. En la última reforma, hubo quienes pensaron que la institución de la jefatura de gabinete le daría un toque parlamentario o “semipresidencialista” a nuestro régimen político. En la práctica, la jefatura de gabinete refuerza el presidencialismo porque quien la ejerce puede ser echado del gobierno -como todos los demás ministros- por el presidente… ¡y también por el Congreso!
Es decir, nosotros tenemos una coalición en un régimen presidencialista. La metáfora de “la lapicera” lo expresa de modo tajante. El espacio de “libertad” del presidente para tomar decisiones es muy alta en nuestro sistema constitucional. ¿Qué hacer entonces con un gobierno de coalición en el que las decisiones las toma el presidente? Pero el problema no termina ahí. Hay que sumar el hecho de que el presidente no forma parte de la fuerza electoralmente más poderosa de la coalición. Y qué decir del hecho de que la candidatura del presidente fue decidida soberanamente por la jefa indiscutida de otra corriente interna de la coalición. Esto último no puede discutirse en términos “comparativos” porque no hay ningún antecedente en el mundo de una situación de este tipo.
De modo que no hay referencias históricas en las cuales podamos apoyarnos para encontrar una solución clara (y lo más inmediata posible) a una situación que, si se sigue prolongando en el tiempo, conduce a la segura derrota de la fuerza en su conjunto. No hay “repuestos” a la vista de acá a 2023 de este engranaje que, con todas sus debilidades, es el único a la vista.
El único camino que por lo menos “pone en riesgo la derrota” es la construcción de un colectivo de conducción que trace la hoja de ruta para enfrentar la crisis y las amenazas desestabilizadoras y (re) construir una herramienta que alivie las penurias populares y que impida la restauración de una derecha a la que ahora, a diferencia de 2015, conocemos, y que no quiere un simple regreso a la casa rosada. Quiere una profunda reforma político-social-institucional y cultural, cuyo sentido es terminar con todo lo que queda en la Argentina -después de dictaduras y de estafas político-electorales- de la sociedad fundada por el peronismo.