No sirve de nada edulcorar la situación. El plan Detectar está estancado desde hace un mes y significa alrededor de un cuarto de los positivos; el aumento de casos se explica porque cada vez más gente acude con síntomas al sistema de salud. La positividad de los testeos está por las nubes, arriba del 50 por ciento para el área metropolitana. La franja que más creció entre quienes dan positivo son los adultos mayores y es probable que en algunas semanas eso se traslade a un aumento en las tasas de letalidad y mortalidad. Hospitales y clínicas privadas se preparan para entrar en stress dentro de los próximos quince días.
Las medidas adoptadas a mediados de marzo permitieron que la Argentina pueda ver venir de frente la ola que en otros países sintieron sólo cuando rompía en sus espaldas. No se escatimaron, a partir de ese momento, recursos para prepararse, con la esperanza secreta de nunca tener que usarlos. El desgaste natural de una sociedad necesitada, carencias estructurales, un puñado de errores propios y el boicot militante de un sector de la oposición desembocaron en el escenario que se quería evitar pero que siempre fue el más probable en todas las proyecciones realistas. La ola ya está sobre nuestras cabezas.
El país (sus gobiernos, su sociedad) entra en el momento más complejo de la pandemia, con el desgaste de ciento veinte días de restricciones, encierros, persianas bajas y soledad. No hay diario del lunes para eso. Ingresamos en territorio inexplorado, cansados, asustados y hambrientos. Se necesita, con suma urgencia, nuevas soluciones para un problema que ya no responde a los mecanismos que antes daban resultado. Si a la cuarentena supuestamente estricta de comienzos de julio le siguió el mayor pico de casos, no tiene sentido insistir con lo mismo.
En concreto, existen solamente dos formas de garantizar el cumplimiento de las restricciones: controlar más o convencer mejor. No son excluyentes y en cierto punto convencer sin controlar es una fantasía y controlar sin convencer una alternativa que la matriz política e ideológica del gobierno del Frente de Todos (y la personalidad del presidente Alberto Fernández) hacen inviable. En cualquier caso es imprescindible que el gobierno redoble esfuerzos en ambos sentidos para evitar la doble exposición sanitaria y política a la pandemia y los avances antidemocráticos de un sector de la oposición.
Los riesgos de fracasar en el primero de los desafíos son fáciles de prever, conociendo los efectos del coronavirus en otros países del mundo, pero la sociedad argentina no termina de entender sus implicancias. Un cálculo realizado por el investigador del CONICET Rodrigo Quiroga en base a tasas de letalidad corregidas por franja etaria indica que si la enfermedad se saliera de cauce y llegara a infectar al 20 por ciento de la población del país habría que lamentar cerca de treinta mil víctimas fatales. Ese número no tiene en cuenta siquiera los efectos de la eventual saturación del sistema de salud.
El peligro de que esas circunstancias sean aprovechadas por sectores antidemocráticos para condicionar o terminar el gobierno puede parecer menos evidente pero un rápido repaso de la actualidad regional debería bastar para encender una alarma. La democracia se convirtió en una excepción en Sudamérica. Dictaduras, proscripciones, golpes de Estado más o menos tradicionales e interrupciones de la institucionalidad son parte de la historia muy reciente en Brasil, Paraguay, Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia y Venezuela. Todavía no en la Argentina. Sería estúpido pensar que estamos inmunizados.
Ninguno de los especialistas consultados para esta nota puede asegurar, a ciencia cierta, que las manifestaciones al aire libre, como las que fogonea la oposición de manera constante desde abril, tengan alto riesgo de contagio de Covid-19 ni que hayan sido la causa de la aceleración en la transmisión de los cosas durante las últimas semanas. Algunos estudios realizados durante las protestas antiracistas en los Estados Unidos sostienen que, incluso, esos episodios no tuvieron mayor incidencia en la propagación del virus, pero no pasaron aún por la revisión de sus pares.
Dicho esto: es preferible errar por el lado de la prudencia y todos los dirigentes políticos o comunicadores masivos que sientan un mínimo de responsabilidad por las personas a la que representan o informan deberían desaconsejar este tipo de situaciones con riesgo cierto de enfermedad y de muerte para quienes asisten y para terceros. Lejos de eso, los mismos activistas que convocaron a las manifestaciones del 20 de junio y el 9 de julio, con --al menos-- la aprobación explícita de la conducción de los tres partidos que componen Juntos por el Cambio, ya anticipan una nueva patriada para el 17 de agosto.
No se trata, quedó claro, de protestas que tengan como fin modificar una política pública, imponer o revertir una medida o siquiera repudiar un hecho puntual. Son, en cierta forma, ejercicios de catarsis colectiva de un sector social que no sabe lo que quiere pero lo quiere ya. O, para seguir con las citas populares, sabe lo que no quiere (la pandemia, la recesión, un gobierno peronista) y no lo puede evitar. Pero no son un fenómeno espontáneo, sino la herramienta de boicot contra el gobierno de ese sector empresarial, político y mediático, pero sobre todo empresarial, que ha decidido dejar de ceñirse al corset democrático.
Aunque son pocos, es un error pensar que se trata de grupos marginales. Lo conducen las empresas más poderosas del país, su referente político es un expresidente y sus comunicadores lideran los ránkings de audiencia. Cuentan con el apoyo, más o menos explícito, del gobierno de todos los países limítrofes y de la principal potencia del hemisferio occidental. Están financiados por fondos de inversión cuya cartera es varias veces más grande que nuestro PBI. Y ya demostraron no tener ningún apego por la institucionalidad que a veces declaman. El riesgo que representan no se puede subestimar.
A la reciente reaparición de Mauricio Macri le seguirá, en algunos días, la de Elisa Carrió, que volvió a activar algunas terminales políticas que tenía un poco abandonadas. Ya instalada definitivamente en Exaltación de la Cruz, deja que Horacio Rodríguez Larreta y sobre todo María Eugenia Vidal se pongan inquietos por la posibilidad de que ella sea candidata en la provincia de Buenos Aires el año que viene, aunque aún no haya dado ninguna señal en ese sentido. ¿O las dio? En una de sus últimas intervenciones en redes sociales, Carrió apuntó por la gestión de la pandemia contra el gobernador Axel Kicillof.
Resta por verse qué efecto tendrá la reaparición de Lilita en el tambaleante equilibrio opositor. Como la vacuna contra el coronavirus, es muy probable que el quiebre de Juntos por el Cambio llegue tarde o temprano, pero no será en los próximos meses. El oficialismo deberá buscar otra forma de destrabar la situación en el Congreso, donde las demoras son a esta altura del partido más habituales que en el servicio de subterráneos porteño. Ni siquiera proyectos con apoyo amplio, como la moratoria fiscal, logran avanzar sin tropiezos. Son el mismo tipo de problemas que se le reprocha, con razón, a una parte del gabinete.
El encierro, la lógica de la pandemia, el peso de no cambiar de trabajo ni de casa ni de compañía ni de rutina desde hace meses, le otorgan a la vida una sensación de inmovilidad narcótica, de que no pasa el tiempo, de que todos los días son iguales. La política no puede caer en la trampa, aunque los anuncios que no se cumplen y se postergan (sobre la deuda, la contribución de las grandes fortunas, la reforma judicial o el regreso del fútbol) se parecen peligrosamente a eso. La inercia ya no juega para nosotros. El tiempo ya no corre a favor. Es hora de actuar, sin excusas. La alternativa puede resultar demasiado costosa.