Existen tantas definiciones de terrorismo como intentos de abordar esa materia pero el asesinato frustrado de Cristina Fernández de Kirchner cumple los requisitos para encajar en todas ellas. Ya sea una “acción violenta con propósitos políticos” que describe el diccionario de Cambridge como la “sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror” o la “actuación criminal de bandas organizadas que, reiteradamente y por lo común de modo indiscriminatorio, pretende crear alarma social con fines políticos”, como propone la RAE, las palabras alcanzan para describir la actuación de la célula que planeó y llevó a cabo el ataque, en función de las pruebas recolectadas hasta ahora en la causa. Hubo actos de violencia sucesivos, por parte del mismo grupo organizado, durante varias semanas, incluyendo agresiones a diputados, a miembros del gabinete nacional, a dirigentes de diversos partidos, incluyendo a la oposición, a empleados de planta del Congreso de la Nación, a la Quinta de Olivos y a la Casa Rosada. Concluyeron en un intento de magnicidio. Las motivaciones políticas de la banda son evidentes y explícitas.
Para evaluar definiciones más prácticas se puede acudir al FBI, que en su página oficial define al terrorismo doméstico como “actos criminales violentos cometidos por individuos y/o grupos para promover objetivos ideológicos derivados de influencias internas, tales como aquellas de naturaleza política, religiosa, social, racial o ambiental”. Coincidencia, nuevamente. La “guía del contraterrorismo” publicada online por la Dirección Nacional de Inteligencia de los Estados Unidos dice que “el magnicidio es una táctica utilizada por casi todos los grupos terroristas” y la define como “el asesinato selectivo de funcionarios públicos o individuos que representan las instituciones políticas, económicas, militares, de seguridad, sociales, religiosas, mediáticas o culturales en un país”, cometido por razones de “ideología, religión, política o nacionalismo” con el objetivo de “eliminar enemigos, intimidar a la población, desincentivar la cooperación, influenciar la opinión pública, disminuir la efectividad del gobierno, atraer la atención de los medios o simplemente ejecutar una venganza”. Bingo.
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El asesinato de líderes es una de las profesiones más antiguas del mundo y el término terrorismo se utiliza, en diversas acepciones, desde la época de la Revolución Francesa, cuando fue acuñada para describir el período jacobino de gobierno por medio del pavor. Ambos conceptos comenzaron a acercarse a partir de atentados de grupos anarquistas y nacionalistas a fines del siglo XIX y quedaron ligados definitivamente en el contexto de la guerra fría, el proceso de descolonización de Asia y África y la insurrección en América Latina, con la consolidación de ejércitos irregulares de guerrilla urbana, que llegaron a Europa de la mano del IRA, en Irlanda, ETA, en España, las Brigate Rosse italianas, entre otros grupos. Todos ellos tenían como factor común, además de la opción por la violencia política, la elección de blancos de alta exposición pública y/o responsabilidad institucional. Todos fueron incluidos en su momento en diversas listas de organizaciones terroristas confeccionadas por organismos multilaterales y fuerzas de seguridad e inteligencia nacionales alrededor del mundo.
Existe un consenso generalizado, a esta altura del partido, en calificar como terrorismo los ataques contra figuras de primera línea política. El intento de asesinato de Juan Pablo II en manos del paramilitar turco Mehmet Ali Agca, el fusilamiento a quemarropa nunca esclarecido del primer ministro sueco Olof Palme y el ataque fatal al premier israelí Yitzak Rabin por parte del militante ultranacionalista israelí Yigal Amir, son ejemplos claros de eso. Más acá en el tiempo los asesinatos del presidente de Haití, Jovenel Maisel, por parte de un grupo de mercenarios colombianos, y del ex primer ministro japonés, Shinzo Abe, abatido por un “lobo solitario” con un arma de fabricación casera, fueron reconocidos como actos terroristas por los Estados en cuestión, por otros países que se solidarizaron públicamente y por la prensa internacional. No existe ningún motivo para no darle el mismo tratamiento al complot para acabar con la vida de la vicepresidenta de Argentina. Sin embargo, entre la pasividad del peronismo y la malicia (hasta que no se demuestre complicidad) de un sector de la oposición, la palabra con “T” escasea en el tratamiento público del asunto.
Esto no es inocente ni resulta inocuo. No es inocente porque reconocer la naturaleza del ataque contra CFK pondría en apuros a una oposición que desde hace años construye parte sustancial de su identidad en denunciar el mapuche iraní en el ojo ajeno y no podría relativizar la gravedad del episodio como lo está haciendo. Esa narrativa, en la que el terrorismo es el mal absoluto y el peronismo también, entraría en crisis existencial. No pueden, esta vez, echarle la culpa a la interna justicialista: si algo está claro entre todo el barro de este caso es que varios de los personajes que aparecen en la trama están vinculados a organizaciones que forman parte o tienen vínculos con Juntos por el Cambio y con el armado de Javier Milei. Por eso el camino que evalúa por estas horas el radicalismo para desmarcarse de la postura del PRO respecto al plan contra la vice puede detonar en el núcleo del relato macrista, poniendo el foco sobre esa contradicción. Llamar a las cosas por su nombre tiene efectos. Una cosa es repudiar por tuiter y hacerse el distraído por lo que haya hecho un loco suelto. Otra muy distinta es quedar pegado a un acto terrorista.