Del Pueblo a “la gente” ¿cómo sucedió esa mutación?

La elección de estas palabras para definir a una comunidad, un país o una nación esconden una visión política. 

09 de octubre, 2022 | 23.24

Cómo se pasó de “Pueblo” a “la gente” en tanto referencia del elemento humano constituyente de una comunidad, no me siento en condiciones de descifrarlo. Apenas, creo poder arrimar algunas reflexiones que, quizás, sirvan para ayudar a desentrañar ese fenómeno en orden a sus implicancias y a sus efectos. 

De categorías a expresiones anodinas

Pueblo, a veces se refiere en un sentido totalizador -en realidad mítico- necesario para reconocerse como parte de un todo común, que nos comprende en su origen y destino,
Otras, hoy de dudosa vigencia, como categoría política que no abarca el todo, sino a lo que se nos representa como la mayoría de la población. De allí, la ligazón con “lo popular” y, casi de inmediato, con “lo nacional” en cuanto manifestación de una identidad que entendemos arraigada con aquella otra entidad conceptual que la expresa y, en alguna forma, la delimita.

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El abandono de esa palabra con fortaleza y consistencia evocativas, paulatinamente, ha ido dejando de ser referencial para dejar paso -o ser reemplazada- por la alusión a “la gente”.

Gente, por definición (“conjunto indeterminado de personas”) es anodina, desprendida de tiempo, lugar y sentido comunitario.

Gente somos todas y todos, pero a la vez es nadie en particular dotado de una identidad colectiva propia que la distinga o asemeje con otras “gentes”.

Pueblo y Nación

Hablar de Pueblo, desde una concepción amplia o restringida, nos conduce casi inexorablemente a la idea de Nación, más allá de que esa conjunción se concrete o no en Estado como históricamente podemos advertirlo, al menos desde la modernidad. 

Es factible, y de hecho se registra en la actualidad al igual que en el pasado no tan remoto, la existencia o el reconocimiento de Naciones que no se plasman en Estado o no son admitidas como tales dentro de un Estado, pero no ocurre lo mismo con el Pueblo que conforma la esencia misma de aquéllas.

El Estado entonces, nacional o plurinacional, no puede (¿no debe?) escindirse del Pueblo que lo erige como tal y al cual se debe, tanto para brindarle una organización que lo represente condicionada a sus mandatos, como para asistirlo respondiendo a sus necesidades que, siendo tales, son derechos que debe garantizar para asegurar una vida digna.

Un Estado cuyo gobierno se conciba por y para el Pueblo exige, antes que nada, reconocer esa entidad, conformarse como representación democrática real -no meramente formal- y de esencia social que implica anteponer lo colectivo a lo individual, sin desconocer la diversidad y la pluralidad permitiendo una coexistencia armónica que no significa exenta de conflictos sino regulando vías de resolución razonables, equilibradas y equitativas. 

Una mirada retrospectiva, analogías o meras semejanzas

Hace bastante que comparto la idea de otros muchos, más versados y dotados de mejores herramientas para un análisis histórico, acerca de la existencia de un cierto paralelismo entre las primeras décadas del siglo XX y las del nuevo milenio que transitamos.

El desencanto con la política tradicional, la pobreza -miseria incluso- creciente sin que encuentren, quienes la padecen, respuestas adecuadas y oportunas de los gobiernos, la injusticia erigida como paradigma de la existencia comunitaria, la construcción de enemigos que enmascaran las acciones de los que son responsables de tantas desgracias sociales, la xenofobia y otras tantas discriminaciones peyorativas, variadas formas de violencia que se naturalizan e invisibilizan, la insolidaridad que favorece la negación del otro o la despreocupación por la suerte de los otros.    

La vieja Europa fue escenario y terreno fértil para darle un curso nefasto a fenómenos que se proponían captar -y lamentablemente, lograron seducir- a esas “gentes” disconformes con el modo en que transcurría su presente e imaginaban su futuro, que se proyectó a otras geografías bajo su dominio colonial o fruto de nuevas conquistas igualmente brutales como lo han sido siempre y de lo que Asia, África o América pueden dar fiel testimonio.

Hoy la reconversión de ese Continente en Unión Europea, con su contingente desintegración parcial (brexit mediante), vuelve a dar lugar a expresiones políticas extremistas de similar catadura, que comprende numerosas características comunes y, lo que es preciso tener siempre presente, con gobiernos surgidos de contiendas electorales o que exhibían -cuanto menos en su origen- su base de sustentación en una parte importante de la población.

En ambos casos, en forma más o menos embozada, denotando un potente desprecio por la democracia, por las diversidades, por los más débiles o empobrecidos, enarbolando una pretendida supremacía caucásica.    

¿Una visión distópica?

Cualquiera fuere el grado de aceptación sobre semejanzas como las antes enunciadas, entiendo que resulta necesario indagar acerca de algunas diferencias que subyacen a los extremismos contemporáneos.

El nazismo, el fascismo o el franquismo, ponían en primer plano -haciendo visibles y emblemáticos- sus dogmatismos raciales, políticos o religiosos o singulares combinaciones de esos rasgos nucleares identitarios. Se proponían en sí mismos como “doctrinas”, supremacistas y autoritarias, negacionistas del conflicto inherente a cualquier sociedad como no fuera en el que asentaban sus prejuicios y dirigían sus criminales acciones. Pero, doctrinas al fin.

Esa esencia doctrinaria, sin que ello importe legitimación sino descripción ontológica, permitía tanto detectar -o descubrir- su ideología deshumanizada y deshumanizante como reconocerla en su dogmática y confrontar en ese plano desde otras doctrinas e ideologías que, por definición, no podían comulgar con aquéllas en principios, valores y metodologías de gobernanza.

En la actualidad los nuevos totalitarismos reinantes, próximos o en ciernes, se muestran desprovistos de “ideología”, por lo cual, factibles de ensamblarse en cualquier doctrina si bien con una buena dosis de pragmatismo; y, lo que es tanto o más peligroso, supraestatales y apátridas estando al poder real económico-financiero en que se asientan, las provee de postulados dogmáticos dominantes y excluyentes de cualquier otra alternativa. 

Ese monstruo de múltiples caras, de una voracidad insaciable, depredador de territorios y comunidades en todo el Planeta, no es otro que el Neoliberalismo. Dos son los más notables elementos que lo caracterizan: uno, proponerse como expresión única y excluyente de toda otra alternativa, en apariencia refractaria a la política por derivar de un tecnicismo economicista que es fruto de enunciados teóricos “irrefutables”; el otro, que es impuesto por un poder concentrado supremo, con recursos y riquezas que superan a la de los Estados, incluso al de las propias potencias imperiales, que cooptan o toman por asalto -de ser preciso- a los Estados a los que no dudan en destruir, no sólo a derrocar gobiernos, para alcanzar sus objetivos rentísticos o asegurarse la imposibilidad de que emerjan fuerzas que se le resistan.

El Neoliberalismo importa, en su desenvolvimiento práctico, el fin la democracia y, en especial, la de raigambre social, popular y nacional que sintetiza como “populista”, apelando a un mote estigmatizante que plantea -cínicamente- como atentatorio para la libertad de las personas a las que, a su vez, somete inescrupulosamente.

Su Proyecto plutocrátrico, precisa de un sojuzgamiento totalitario que se vale en forma prevalente de la colonización cultural, de un formateo del sentido común y del imaginario social que haga que las mismas víctimas de sus políticas formen parte de sus bases de sustentación.   
Introspecciones indispensables

En línea con estas reflexiones generales llevándolas a nuestra “aldea” junto a otras aldeas lindantes o cercanas de América Latina, con especial focalización en el Sur subcontinental, entiendo útil detenernos en algunos datos históricos que hoy pueden parecer algo lejano pero sirven para explicar -en parte- sucesos cercanos o actuales.

La brutal penetración del Neoliberalismo con un Plan Maestro cuya ejecución se confió a genocidas dictaduras cívico, militares e incluso religiosas, cuyos responsables siguen mayoritariamente impunes, siendo Argentina relativamente una excepción si bien circunscribiendo las condenas a miembros de las fuerzas armadas y de seguridad, muestra haber sido exitosa y en alguna medida subestimada por sus contradictores.

La eliminación física de centenas de miles de personas o simbólica de utopías indispensables para contrarrestar las consecuencias socio-políticas devastadoras de esos regímenes dictatoriales y de sus descendencias travestidas en Democracia pareciera que, transitadas varias décadas en que -predominantemente- no hubo interrupciones de la institucionalidad republicana formal, no ha impedido que se sostenga sólidamente enquistada la semilla de ese fenómeno inhumano que permite su resurgimiento recurrente y resistente a la memoria colectiva.

Chile, luego de un avance destacable para desligarse de la Constitución que impusiera Pinochet como gerenciador de intereses extra y antinacionales, con una amplia mayoría en ese sentido cristalizada en el plebiscito de entrada en que votó un 50% del potencial electorado, pronunciándose más de un 80% en favor de darse una nueva Carta Magna. Luego, ya con un nuevo Gobierno de sesgo progresista elegido por la voluntad popular, en el plebiscito de salida convocado para aceptar o no el Proyecto de una nueva Constitución, acudieron a votar más del 85% de los empadronados y cerca de dos tercios de los votos fueron por el rechazo.  

Es claro que ello exige una detenida lectura de esa aparente paradojal serie de sucesos, que no puede prescindir de maximalismos exagerados en relación a su sustentabilidad, a postulados que, aunque legítimos, no encontraban arraigo ni respaldo en la sociedad actual, en una conformación de la Convención Constituyente peculiar sin exigencia de algún nivel de representación orgánica además de participativa. 

Sin que con ello se reste relevancia a las campañas comunicacionales de los medios hegemónicos, manejados desde usinas neoliberales con protagonismo de partidos conservadores y también de otros que no lo son de atenernos a sus enunciados doctrinales. Sino tomando debida cuenta de límites que hoy pueden ser infranqueables o que para superarlos imponen estrategias más sofisticadas, articuladas y sin ceder a una ansiedad que conspire con los resultados propuestos; como tampoco, que pase por alto, el alto costo que una frustración semejante supone a la par de los evidentes -y ya en parte sacados a la luz- condicionamientos que depara para un gobierno que se aspiraba fuera una bisagra con el pinochetismo y sus secuelas en más de dos décadas de la llamada “Convergencia Democrátrica” chilena.

Brasil, expone una realidad algo diferente como también lo es su historia, sin dejar de ser preocupante e igualmente incierto en su expectante futuro. Sin duda el reposicionamiento del PT en el centro de la escena política con la conducción de Lula y él especialmente, tan y tanto vituperado, demostrando una capacidad de liderazgo y una fortaleza personal que hace honor a su larga trayectoria militante, son una demostración de que no hay que abandonar la lucha ni los principios que le dan sentido.

Aún así, y ante la evidencia de que son altas las probabilidades de imponerse en una segunda vuelta, cuesta comprender el complejo entramado que -más allá de las “encuestas” o tal vez favorecidas por sus resultados anticipatorios, reales o diseñados para promover la polarización electoral- llevaron a que Bolsonaro concitara más de un 40% de los votos en primera vuelta. Máxime, cuando este resultado cristalizó ya una conformación del Parlamento, de gobiernos estaduales y municipales, que tornarán todavía más difícil gobernar la Nación para recuperarla de los enormes daños, regresiones e injusticias que han deparado a ese país las políticas crudamente neoliberales que se impusieran desde la destitución de Dilma Rousseff.  

Acostumbrarnos al forzado devenir, puede conducir al horror

La Argentina no es ajena a lo que acontece en otras y en estas latitudes, puesto que a la esperanzadora experiencia electoral del 2019 le han seguido una serie de desencuentros, encrucijadas heredadas, promovidas y autogeneradas que no se han sabido -podido o querido- superar con medidas a la altura de las circunstancias y de las concepciones fundantes de la principal fuerza política del Frente de Todos, el Peronismo.

Ni siquiera después del duro revés de los comicios del 2021, ni de los comportamientos claramente destituyentes de una oposición partidaria, empresarial y judicial negada a todo diálogo o proceder democrático y republicano.

Escuchar a primeras figuras del oficialismo plantear que hay que atender a lo que “la gente” expresó con su voto, que es preciso tomar nota de lo que “la gente” reclama del Gobierno, que “la gente” se distancia de determinadas consignas históricas e identitarias, causa no poca perplejidad.

Más todavía que se registren, prioritariamente, las demandas de los que siempre ganan -incluso en las peores crisis- ahondando la indecente transferencia de ingresos en su favor desde los sectores del trabajo, empobrecidos quienes están comprendidos en el empleo formal y en mayor medida los excluidos del sistema.

Que se verifiquen actos violencia institucional, en cabeza de las fuerzas de seguridad, como en los dramáticos sucesos con motivo de un partido de fútbol en La Plata y de mayor gravedad todavía en la impronta represiva en el Lago Mascardi en perjuicio de pueblos originarios, con ribetes escandalosos -no sólo desde una perspectiva de género- en lo relativo a las mujeres y niños que fueron víctimas de ese accionar.  

Se trata de cuestiones que deben evaluarse en un contexto de extremismo antidemocrático, como se verificara en la indolencia cuando no indiferencia con que los grandes medios acompañaran inconcebibles posturas de la oposición y la letanía de un Poder Judicial con rápidos reflejos sólo para las demandas de los poderosos, ante la tentativa de magnicidio que tuvo por blanco a la Vicepresidenta de la Nación y principal referente política de la Argentina. 

Al igual que la práctica ya aceitada como “policía del pensamiento disidente” afincada en la Ciudad de Buenos Aires, cuyo Gobierno recurrió como primera y única respuesta a los reclamos estudiantiles plasmados en la toma de Colegios Secundarios, al espionaje junto a la presencia amenazante de su fuerza de seguridad local y a la intimidación de sus familias promoviendo insostenibles acciones penales y civiles judicializando un conflicto propio del ámbito educativo. Sin que la Ministra del ramo, carente de todo antecedente ni formación en esa materia, intentara cuanto menos abrir algún canal de diálogo con los estudiantes reclamantes.  

Recuperar la concepción y sentimiento de Pueblo, de Nación, de que la Patria es el otro -lo que no es puro recurso retórico-, reconstituir una Democracia Social más participativa y representativa que convenza sobre el compromiso de defenderla de todo autoritarismo totalitario y plutocrático, es factible y de una urgencia que no admite demoras ni excusas coyunturales. Es la felicidad del Pueblo, la grandeza de la Patria y el destino de quienes la conformamos lo que está en juego.

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Álvaro Ruiz

Abogado laboralista, profesor titular de derecho del Trabajo de Grado y Posgrado (UBA, UNLZ y UMSA). Autor de numerosos libros y publicaciones nacionales e internacionales. Columnista en medios de comunicación nacionales. Apasionado futbolero y destacado mediocampista.