Un mundo tan convulsionado por un factor exógeno de vocación universal, pone en evidencia otros muchos males, debilidades, injusticias e inequidades que llevan largo tiempo entre nosotros, que no advertimos o más probablemente no le hayamos prestado la debida atención.
¿La cuna de la libertad y la democracia?
A veces, lo esencial es invisible a los ojos, lo curioso es que cuando lo esencial se percibe con toda claridad siga cegándonos la razón y el espíritu al punto de empecinarnos en sostener lo insostenible.
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Es recurrente la visión idílica del “Gran País del Norte”, constituido en la Meca de los disconformes con sus realidades nacionales, en el añorado punto de partida de una vida rodeada de comodidades y seguridades, en la concepción de que allí se configura la mayor expresión de la libertad y la democracia.
Por conocidos me abstengo de hacer un recorrido por los episodios que dan cuenta de la crueldad con que ha intervenido, como Estado imperial o a través de sus Corporaciones, en el Sudeste asiático, Medio Oriente o África. Ni que hablar de Latinoamérica, que desde el siglo XIX la han considerado un territorio que indiscutiblemente formaba parte de su doctrina del Destino Manifiesto, respaldando o directamente instalando los regímenes más antidemocráticos, sanguinarios y genocidas.
El reciente brutal crimen de George Floyd realmente estremece y abre los más diversos interrogantes sobre las derivaciones que pueda generar, aunque -sin restarle magnitud- se exhibe como un devenir casi lineal en la historia de EEUU. Que responde al predominio de una idiosincrasia racista y esclavista, con claro desprecio de todo aquello que no responda a patrones étnicos y culturales predefinidos, que en tanto rigen hacia adentro de sus fronteras nacionales no puede sorprender cómo se proyecta en el resto del mundo.
La Guerra de Secesión (1861-1865), más allá de la edulcorada imagen libertaria, fue la expresión de una tensión entre dos modelos económicos incompatibles. El Sur con base en una explotación agraria latifundista –exportadora- y con mano de obra esclava, confrontaba con los intereses industrialistas -de un Capitalismo en ciernes- del Norte que resultó vencedor en la contienda y que 100 años después seguía negando elementales derechos civiles a la población negra, que continuó siendo discriminada hasta el presente como otros grupos sociales considerados inferiores (entre los cuales destacan los latinoamericanos).
La mayor parte de la sociedad norteamericana hace un culto de su apoliticidad, lo que explica en buena medida la falta de compromiso -que se exhibe como signo de “libertad”- en materia electoral, siendo los jóvenes de entre 18 y 30 años los que, históricamente, votan menos que los mayores de 60 años y ello refuerza el sesgo conservador de sus gobiernos sean Republicanos o Demócratas.
El voto no es obligatorio, ni existe un empadronamiento general sino en función de quien desee registrarse como elector; las elecciones nacionales se celebran un día hábil (laborable, un primer martes de noviembre) lo que desalienta y limita obviamente la participación en los comicios; la proporción de votantes -con relación sólo a los registrados- es habitualmente baja y las tasas más elevadas han oscilado entre el 58% y el 62%; la elección del Presidente es indirecta, o sea, a través de un Colegio Electoral conformado por 580 miembros que ungen al primer mandatario reuniendo una mayoría de 270, con lo cual no necesariamente el designado resulte el que haya obtenido la mayoría del voto popular.
Negacionismo argentino
Como una verdad incontrastable que hasta hoy se repite irreflexivamente, fomentada por una historiografía distorsionada, en Argentina forma parte del sentido común la virtual desaparición de las personas de raza negra como consecuencia de las guerras (de la Independencia y de la infame cruzada de la Triple Alianza contra el Paraguay -1864/1870-) y, luego, por la fiebre amarilla (en 1871).
Esa convicción ficcional arrastró consigo a quienes pudieran reconocerse como afrodescendientes, en sus orígenes consecuencia de la esclavitud. Que no fue desterrada por la Asamblea del Año 1813 que sólo consagró la “libertad de vientres” (es decir, que se consideraría “libres” a los nacidos en nuestro territorio a partir de entonces, cuya existencia ligada a sus progenitores no verificó un cambio sustancial), sino 40 años después con la sanción en 1853 de la Constitución Nacional que, en el caso de Buenos Aires, recién rigió desde 1861.
Los prejuicios, discriminaciones y explícita inclinación por la raza blanca como surge del propio texto constitucional (“El Gobierno federal fomentará la inmigración europea …”, art.25), indujo a su vez al ocultamiento o a la falta de autopercepción de lazos con aquellas raíces.
La población que, genéricamente, denominamos afrodescendientes no resulta sólo del tráfico de esclavos (del tronco colonial), sino de otras muchas corrientes migratorias durante el siglo XX desde distintos países de Latinoamérica (Perú, Brasil, Uruguay, Colombia) y del África de donde también provienen muchas personas que ingresaron a nuestro país en los últimos 20 años (Mozambique, Islas Azores, Cabo Verde, Costa de Marfil, Ghana, Nigeria, Senegal).
Esas complejidades de un grupo social de características diversas y plurales no han sido debidamente concebidas por la sociedad argentina, que por lo general se inclina a englobar todos esos actores bajo el apelativo de “negros”. Que no da cuenta de sus matices, relieves y singularidades propias. Sin que tampoco se valoren los importantes aportes culturales con que contribuyeron a la idiosincrasia e identidad argentina, ni se combata decididamente para neutralizar la estigmatización primigenia ligada al concepto de “negritud” y basada en claros prejuicios, discriminaciones negativas e invisibilizaciones forzadas.
Obtenida la libertad los antiguos esclavos solían adoptar el apellido de las familias que habían sido sus “amos”, es así que muchos Lamadrid, Thompson, Rosas, Garay poseen ascendencia africana –aunque no lo sepan o se nieguen a admitirlo- y del mismo modo que en tantos otros, con prescindencia de ese dato, se verifica un fenotipo que se corresponde con ese origen.
Los censos nacionales de población no se interesaron por esa cuestión, recién el realizado en 2010 contenía en su cuestionario, por primera vez, consultas referidas a la afrodescendencia y se obtenían datos oficiales a su respecto.
Ese mismo año, con motivo del Bicentenario de la Revolución de Mayo y de las campañas que se venían efectuando por el Ministerio de Trabajo combatiendo la trata de personas con fines de explotación laboral (el “trabajo esclavo”), desde la Subsecretaría de Relaciones Laborales se desarrolló un estudio sobre el tema afro en el mundo laboral y acerca de la naturalización de expresiones (“trabajo en negro”, “salario negro”) claramente denigratorias ligadas a esa condición racial.
Fue así que se tomó contacto con más de diez Asociaciones de afrodescendientes, junto con las cuales en 2011 (declarado por la ONU como Año de las Culturas Afrodescendientes) en la Facultad de Filosofía y Letras (UBA) -que también participó de su organización con los Ministerios de Trabajo y de Educación-, se realizaron las primeras Jornadas sobre “Trabajo y Cultura Afro en la Argentina”, en las cuales se hicieron importantes aportes para la comprensión de fenómenos sociales que delataban desigualdades, prejuicios e ignorancia general de datos históricos relevantes.
La negritud nacional
Las migraciones -por razones primordialmente laborales- internas como desde países vecinos, en particular las que tuvieron por destino la Capital Federal y su asiento en esa ciudad o en el conurbano bonaerense, verificaran o no herencia afro, fueron conformando la “negrada” autóctona.
Los migrantes de países europeos que habían alcanzado subir algunos peldaños en la escala social, sobre todo su descendencia, también tomaron distancia de aquel otro grupo y pretendieron diferenciarse aunque en sus comienzos –personal o familiarmente- hubieran formado parte de ese mismo pobrerío y víctimas de similares descalificaciones.
Apodados “negros”, con frecuencia adjetivados para remarcar el carácter despectivo (chorros, planeros, de mierda), “gronchos”, “cabecitas negras”, “aluvión zoológico”, la predominancia de la piel morena en dichas personas no resulta determinante para su inclusión en esa suerte de categoría social.
Ser oriundos de las Provincias, particularmente del Norte, acentúan esas concepciones en el persistente centralismo porteño tan afecto a poner su mirada embelesada al otro lado del Atlántico o por encima del Río Bravo.
Lo “negro” da cuenta de lo oscuro, de lo indeseado, de lo ilegal, como parte de un lenguaje coloquial tan instalado socialmente al punto que, también, forma parte del lenguaje periodístico, académico y erudito. Muchos son los ejemplos, entre otros: vender o comprar en negro, economía negra, salario negro, trabajo en negro, dólar negro (hoy reemplazado por el seudónimo “blue”), un día negro, caminar como negro, vérselas negras, transpirar como negro, hacer cosas de negro.
Como contraposición confirmatoria de lo antes señalado, es oportuno recordar que hasta no hace tantos años a la trata de personas con fines de explotación sexual, se la llamaba “trata de blancas”. Que si bien aludía a mujeres europeas que luego de las guerras mundiales eran llevadas -con engaños o forzadas- a otros países o Continentes para prostituirlas, denotaba una implícita diferenciación con las “no blancas” cuyo comercio sexual se banalizaba o naturalizaba socialmente, o incluso resultaba legal o fácticamente no punible.
Los miembros de los Pueblos Originarios, por serlo, por formar parte del imaginario de la “negrada nacional” o por ambas identificaciones, además del exterminio genocida del que fueron víctimas siguen en la actualidad sujetos a discriminaciones intolerables, agresiones de todo tipo, violencia institucional y violaciones de básicos derechos humanos. Sin que todo ello pareciera calar hondo en la conciencia ciudadana, tanto citadina como rural, ni generar una respuesta de conjunto lo suficientemente contundente como para poner un efectivo freno a tanto destrato.
Es hora de convencernos
Atravesamos un tiempo que puede implicar un cambio de época, que brinda la oportunidad colectiva e individual de conformar una Comunidad más integrada, más equitativa menos desigual, menos hipócrita, menos discriminante.
Rescatando nuestras mejores tradiciones como Pueblo, reconociendo el sincretismo cultural que define el Ser Nacional, resignificando los valores y erradicando los vicios que como Sociedad ponemos de manifiesto.
Los versos de un tango, justamente una palabra de origen africano que identifica un género tan nuestro como otros tantos ritmos del acervo musical argentino, traducen poéticamente las reflexiones precedentes:
“Convencernos, no ser descreídos que vence y convence el que está convencido. No sentir por lo propio un falso pudor, aprender de lo nuestro el sabor. (…) Recuperar la identidad, plantarnos en los pies, crecer hasta lograr la madurez. Y ser, al menos una vez, nosotros (…) Convencernos un día de veras, que todo lo bueno no viene de afuera”. (Convencernos: Eladia Blázquez/Chico Novarro).
La “libertad”, una palabra que hoy en día está tan presente en las manifestaciones ciudadanas, conceptualmente cobra sentido unida a la “igualdad”, valores inescindibles en una Democracia Social de Derecho.
Pero hablar de igualdad formal, de igualdad ante la ley, es insuficiente. La igualdad se organiza, se construye, a partir de las diferencias y del reconocimiento de esas diferencias, respetando las que representan un valor como expresión de la diversidad plural y condenando las que se erigen como conductas motivadas por el odio y la discriminación.