Durante la última semana la Ciudad de Buenos Aires se vio alterada por una ola de tomas en distintos colegios secundarios, incentivadas por una nula respuesta del gobierno porteño. Los pliegos de reivindicaciones fueron variados, desde la cantidad y calidad de las viandas provistas hasta los recurrentes reclamos por las condiciones edilicias y, más en general, en rechazo del continuo ajuste presupuestario sobre la educación.
Sin embargo, hubo en esta oportunidad un punto saliente, sobre el que versan estas líneas: las Acap (actividades de aproximación al mundo del trabajo), una iniciativa lanzada este año, en el marco del Programa de Prácticas Educativas, según la cual los estudiantes del último año del secundario tienen que cumplir obligatoriamente con un puñado de horas fuera de la escuela, en espacios laborales, principal pero no exclusivamente privados, aprendiendo dinámicas de las relaciones de trabajo, tales como el cumplimiento de horarios y tareas, el trabajo en equipo, las escalas jerárquicas, el trato con clientes. Para tal fin, las empresas tenían que presentar sus propuestas pedagógicas ante el ministerio de Educación de la Ciudad, estableciendo la cantidad de cupos, la organización de los turnos y los programas pedagógicos en los que estos participarían. Recibidas las propuestas, las autoridades definirían cuáles de estos programas se abrirían y, sobre todo, cómo se distribuirían entre las distintas escuelas secundarias de la Ciudad. Esto último toma particular relevancia en tanto existen distintas orientaciones, con lo que los programas debían vincularse con estas, de modo de que los estudiantes aprovechen los conocimientos que brinda la orientación para articularlos con una práctica laboral asociada con ellos.
El planteo original del gobierno porteño tenía que ver con que estas prácticas, obligatorias para pasar de año y no remuneradas, funcionaran como un aprendizaje desde “la vida real” y no desde lo artificioso de las aulas, como si lo que se enseña en la escuela fuera un juego, una simulación, a la que le falta carne y hueso. En la escuela te pueden hacer trabajar en grupo, pero esa mecánica sería una performance frente a la realidad del trabajo en grupo fuera de ella. Así, frente al diagnóstico generalizado de que la escuela secundaria está mostrando malos desempeños, tanto por los resultados de algunas pruebas estandarizadas como por criterios expresados públicamente por algunos docentes o autoridades de instituciones de educación superior o empleadores, la respuesta del gobierno es encarar la utilidad de la enseñanza secundaria para el mercado de trabajo: más allá de los conocimientos, lo que importa es que los estudiantes puedan insertarse en puestos de trabajo cuando terminen la escuela secundaria.
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En el fondo, estos diagnósticos, con sus soluciones, no son nuevos, sino que se remontan a viejos dilemas o programas de reforma educativa tendientes a pensar a la escuela como una instancia preparatoria para el trabajo, cuyo objetivo es el incremento de la productividad laboral de los estudiantes y no la preparación de ciudadanos cuyos múltiples desempeños relevantes, tanto presentes como futuros, se inscriban en varios órdenes de la vida, y no solo en la productividad en el mercado. Si la escuela de principios del siglo XX, aun cumpliendo las funciones disciplinarias que muy bien describió Michel Foucault, decía que educaba al soberano, la de un siglo después nos inserta de manera directa en la preparación para el mundo del trabajo, aunque no ya en un mundo de disciplinas sino de meritocracias. El aporte fundamental lo hizo Gary Becker con su teoría del capital humano, según la cual los individuos son responsables de aumentar su capital humano para ofrecer en el mercado un producto, valga la redundancia, más productivo, y por ende más rentable. Desde esta mirada se produjeron las reformas educativas más desastrosas que se implementaron en la región, precisamente porque llevaron a legitimar los vertiginosos aumentos de la desigualdad.
Sin embargo, el meollo de la cuestión, por lo menos en lo que a las tomas de escuelas se refiere, no se debe tanto a la propuesta programática de las Acap sino a su efectiva implementación: en muchos casos, las propuestas pedagógicas presentadas por las empresas y aprobadas por el ministerio carecían por completo de una mirada educativa, de un proceso de aprendizaje, de una práctica con virtudes formativas, sino que se trataba, lisa y llanamente, de la realización de tareas de baja calificación -como lavar platos, limpiar ventanas, tender camas, juntar basura, etcétera-. Solo desde una mirada muy rebuscada es que podría comprenderse, desde la teoría de Gary Becker, que la realización de estas prácticas contribuye a aumentar el capital humano de algún modo.
Pero lo más preocupante fue que, cuando a partir de las denuncias de los centros de estudiantes salieron a la luz las actividades efectivamente realizadas, algunos comunicadores alineados con el gobierno de la Ciudad salieron a repudiar que los estudiantes rechacen esas prácticas, argumentando que esa negación obedece a algún tipo de conducta elitista. “¿Por qué no vas a lavar platos? Todos empezamos con trabajos de ese tipo”. “Hasta la princesa real de Países Bajos trabaja como camarera”. Precisamente, lo que estas respuestas obviaron fue la dimensión remunerativa y voluntaria de estas actividades. Nadie duda de que se trata de tareas dignas y socialmente necesarias: cuando se las realiza para uno mismo, no hay mucho para discutir respecto de su conveniencia o razón; cuando se las realiza para otro, en el mercado, es a cambio de una retribución. Más allá de la dignidad de la tarea, lo que dignifica la actividad es su remuneración, pues es el medio a partir del cual las personas acceden a los bienes y servicios necesarios para la vida.
Y aquí volvemos a Marx y a una de sus frases más elocuentes: en el capitalismo, el trabajador no es esclavo de su empleador, no tiene para con él una dependencia personal, cuando quiere, puede renunciar e irse; en el capitalismo el trabajador es esclavo de la clase propietaria (burguesa) en su conjunto, pues el trabajador es doblemente libre. Es libre de irse a donde quiera, pero también es libre de cualquier posesión, con lo que para sobrevivir está obligado a vender lo único de que dispone, su fuerza de trabajo, a alguien que la pueda emplear.
Entonces, quien en el capitalismo realiza una tarea de baja o nula calificación para el uso de terceros lo hace a cambio de un salario con el que luego se compra cosas. La dignidad (si es que tal cosa existe) está allí, en el reconocimiento monetario de esa tarea, y no en la tarea en sí.
Con las Acap se da un paso, en términos de Marx, hacia un régimen pre-capitalista: el Estado está obligando a los estudiantes a regalar (no vender) su fuerza de trabajo a empresas privadas a cambio de la autorización para aprobar el año. Si no realizan la tarea, no terminan el colegio. Una tarea paga y voluntaria -o, volviendo a Marx, cuya obligación solo se encuentra en la necesidad de venderle la fuerza de trabajo a alguien, sea ese empleador u otro- es reemplazada por una gratuita y obligatoria.
Pero, para colmo de males, hay dos elementos que se nos escapan en el análisis: por un lado, estas tareas se realizan, en general, para empresas privadas con fines de lucro, que reciben pagos por las actividades que no remuneran, con lo que aumentan sus ganancias a costa de las necesidades de los estudiantes; por el otro, los propios trabajadores que realizan esas tareas a cambio de un salario ahora se ven reemplazados por mano de obra gratuita, con lo que se reducen sus horas extra o pierden capacidad de negociación salarial.
Así, con esta disposición el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires está obligando a una parte de su población a regalarle su fuerza de trabajo, de manera forzosa, a empresas privadas con fines de lucro, operando no solo un avasallamiento de los propios estudiantes sino una redistribución regresiva de los ingresos, en beneficio de los empresarios y en desmedro de los trabajadores. Y, lo peor: todo eso en nombre de la educación.
En conclusión, se trata de una medida ideada por el Gobierno de la Ciudad para legitimar un diagnóstico sobre la educación, interviniendo políticamente sobre un sector minoritario, que no conforma su principal núcleo electoral, pero perjudicándolo abiertamente. En nombre de la educación se favorece a las empresas y se daña a estudiantes y trabajadores.
Si la televisión nos dice todo el tiempo que el problema de la Argentina es que se perdió la cultura del trabajo, este tipo de medidas nos hace pensar que no es así. Al contrario, lo que se perdió es la cultura de pagar salarios, y el gobierno porteño es un agente a favor de esa cultura.