Esta semana, la Cancillería organizó una ceremonia en honor a Héctor Timerman- ex Ministro de Relaciones Exteriores de CFK- quién falleció el 30 de diciembre de 2018. El acto sirvió como reconocimiento por su gran tarea como funcionario, pero sobre todo, como desagravio ante las infames acusaciones que tuvo que enfrentar en el marco de la causa judicial del Memorándum con Irán, una de las operaciones del lawfare antikirchnerista más salvajes que incluyó, entre otros, a Andrés Larroque, Carlos Zannini, Oscar Parrilli, Luis D'Elía, Fernando Esteche y la propia CFK.
La causa fue declarada nula a fines del 2021, cuatro años después de haber sido elevada a juicio oral por el ubicuo juez Claudio Bonadio, a partir de una denuncia del fiscal Alberto Nisman. Los jueces del Tribunal Oral Federal 8 consideraron que “el Memorándum de entendimiento con Irán, más allá de que se lo considere un acierto o desacierto político, no constituyó un delito”, algo que habían señalado todas las instancias judiciales antes de que Bonadio la relanzara con el argumento de que la firma de ese documento representaba una “traición a la Patria”, una extravagancia asombrosa aún para el estándar generoso de nuestra justicia federal. Por su parte, el fiscal Gerardo Pollicita acusó a la expresidenta y al ex canciller de haber cometido un “delito de lesa humanidad”, “por haber implementado una maniobra tendiente a dotar de impunidad a los ciudadanos iraníes imputados en el marco de la causa (...) del atentado contra la sede local de la AMIA.”
Héctor Timerman fue destrozado por los medios y por el gobierno de Cambiemos, pero también por la Delegación de Asociaciones Israelitas Argentina (DAIA), querellante y cómplice de Bonadio y Pollicita. Enfermo de cáncer, el procesamiento le impidió seguir con su tratamiento en EEUU, lo que deterioró su salud y aceleró su muerte.
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La denuncia de un hecho político que no configuraba delito alguno, ocurrido veinte años después del atentado a la AMIA, fue el gran legado de Nisman luego de investigar la causa durante diez años. La muerte del fiscal -que la entonces oposición y los medios serios consideraron un asesinato- consolidó la operación montada por los sótanos de la democracia y la transformó en una verdad revelada.
El odio político hacia el kirchnerismo consiguió que la DAIA se conformara con una denuncia delirante, que demonizó a un funcionario que solo intentaba hacer avanzar la causa AMIA, y canonizó a un fiscal inútil.
En 1894, un capitán del ejército francés llamado Alfred Dreyfus fue acusado injustamente de alta traición, y luego de una investigación judicial digna de Comodoro Py, fue condenado a prisión perpetua y desterrado a la Isla del Diablo. Su condición de judío lo transformó en el chivo expiatorio ideal. La condena generó una grieta en la sociedad francesa entre quienes defendían su inocencia y quienes lo consideraban culpable, aunque la verdadera línea de separación fue el antisemitismo. Quienes lo acusaban -la mayor parte del ejército, los diarios, las clases altas, pero también los sectores populares- consideraban que era “un traidor por nacimiento”. Luego de pasar cinco años en el infierno de Guyana, y gracias a la presión de su familia y una parte de la opinión pública, Dreyfus fue indultado y parcialmente rehabilitado en su carrera.
Durante el caso, el novelista francés Marcel Proust utilizó una imagen memorable: un cochero se decía antisemita para sentirse más cerca de la clase social de su amo, que sí lo era. Era un antisemitismo aspiracional, una ficción que le permitía pertenecer a la elite, al repetir los insultos y frases de odio que esta clase utilizaba. Por supuesto, pese a sus esfuerzos, su amo no lo diferenciaba de los caballos que conducía.
Ocurre algo parecido con una parte de la clase media argentina. Por el deseo de acercarse a las clases más altas, repite sus prejuicios reaccionarios y defiende políticas contrarias a sus propios intereses. Ese antipopulismo aspiracional, por llamarlo de alguna manera, la lleva a exigir menos gasto público o a tratar de planeros a los desempleados que reciben una modesta asignación familiar, y no al 0,1% más rico de la población a quien el Estado subsidia con todo tipo de beneficios, como impuestos bajos o nacionalización de sus pasivos.
Seamos claros: La clase media está conformada por 70% de agua y 30% de gasto público. Al sumarse al coro que pide reducir ese gasto, ella misma se condena al destierro en la Isla del Diablo, esperando que eso la acerque, como por arte de magia, a la buena vida de los que más tienen.
El odio, hoy o en 1894, atenta contra los propios intereses de quienes odian.
Imagen: Alfred Dreyfus, víctima del lawfare antes del lawfare (cortesía Fundación LED para el desarrollo de la Fundación LED)