Los debates economicos suelen quedar entrampados en el capítulo de los reproches. En el presente, por ejemplo, ante cualquier crítica al oficialismo la respuesta suele ser “Massa hubiese hecho lo mismo”, o el retruco “miren lo que hicieron ustedes en 2023”, en referencia a la carrera por evitar la devaluación a cuenta de la pérdida de reservas. Mirando apenas más atrás, a la herencia macrista, está el “qué querés, nos dejaron un país híperendeudado” o, cuando se trata del tercer kirchnerismo, siempre surge el “se fumaron las reservas”. Parece evidente que, más allá de las diferencias ideológicas, en los reproches aparece un hilo conductor.
Por ejemplo, la convertibilidad de los ’90, que clavó sin más el tipo de cambio, pudo lograrse gracias a la entrada de capitales, primero por los ingresos de las privatizaciones y el flujo inversor asociado y luego por el endeudamiento externo. Cuando el flujo de divisas se cortó el modelo llegó a su fin.
Luego, tras el interregno duhaldista, al kirchnerismo le fue muy bien mientras duró el ciclo de altos precios de las exportaciones, lo que se tradujo en dólares abundantes y, en consecuencia, estabilidad cambiaria. Fueron tiempos en los que incluso, para evitar la revaluación, el Banco Central acumulaba reservas. La crisis internacional de 2008-2009 fue el inicio del cambio de tendencia que comenzó a materializarse desde 2011con la reaparición del déficit externo. Desde entonces y hasta 2015 la estabilidad relativa se mantuvo artificialmente gracias a la combinación del cepo y del uso de las reservas internacionales acumuladas desde 2003.
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El macrismo salió del cepo, pero no hizo nada con sus inmensos déficits externos. La estabilidad de los primeros dos años, que le permitió ganar las elecciones de medio término, fue a cambio de 100 mil millones de dólares de deuda. Imagínese si el gobierno actual o el anterior dispusieran de semejante suma. Cuando en 2018 el flujo del endeudamiento privado se cortó, apareció el FMI y comenzó el declive, pero en el camino se volatilizaron también otros 40 mil millones de dólares aportados por el organismo.
El gobierno del Frente de Todos logró patear hacia el futuro los inmensos vencimientos y evitar el default con el Fondo que le demandaban en su propia interna. Tuvo importantes superávits externos, pero no logró transformarlos en reservas internacionales gracias al cepo y a un dólar oficial barato que funcionó como transferencia para los importadores. Logró superar la pandemia, pero ya sin reservas, lo volteó la sequía, es decir la escasez de dólares de su último año. Sólo con 5000 millones más de exportaciones, la historia de 2023 hubiese sido muy distinta. Probablemente no se habrían perdido las elecciones.
Lo que se observa entonces es que desde los años ’90 del siglo pasado, para no ir más atrás, hubo períodos con déficit y superávit fiscal, pero el común denominador de la inestabilidad macroeconómica y el fin de los gobiernos fue siempre la relación entre el resultado externo, las reservas internacionales y el tipo de cambio, lo que en última instancia se expresa en el precio del dólar al que siguen todos los precios de la economía y del que depende la estabilidad o no de la macroeconomía.
La primera conclusión preliminar es que la historia económica enseña algunas cuestiones esenciales. La primera y más general es que la apreciación cambiaria siempre termina mal. La segunda, derivada de la primera, es que no es posible atrasar el dólar cuando no se tienen reservas. Tercera, y también derivada, mantener el dólar atrasado sin entrada de capitales, genuina o no, liquida las reservas internacionales disponibles.
La pregunta que cae por su propio peso es por qué los gobiernos siguen optando por mantener el dólar atrasado. La respuesta es porque, como de su precio dependen todos los precios de la economía, el dólar funciona como “ancla inflacionaria” y, salvo a los exportadores, mantiene a todos contentos, es un bálsamo y una tentación. En general los gobiernos tratan de no devaluar porque hacerlo genera dos consecuencias muy negativas en el corto plazo: recesión e inflación. En consecuencia, las devaluaciones suelen ocurrir por agotamiento, cuando se corta el financiamiento externo y el ingreso de capitales o cuando se terminan las reservas, momentos en que quien devalúa no es el gobierno, sino el mercado. Si hay cepo, como sucede prácticamente sin interrupciones desde 2011, el proceso se inicia con el crecimiento de la famosa brecha cambiaria entre el dólar oficial y los paralelos. Una segunda característica es que estos procesos suelen ocurrir generalmente al final de los gobiernos, no al principio, con lo que el presente aparece como una anomalía.
Las devaluaciones que resultan de la voluntad gubernamental suelen ser parte de los comienzos de un plan económico y normalmente coinciden con el inicio de los gobiernos. La actual administración, afecta a la desmesura, provocó un shock devaluatorio inicial con un aumento del dólar oficial del 118 por ciento. El dato notable es que apenas 7 meses después y frente al virtual fracaso de la estabilización, se aferra a la apreciación cambiaria con el mismo espíritu de “resistencia con aguante” que el gobierno anterior al final de su mandato. A pesar del “espíritu libertario” cayó en el mismo combo de sacrificar reservas para sostener la cotización del dólar y atrasar tarifas, con lo que también mantiene la distorsión de los precios relativos y la “inflación reprimida”. A pesar de su discurso y de las enseñanzas de la historia parece haberse enamorado de la apreciación como herramienta de contención de precios. Así, el gobierno de Javier Milei, como en su momento el de Mauricio Macri, hacen lo que ellos mismos llamarían desde afuera “kirchnerismo tardío”.
Encontrar las razones de la encerrona no requiere exprimirse las neuronas. La actual administración no bajó la inflación. Luego del shock inicial sólo se registra una “regresión a la media”, pero subiendo un escalón. Sin embargo, en el medio de una actividad económica que se desmorona, la tendencia decreciente del número de la inflación mensual es el único vínculo que une al gobierno con la promesa esencial que le hizo a sus votantes: estabilizar la macroeconomía. La repetición de la historia hasta el infinito se resume también en que todas las esperanzas para mantener un esquema macroeconómico inviable remiten a la posibilidad o no de conseguir más financiamiento externo. El cuento de la buena pipa, otra vez