El consenso suele utilizarse cada vez más como sinónimo de conducta democrática o tolerante. Quien está en el marco del consenso pertenece a la civilización, es uno de los nuestros. Por el contrario, quien se encuentra fuera del marco conceptual del consenso, sería el bárbaro el incivilizado o, usando una terminología que pretende ponerse de moda, un terrorista.
El consenso (el sentido de todos, el cum sensus), presupone una sociedad sin conflictos, pues estos han sido saldados por el hecho del consenso. Quien conjeturalmente se oponga a este consenso social se encontraría por el hecho de esta misma oposición por fuera de la sociedad misma. Por tanto, ese sentido conjunto, construye una totalidad excluyente. Fuera de él está la exclusión.
La palabra consenso, remite a la palabra del Uno y por ello ha sido el vocablo central de los regímenes de la dictadura y el absolutismo. La dictadura genocida de 1976-1983 invocaba como fuente de su poder el consenso de la sociedad argentina. Es que el consenso remite necesariamente a lo Uno, al que lo plural se sacrifica. Fuera de él, aparece la irracionalidad (en tanto opuesta a la racionalidad que se presupone Una). Por eso Thatcher hablaba del único camino.
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Por el contrario, una sociedad plural presupone una sociedad para la cual el disenso es consustancial. No puede haber sentido único pues de lo que se trata es construir acuerdos para tramitar las diferencias. El acuerdo, mantiene la diversidad de sentidos y se asienta sobre la mutua conveniencia de quienes acuerdan. Por supuesto, la validez del acuerdo está sostenida en la persistencia del interés que llevó al pacto. Todo contrato es un acto de cooperación, pero no una cooperación entre ángeles que acuerdan según su libre albedrío o por un acto gratuito. Es la cooperación de seres situados, sexuados y mortales para los cuales el contrato no es el punto de partida de las obligaciones sino un punto de llegada al que se arriba desde posiciones sociales de desigualdad. En rigor, no se llega al contrato por libertad sino por necesidad. Se contrata porque se necesita del otro.
En la relación de trabajo, por ejemplo, el trabajador trabaja porque, en tanto viviente, acostumbra morirse si no come. La realidad humana no es la realidad de los ángeles sino relaciones de mortales sexuados, capaces de afecto y susceptibles de pasión. Por eso, más lejos o más cerca, se encuentra la elección letal que propone el bandido cuando exige la bolsa o la vida.
Del otro lado, también el empleador contrata porque necesita del trabajo del trabajador. De allí la falacia de que los empleadores contratarían más con salarios más bajos en una extraña interpretación de la ley de la oferta y la demanda. Un empleador no contrata más trabajadores porque se encuentren baratos en el mercado. Hay una diferencia entre contratar trabajadores y comprar caramelos. El empleador necesita al trabajador en tanto insumo de producción y no como objeto de placer. Por tanto, no es la disminución del valor del salario la que va a incrementar la contratación de trabajadores, sino la demanda de productos en la economía real.
Las empresas que se funden por un juicio laboral es otro mito del gorilismo nativo, como los asados con el parquet de las casas que entregaba el gobierno peronista (si algo sabía un trabajador de esa época es que la madera con alquitrán le da mal sabor al asado y, por otra parte, las viviendas sociales no tenían piso de parquet sino de baldosas). No es la legislación laboral la que lleva a la quiebra a las PyMEs, sino la falta de demanda de productos en el mercado, en el que la demanda interna, compuesta fundamentalmente por el valor del salario real, es un componente central.
El consenso no presupone el acuerdo. De hecho, tanto el denominado pacto de mayo celebrado en julio, como la invocación del consenso por parte de la dictadura no requirió la deliberación conjunta sino que fue el efecto de una imposición del poder (el consensus que invocaba la dictadura consistía en la disminución de las manifestaciones y huelgas convertidas en delitos por los bandos militares).
Por el contrario, la democracia presupone el disenso, que es el resultado de la diversidad de las posiciones sociales que determinan racionalidades diferentes. Ese desencuentro puede saldarse por un acuerdo, pero el acuerdo no niega el disenso que permanece en el acuerdo. Esta es, ni más ni menos que la diferencia entre el teórico del absolutismo, Hobbes y el pensador de la libertad, Spinoza. Para Hobbes, establecido el representante para poner fin al Estado de Naturaleza, nada podía ser disputado. Para Spinoza, la sociedad era el resultado del acuerdo por el cual nadie puede ser obligado a cumplirlo si la amenaza del daño del cumplimiento o las relaciones de fuerza cambiantes demuestran su inconveniencia. Para éste nadie puede renunciar a la vida o a la libertad por pacto alguno.
Para Hobbes, previo al derecho y a la constitución del Estado, el estado de la naturaleza era un estado de guerra, el hombre como lobo del hombre hasta que se constituye el Leviatán al que se entrega toda potestad social para que sea devuelta en forma de Paz.
Si el derecho es paz, el intérprete del derecho debe entender las normas del derecho positivo como inspiradas por la finalidad de paz. En consecuencia, debe interpretarlas de tal modo que asegure la permanencia e inmutabilidad del orden social constituido. Como quienes ocupan los márgenes de la sociedad, los que han sido desplazados de la capacidad de simbolización, son quienes pretende una mutación de las relaciones sociales, estos son quienes no aman la paz, son violentos. Los amantes de la paz son aquellos que prefieren el mantenimiento de las relaciones sociales establecidas.
Así puede entenderse la opinión de Natalio Grinman, Presidente de la Cámara Empresaria de Comercio y Servicios, que declaró que lo que hay que hacer es dialogar y ser respetuoso, sin acudir a medidas desagradables. Como si las medidas de fuerza o las posiciones relativas de poder no fueran justamente la condición de posibilidad del acuerdo. La beneficencia no construye derechos.