De las muchas cosas infrecuentemente atrevidas que dijo Guillermo Saccomanno en su discurso de apertura de la Feria del Libro, quizá deba subrayarse la crítica por “violencia política” a la Fundación organizadora que le alquila el predio a la Sociedad Rural, una de las tantas instituciones civiles de la última dictadura genocida que censuró, quemó libros y desapareció escritores y escritoras.
Marcar esa paradoja fue un aporte notable a la verdad histórica. Pero Saccomanno, además de agitar modorra protocolar del evento más importante de la industria editorial con esta mención inédita, hizo algo que se extrañaba en tiempos de odiadores esperpénticos de la derecha negacionista que dominan la escena: recuperó la incorrección política para el progresismo.
Su irreverencia en este caso no estuvo destinada a insuflar odio en una sociedad ya bastante lacerada por las pandemias económicas y virales, sino a despertar de su letargo indolente al mundo de la cultura y las ideas, a conmover lo que parece inamovible como consecuencia de una exagerada predominancia de discursos pasteurizados que no buscan contradecir las verdades del capitalismo de pillaje que consume a la Argentina.
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Es cierto, lo hizo precisamente en un ámbito mercantilizado, donde tallan fuerte editoriales globales que mueven muchísimo dinero, y por eso mismo es casi heroico que Saccomanno haya tenido el único gesto digno que puede tenerse en tal circunstancia y ante semejante poder empresario, capaz de encumbrarlo o cancelarlo para siempre: cobrar por su trabajo, no hacerlo gratis, plantar un antecedente que otros y otras podrán citar en el futuro para defender su integridad personal y artística.
“Polémico”, “infantil”, “petulante”, “anacrónico” y “fuera de lugar” son algunas de las descalificaciones que acumuló su intervención, proferidas en su mayoría por personas cuya tareas es el patrullaje en busca de discursos “desubicados”, cosa de volver a ubicarlos en una caja donde no inquieten o contagien a otra gente. Se ve que denunciar un oligopolio, el del papel para libros, que dominan las familias Blaquier/Arrieta (Ledesma) y Urtubey (Celulosa), activa el modo automático de la intolerancia rentada que estos grupos empresarios alimentan con su dinero.
Hablar de oligopolios, como hizo un escritor valiente ante un auditorio que no esperaba tanta verdad junta, es restituir al lenguaje democrático una palabra necesaria, indispensable para describir la depredación que sufre nuestra economía.
Pasa con el papel para libros, pero también en rubros como el siderúrgico, en el alimenticio, en los medios de comunicación, en las telecomunicaciones y en la energía. En la puja distributiva, estas conformaciones les permiten fijar precios y así capturar rentas extraordinarias, todos los días, incluso en momentos de crisis, por eso los ricos argentinos son cada vez más ricos y los pobres son cada vez más y más pobres que antes.
Si de verdad queremos cambiar el país, hacerlo más justo y vivible, hace falta que otros se animen a la impertinencia de Saccomanno. En el sindicalismo, en la empresa, en la universidad, en los medios, en la política y en el gobierno necesitamos que haya muchos “Saccomannos” que pronuncien lo inconveniente, que asuman el riesgo de decirlo y que no trabajen de distraidos.
Su método es un soplo de vida en esta fosa común, que a algunos se les antoja demasiado cómoda.