Qué fácil es ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio o en el del más próximo a uno, parafraseando un antiguo dicho tan ajustado a los tiempos que vivimos. Es que la impostada diatriba hacia los funcionarios corruptos, es muy común escucharla en boca de los que corrompen o de muchos del común que -en la escala en que se encuentran- hacen de la evasión o de la búsqueda de favores pagos una práctica habitual. Al igual que las quejas por el gasto social del Estado, en lo que no se es beneficiario directo.
Cuando esas posturas apuntan a los más desposeídos, cuando cínicamente se los estigmatiza en “cruzadas” de pretendidos bienpensantes de clases acomodadas, sin registrar el nivel extremo de necesidad y siempre cortando el hilo por lo más fino, es indispensable llamar las cosas por su nombre e ilustrar con nombres propios para no hacerles el juego en la confusión que pretenden generar.
Sujetos sociales
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En los albores del siglo XX el conservadurismo como el liberalismo que era su fuente prodigaban un individualismo a ultranza, adueñados de un Estado a su servicio protector de la tradición -diseñada por las elites-, de la familia -oligárquica- y de la propiedad privada -concentrada en pocas manos-; definían un país para pocos, que dejaba en sus confines al resto de los habitantes y a las clases populares incluso por fuera de sus márgenes.
Un contexto en el cual no se concebían sujetos sociales, en tanto entidades asociativas colectivas con proyectos e ideales comunes -salvo las que determinaban aquella estratificación inexorable- y que pudieran convertirse en actores sociales con capacidad de incidir en su propio destino o en el de la sociedad en su conjunto.
El gremialismo incipiente con frecuencia sin constituirse efectivamente en sindicatos intentaba abrirse paso en ese pequeño escenario montado en la Argentina, aunque mal podía erigirse en esa condición cuando el asociativismo obrero era criminalizado y, mucho más, sus acciones reivindicativas.
Ese rol se reservaba, aunque no asumiéndoselo como tal, a las llamadas “fuerzas vivas” que se identificaban como los grupos impulsores de la prosperidad y no eran sino los consorcios extranjeros o las corporaciones patronales que detentaban el poder (la Sociedad Rural Argentina y la Unión Industrial, entre otros ejemplos emblemáticos).
A bastante distancia de aquéllas, algunas otras expresiones podían encontrarse en un precario mutualismo, en sociedades de beneficencia, en ligas agrarias conformadas por arrendatarios o chacareros explotados por los señores de la tierra y los exportadores de materia prima.
Reconfiguraciones del pasado reciente y del presente
La paulatina ampliación de derechos sociales y las luchas que la hicieron posible, fueron consolidando representaciones colectivas existentes y dando lugar a la formación de otras de la sociedad civil que se constituyeron en organizaciones intermedias de un protagonismo ineludible.
Entre las primeras, puede ejemplificarse con los sindicatos, pueblos originarios, movimientos estudiantiles y pequeños productores agrarios; entre los segundos, organismos de derechos humanos, organizaciones sociales y vecinales, agrupaciones de inquilinos, colectivos feministas y de diversidades de género, asociaciones de defensa de consumidores o usuarios de servicios.
Por cierto, que también se mantuvieron, aunque algo forzadamente dentro de esa categoría, entidades que congregan a los titulares o gerenciadoras del gran capital, patronos de diversas actividades (rurales, mercantiles e industriales) u otros nucleamientos de las capas altas de la población.
La irrupción en escena de los sujetos sociales, su diversificación, multiplicación y reconocimiento puede ubicarse -con el carácter relativo que impone una síntesis apretada en los límites de la presente nota- a partir de la segunda mitad del siglo pasado.
Sin embargo, es hacia fines del siglo XX y en las primeras décadas del XXI que toman mayor cuerpo, es más notoria y decisiva su presencia del mismo modo que sus específicos reclamos, con la consiguiente necesidad de darles respuesta.
Las respectivas demandas se exhiben diferenciadas, cuando no fragmentadas en cuanto a su objeto -coyuntural o no-, sin que ello implique la ausencia de puntos de contacto e incluso, a menudo, algún nivel de complementariedad que puede brindarles unidad en la acción.
En general, directa o indirectamente, es al Estado a quien se dirigen esas reclamaciones y del que se espera una actuación que les brinde satisfacción, ya sea no involucrándose o interviniendo adoptando un rol decisivo o de mediador.
Anti Estado selectivos
Las corrientes neoliberales que suelen manifestarse en el plano economicista, con el fetiche del “mercado” y las “libertades” que se dicen que aquél exige para sí, a la vez, que derrama cual un maná que da como fruto el bienestar general, configuran ideologías centradas en la apropiación ilimitada de bienes y en derechos absolutos sobre los mismos.
Su premisa básica consiste en el combate a toda injerencia estatal que restrinja ese absolutismo conferido a la iniciativa privada, delegando en el Estado solamente el brindar seguridad -en sentido estricto y figurativo- que garantice el orden que entienden el natural en la sociedad estratificada que conciben, sin mayores corrimientos ascendentes que no sean los que -con suerte y en módica medida- el “esfuerzo personal” permita a unos pocos que, obviamente, deberán sentirse agradecidos y cada vez más distantes de sus orígenes como de quienes -los más- sigan rezagados en esa indefectible evolución darwiniana que deriva de la selección natural del Dios Mercado.
Esta cultura de la sumisión interna y del coloniaje externo, que es correlato de ese pensamiento que exacerba lo personal frente a lo comunitario y, conlleva, al antiestatismo como un acto de fe, cede toda vez que se precisa del Estado por la magnitud de la inversión inicial que es condición para que luego los privados hagan negocios, cuando crisis económicas o financieras ponen en riesgo al Capital o -para no abundar en ejemplos- ante catástrofes que imponen hacerse cargo de cuantiosos gastos o sostener un mínimo equilibrio social que evite estallidos que ponga en peligro los privilegios que se ostentan o a los que se aspiran por los que no pertenecen a esos círculos elitistas pero se identifican con ellos.
Subsidios, programas asistenciales y planes
La crisis del 2008 ocurrida en el centro imperial, con la quiebra -fraudulenta- del Banco Lehman Brothers de EEUU, extendida rápidamente en Occidente a su barriada residencial europea y luego agravada con el derrumbe de las hipotecas subprime que hicieron estallar la “burbuja inmobiliaria” en auge, constituyeron una virtual debacle financiera terminal y, entonces, los Estados liberales debieron salir -con cientos de miles de millones de dólares- a su salvataje. Los banqueros beneficiados ¿fueron planeros del Primer Mundo? No, de ningún modo, fueron sujetos de preferente tutela legitimada por su relevante función social, que disculpaba las defraudaciones públicas para aumentar su tasa de ganancia de la que ni una gota derramó.
En 1981, con Domingo Cavallo como presidente del BCRA, se estatizó el endeudamiento externo de los privados más que duplicando la deuda pública, que con la dictadura genocida entre 1976 y 1983, a su vez, terminó sextuplicada. Esos codiciosos empresarios -fugadores para formar activos en el exterior-, cómplices cuando no ideólogos del golpe de Estado como de su criminal metodología de dominación: ¿fueron planeros cipayos del Tercer Mundo? No, que va, eran prohombres indispensables para la Argentina productiva insertada en el mundo, garantes de los valores republicanos, que hasta hoy reivindican -y los salvan de la cárcel- sus herederos ideológicos que dicen -sinverguezas, sin vergüenza- que seguirán sus pasos sin ahorrar sacrificios … de los otros.
Otra vez Cavallo en 1991 con la dolarización de hecho (1 peso = 1 dólar), generó un vicioso mercado de capitales con apertura indiscriminada y timba financiera por la libre circulación (entrada y salida sin restricciones) de divisas, que aprovechaba -y/o intermediaba- la banca. Se multiplicaron las entidades bancarias extranjeras, supuestamente respaldadas por sus casas matrices. Pero para sorpresa de muchos -menos para los que diagramaron esa ingeniería financiera- en el 2001, al agotarse ese ciclo de “bonanza” de los pocos de siempre, una vez más con Cavallo como Ministro de Economía, se concretó el “megacanje” de la deuda -una de las más grandes estafas del siglo que comenzaba- y después los bancos que ya no tenían, o escondían, los pesos/dólares para devolver a sus clientes cerraron sus puertas, ayudados por el Estado que dispuso el “corralito” que inmovilizaba los ahorros de la gente.
Las sucursales locales de los bancos extranjeros, de la noche a la mañana, negaron nexo alguno con sus matrices y éstas, por supuesto, rehusaron hacerse cargo de las deudas contraídas por sus hijas putativas. Los platos rotos los pagaron las personas de a pie y el Estado que debió administrar toda la miseria generada. Estos otros banqueros y los especuladores del gran empresariado, que salieron indemnes e incluso enriquecidos: ¿eran planeros? No, como se le puede a alguien ocurrir que tan nobles ciudadanos puedan ser así catalogados, por recibir una “ayudita” semejante.
En las distintas crisis económicas vividas en este siglo, tanto las derivadas de causas endógenas como exógenas, el Estado ha debido asistir a los privados para sostener sus actividades y/o asegurarles rentabilidad con planes, programas y mecanismos varios (REPRO, ATP, eximiciones tributarias totales o parciales, moratorias para deudores fiscales seriales).
La pandemia constituyó una clara demostración de ese tipo de acciones estatales, en que se combinaron esos y otros muchos planes de la misma índole, a la par que una inversión gigantesca de toda clase de recursos para cuidar de la salud de la población que los “privados” no atendían. Ahora bien, los industriales, comerciantes, empresarios de cualquier laya, empleadores en general, capas medias profesionales, asistidos por el Estado: ¿son planeros? Claro que no, han recibido lo que merecían por derecho ante una necesidad originada en un virus que, todo parece indicar, fue traído al país desde el extranjero (Europa o EEUU presumiblemente) por alguno de los que disponían de recursos económicos para vacacionar por esas tierras prometidas.
Cristina, siempre Cristina
En su discurso del 20 de junio en la ciudad de Avellaneda, con la lucidez y la profundidad de análisis que la caracteriza, Cristina Fernández hizo un detallado recorrido por los problemas endémicos de la Argentina, las causas recurrentes de las recurrentes crisis, los sectores responsables de buena parte de esas dificultades y que, a la vez, medran con ellas asegurándose cuantiosas ganancias a despecho de la pobreza que es, como mínimo, un efecto colateral asumido conscientemente.
Llamando a las cosas por su nombre, sin ambages como nos tierne acostumbrados, abordó más de veinte temáticas, pero lo más recalcitrante de la oposición y los medios de comunicación hegemónicos sólo se detuvieron en uno: los programas sociales, por dónde y por quienes deberían administrarse.
En el Encuentro Regional de la Fundación “PENSAR”, usina de lemas propagandísticos y discursos del PRO, Patricia Bullrich afirmó: “Los planes sociales en la Argentina se deben terminar.”. Por su parte Rodríguez Larreta repitió esas mismas palabras, agregando: “Hay que modernizar el mundo del trabajo y desestructurar la política social.”
El deseo de “terminar con los planes sociales” seguramente será compartido por todos, pero la cuestión nodal que esos personajes eluden es el por qué de la miseria que exige implementarlos; cuál es la condición indispensable para suprimirlos, que exige la previa generación de fuentes de ingreso que los supla, y de allí derivaría el cuándo sería factible concretarlo, creando más y mejor empleo como efectivamente se hizo entre 2003 y 2015.
Algo más de sorpresa causó, o quizás no evocando un viejo refrán (“hay que pegarle al chancho para que el dueño aparezca”), ver a ciertos dirigentes sociales integrados al oficialismo, algunos incluso funcionarios del Gobierno nacional como el Chino Navarro o Emilio Pérsico, desfilar por canales, radios o medios gráficos opositores, en los que también omitieron toda alusión integral y contextualizada de las ideas expresadas por Cristina en aquella oportunidad, que además en lo particular no supuso una descalificación generalizada de los movimientos sociales.
Con sólo administrar la pobreza no alcanza
Las organizaciones sociales emergen como un “nuevo sujeto social” en los años ’90 del siglo XX, producto principalmente de las políticas neoliberales que causaron una destrucción masiva de puestos de trabajo, provocando niveles de desocupación sin precedentes (superiores al 21%) y precarizando en grado sumo el empleo formal con una veintena de modalidades de contratación -en su mayoría temporarias por definición- entre las que, incluso, las había calificadas artificialmente como “no laborales”.
Sin embargo, también les cupo responsabilidad al sindicalismo que no se ocupó de esa masa de trabajadores desocupados, a la que en general no brindó ayudas para vertebrar estructuras autogestionadas ya fuera para generar fuentes alternativas de ingreso o gestionar las empresas abandonadas o vaciadas por sus antiguos empleadores; ni incorporó como suyas las reivindicaciones y demandas de las y los desempleados, de las y los excluidos del sistema que no habían logrado siquiera un primer empleo, de las y los que por su edad no podrían reincorporarse a un trabajo formal ni, en consecuencia acceder en un futuro a la jubilación.
Las personas que son las naturales bases de representación de las organizaciones sociales y de los sindicatos, indiscutiblemente, forman parte del Movimiento Obrero. Se trata de trabajadoras y trabajadores, más allá del modo en que estén ocupados, que merecen por tanto las garantías y protección que la Constitución Nacional consagra.
Al Estado corresponde efectivizar esas tutelas, apelando a los medios más eficaces y controlando todo cuanto haga a su implementación, cuidando de que las medidas adoptadas no favorezcan la cristalización definitiva de una pobreza estructural.
No basta con administrar la pobreza resignando una transformación que implique un cambio drástico en la redistribución de la riqueza, con capacidad para eliminarla o mitigarla sustancialmente. Ni se debe cejar en el empeño por la creación de más y mejor trabajo, ni renunciar al objetivo del pleno empleo convalidando una alegada reconversión del mundo laboral que lo haría imposible. Ni admitirse como aceptable una ciudadanía laboral privada de derechos fundamentales, ni sumida en la pobreza.