Sin democracia popular no existe República viable

06 de junio, 2022 | 00.05

Una nota de Edgardo Mocca publicada la semana pasada en El Destape (“Los límites de lo posible”), cuya lectura (e incluso relectura) recomiendo, me llevaron a algunas reflexiones que se hicieron más imperiosas por ciertos sucesos ocurridos en estos días, las que me propongo compartir en esta columna.

La política de la contrapolítica

A medida que se acerca el año 2023, se complican los impactos internacionales y locales por la guerra en Ucrania, se producen o se perciben futuros movimientos en el tablero regional (Chile, Colombia, Perú, Honduras, Brasil, Cumbre de las Américas), mejora la macro pero no alcanza o, incluso, se empeora la micro que se vive a diario, las respuestas institucionales más urgentes no se adoptan o llegan tarde, viene advirtiéndose una sincronización persistente de acciones promotoras de la antipolítica.

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A ese respecto, se hace necesario considerar que la “antipolítica”, lejos de ser lo que semánticamente asemeja, constituye ni más ni menos que uno de los modos en que se expresa la política. Quienes la pregonan hacen política de la “no política”, sin que se pretenda aquí hacer un mero juego de palabras, por el contrario, se apunta a poner el acento en una conducta viciada y cuando es deliberada -lo que es frecuente- realmente contraria a la ética más elemental.

Una distinción que entiendo necesario corresponde hacer, es entre aquellos que se autoperciben sinceramente como apolíticos y aquellos otros que actúan así enmascarados agitando esa bandera contra la Política.

En tanto esta última concierne a toda relación de poder en cualquier terreno, siempre atravesada por creencias, dogmas, ideologías, deseos y aspiraciones, difícilmente alguien podría abstraerse y pensarse no alcanzado por lo político.

Lo que sí implica una actitud de esa naturaleza, y persiguen quienes incitan a ese tipo de conductas, es un desinterés por lo que nos es común en una sociedad, por la toma de conciencia de la tensión entre lo público -que nos concierne a todos- y lo privado -que es personal o sectorial- donde se dirimen infinidad de cuestiones que más tarde o más temprano incidirán en nuestras vidas.

Se invisibilizan las diferencias, que sí existen, con consignas tales como “son todos iguales”, “conforman castas”, “no defienden otros intereses que los propios”, “se nutren de la corrupción”. Lo curioso, es que los que levantan esos lemas forman parte o se integran a la clase política que denuestan, sin hacerse cargo de sus propias acciones que justamente se corresponden con esas estigmatizaciones que reservan sólo para quienes no comulgan con sus anhelos elitistas y antipopulares.

La contradicción de base que explica las antinomias y que es imprescindible considerar para distinguir los objetivos que animan a unos u otros, para calibrar las propuestas que se formulan y la identificación o no con las mismas, permanecen ocultas detrás de motes de aquella índole y construyen sentido desde el sinsentido con el fin de desacreditar el sistema democrático, mostrándolo sólo como “un abuso de las estadísticas” -en la definición elitista y antiperonista de Jorge Luis Borges- y desalentando por inconducente toda vía o voluntad participativa.

La contracara del meneado populismo

La pulseada en la oposición se centra en demostrar cuánto más distante de una democracia social se ubican los precandidatos, cuánto menos receptivos de las necesidades populares se manifiestan y más cercanos a las exigencias de los poderes fácticos, cuánto se empeñan en defender los privilegios que conspiran contra la búsqueda de alcanzar niveles de equidad esenciales para una convivencia razonable e inclusiva.

Las concepciones reaccionarias que los inspiran precisan de la distorsión discursiva de la realidad, pero también hacer lo propio con la historia, y no guardan el menor recato por exhibir la ausencia de toda autocrítica por las perniciosas consecuencias de las políticas que han implementado y que, por el contrario, sostienen con total desenfado que volverán a llevar a cabo si acceden al gobierno. A tal punto, que quienes se pretenden “moderados” y “dialoguistas”, cada vez se tornan más extremistas como reacios a respetar las reglas básicas de la democracia.

Unos días atrás, invitado por el Consejo Interamericano de Comercio y Produción (CICyP), frente a los representantes de las principales Cámaras y Federaciones empresarias de la industria, del comercio, de la construcción, de los grupos agroexportadores y de la Bolsa de Comercio, Rodríguez Larreta manifestó: “Nunca vamos a acordar con el kirchnerismo o los extremos populistas, ya que no coincidimos con la visión del país que queremos (…) Basta de gobiernos nacionales que apuestan a la división. Llevamos setenta años de peleas, de antinomias, de gobiernos que no continúan lo que hicieron los anteriores. Y el resultado está a la vista. Un fracaso. Hagamos algo diferente. Si seguimos haciendo lo mismo, el resultado va a seguir siendo lo mismo: más decadencia.”

Y también sostuvo, que el país necesita “avanzar en transformaciones estructurales: modernizar el sistema laboral para adecuarnos a las demandas del siglo XXI, bajar el riesgo y el costo de contratar a alguien, y generar incentivos para la formalidad (…) garantizar un sistema previsional que sea sustentable a mediano y largo plazo.”

Esas afirmaciones se formulan con total impudicia, a sabiendas de las falsedades que contienen, como por ejemplo pretender que nos preceden siete décadas de “populismo” cuando en la mayor parte de ese período los gobiernos -dictatoriales o no- fueron del mismo signo neoliberal, sometidos a los mandatos de las corporaciones locales y multinacionales en menoscabo de la soberanía nacional. El resultado fue un “fracaso” para el país, tanto como exitoso para quienes alentaron esas políticas que no son otras que las que la oposición propone y que nada de “diferente” tienen con las que anticipan guiarían sus acciones de gobierno, que conduciría nuevamente a la “decadencia” que aprovechan unos pocos.

En esa “visión del país” que ambicionan, las únicas “transformaciones estructurales” en las que piensan son las que echen por tierra los derechos sociales conquistados e impidan su progresividad, por eso la principal preocupación es “bajar el riesgo y el costo” empresario a costa de reformas regresivas en materia laboral y previsional. O sea, más transferencias rentísticas en favor del Capital y a costa del Trabajo argentino, ni pensar en redistribuciones más justas de la riqueza ni en mayores aportes de quienes se han enriquecido por décadas.

Aunque más brutal en sus proclamas, no difiere en lo esencial el pensamiento que inspira a Milei haciendo gala de una cínica lucha “libertaria”. Así es como, sin pudor alguno sostiene: “Mi primera propiedad es mi cuerpo. ¿Por qué no voy a poder disponer de mi cuerpo?”, con relación a la posible creación de un “mercado” de órganos como expresión de “libertad”. Un delirio, aunque no puede ser tomado a la ligera, banalmente, porque es una manifestación más de la erxtrerma mercantilización de todos los bienes y valores. Siguiendo esa línea de pensamiento, bien podría uno venderse a otro inaugurando una esclavitud voluntaria donde el presupuesto de esa operación comercial sería, sin duda, una imperiosa necesidad insatisfecha.

Atención, que esa derivación no es una mera visión distópica, porque ya en la actualidad existen diversas formas análogas a la esclavitud entre nosotros, como sucede con la trata de personas con fines de explotación laboral por los “señores del campo” que revelan las condiciones en que se encuentran miles de personas que se desempeñan en explotaciones agrarias o rurales. Como también, más visibles para quienes habitamos en ciudades, en el caso de las personas que trabajan encadenadas a plataformas (APP), repartidores que carecen de toda protección laboral, de seguridad social o frente a los -tan frecuentes- accidentes de trabajo no gozan de cobertura alguna.

Un monarca decadente y patético

El integrar un órgano del Estado identificado como la Corte da la impresión que genera en sus miembros una aspiración monárquica, anacrónica si bien de alto riesgo para la democracia.

El discurso del cortesano Rosenkrantz en Chile, resume en buena medida aquel mismo pensamiento opositor, cuando hipócritamente refiere que un mundo “en que todas las necesidades son todas satisfechas es deseado por todos, pero ese mundo no existe porque nos encontramos en situación de escasez. No puede haber un derecho detrás de cada necesidad, sencillamente porque no hay suficientes recursos para satisfacer todas las necesidades (…) En las proclamas populistas hay siempre un olvido sistemático, de que detrás de cada derecho hay un costo.”

Es ostensible que ese mentado “deseo” no es común a todos, comenzando por él mismo, ni que tampoco puede hablarse de “escasez de recursos” para satisfacer necesidades prescindiendo de la entidad de éstas ni del modo en que se encuentran repartidos aquellos. Ahora, anteponer “el costo” de un derecho para negar su vigencia y efectiva consagración, denota un mercantilismo a ultranza y dicho por un operador jurídico tan relevante como lo es un Ministro del Más Alto Tribunal adquiere una enorme gravedad institucional, que amerita su expulsión de ese Cuerpo cuya principal misión es garantizar, precisamente, derechos como los que Rosenkrantz pretende ignorar y que, muy a su pesar, consagra la Constitución Nacional.

Sería ingenuo suponer que esos planteos configuraron desafortunados exabruptos, dejándose llevar por un desvarío emocional, no sólo porque su discurso lo había escrito y se limitó a darle lectura, sino principalmente por el mismo título que eligió para su conferencia en la Universidad de Chile: “Justicia, Derecho y Populismo”.

Se trató entonces de una clara toma de posición, a tono con el ciclo neoliberal inaugurado por Pinochet que hasta la actualidad sigue condicionando la política del país trasandino, de confrontación con el peronismo y de encolumnamiento con los que nunca padecieron necesidades a los que está dispuesto a servir -como ya se advierte en sus fallos- con absoluta fidelidad para resguardar sus intereses, aún cuando se contrapongan con los de la Argentina y con los mandatos que emergen de la Constitución

Lo que encierra la descalificación por “populista”

La República que surge hacia fines del siglo XVIII en Francia, se proponía deponer el antiguo régimen basado en un absolutismo monárquico, postulando una división de Poderes que limitase el accionar del Estado en detrimento de las libertades y derechos ciudadanos.

Más allá del derrotero que ese diseño republicano registró en los siguientes dos siglos en los diferentes países, especialmente en los del Sur del mundo, el exponencial incremento de las desigualdades y de la pobreza como contracara -y consecuencia- de la desproporcionada concentración de la riqueza, puso de manifiesto lo imprescindible de la intervención del Estado para neutralizar esa situación y revertirla logrando mayores equilibrios.

No es del Estado del que deben protegerse los ciudadanos, sino del despotismo de los factores de poder que conspiran contra el bienestar general y el progreso con justicia social que constituyen explícitos pilares constitucionales.

Al erigirse la Corte Suprema como gendarme tutelar de las elites, demostrando una disponibilidad permanente para sus reclamos y la disfuncional injerencia en las áreas de competencia de los otros dos Poderes bloqueando toda medida que pueda afectar a sus mandantes, cumple también el cometido destituyente que le asigna la oposición de la que forma parte.

Todo aquello que no se condiga con la fe neoliberal que profesan, que se aparte del único deseo que los anima de satisfacer sus desmedidas “necesidades” de ganancias y de supresión de todo obstáculo para obtenerlas, quedará englobado con la calificación de populista.

A esta altura ninguna duda puede caber que el Estado es un aliado imprescindible del Pueblo; que desde sus estructuras debe consolidarse una democracia popular, plural y participativa que ofrezca reales garantías para el funcionamiento de las instituciones republicanas; que existen peligros ciertos para nuestra soberanía y enemigos de la Patria con quienes no puede sino confrontarse. En suma, que es impostergable desplegar acciones forzando los límites de lo posible.

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Álvaro Ruiz

Abogado laboralista, profesor titular de derecho del Trabajo de Grado y Posgrado (UBA, UNLZ y UMSA). Autor de numerosos libros y publicaciones nacionales e internacionales. Columnista en medios de comunicación nacionales. Apasionado futbolero y destacado mediocampista.