El acto reivindicativo de los genocidas organizado en la Legislatura porteña por el partido de Javier Milei –protagonizado especialmente por la candidata a vicepresidenta Victoria Villarruel, referente del Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas– puso a la política democrática en estado de alerta.
En contraste con el aletargamiento y la poca capacidad de reacción que la política venía expresando desde la pandemia, en esta ocasión manifestó un rechazo generalizado. Expresaron su repudio, legisladores de todos los bloques incluyendo el macrismo, los organismos, secretarios de derechos humanos de 15 provincias, la CTA de los Trabajadores y la CTA Autónoma, los docentes de Ctera, Ademys, los metrodelegados y el Sipreba, artistas, intelectuales y científicos.
La iniciativa de Villarruel de reivindicar a los terroristas pasó límites que creíamos grabados a fuego en la sociedad argentina. Una enseñanza que podemos extraer de esta emergencia siniestra, es que los derechos o logros no son conquistas irreversibles, sino que hay que luchar por ellos y custodiarlos permanentemente.
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Es cierto que el repudio al terrorismo de Estado del ´76 todavía tiene presencia en la sociedad, sin embargo, también es cierto que el debilitamiento del Nunca Más no fue de un día para otro, sino que se viene gestando por dos factores fundamentales: por la defraudación con los gobiernos propios, y por cierto “acostumbramiento” a los discursos de odio en la sociedad. Tenemos varios ejemplos de ello:
- los ataques con piedras al despacho de Cristina Kirchner durante el debate parlamentario por la negociación con el Fondo Monetario Internacional, sin que hubiera consecuencias.
- los escraches organizados por Revolución Federal contra políticos, que fueron celebrados o justificados por los medios de comunicación opositores.
- el atentado en el que gatillaron una pistola cargada en la cabeza de la Vicepresidenta y “no se armó ningún quilombo”.
- la salida a la luz de los vínculos entre los violentos homicidas de “la banda de los copitos” y dirigentes de la oposición como Caputo y Milman, sin que fuera materia de investigación.
- la condena y proscripción de Cristina por los jueces del lawfare, sin que tampoco hubiese reacción.
- el hecho de que la derecha de JxC basara su campaña en que “desaparezca el kirchnerismo”, lo que no es un detalle menor, y que la consigna pasara de largo.
Si bien no son nuevas las expresiones fascistas o la existencia de minoritarios grupos revisionistas que caracterizan al genocidio como una guerra, que alegan que no fueron 30.000, etc., habitualmente se les contraponía un Estado que avanzaba con los juicios y una sociedad que acompañaba.
La situación hoy ha variado y expresa gravedad: casi la mitad de los argentinos votaron por candidatos que no condenaron el ataque homicida contra la vicepresidenta de la Nación, y el candidato más votado en las Paso, Javier Milei, es un negacionista.
En relación al avance del neofascismo y la iniciativa de Villarruel de homenajear a las "víctimas", hay dos posturas en el campo popular: una que lo define como negacionismo, y otra que sostiene que no hay negacionismo, porque se reconocen los hechos trágicos del ´76.
El psicoanálisis aporta para este debate la categoría de "renegación". La renegación es un mecanismo que incluye dos juicios opuestos al mismo tiempo: uno que admite, afirma, reconoce ciertos hechos, junto con otro que simultáneamente los niega o desconoce. Por lo cual, que se reconozcan los hechos no implica que a su vez no se los esté negando. La corriente neofascista que encabeza actualmente Villarruel debe ser definida como negacionismo, en su variante de "renegación".
Aquello que supuestamente vuelve del pasado tiene siempre que ver con el presente, con el nivel de luchas y la batalla por el sentido. La representación institucional que logró el negacionismo va de la mano del enorme retroceso que sufrió la sociedad argentina en relación al debilitamiento del pacto democrático.
Nuestro punto de vista es que el negacionismo es un funcionamiento sintomático de esta época, razón por la cual hoy es necesario sancionar una ley contra el mismo, apuntando a desnaturalizar la práctica del odio que se ha instalado con fuerza en los últimos años.
La democracia debe convertir la violencia y el odio en un combate regulado, capaz de reinstalar al prójimo como adversario político, y no tomarlo como un enemigo al que se pretende aniquilar, práctica propia del fascismo. La democracia debe tratar de transformar la violencia en un conflicto reglamentado, debiendo la ley asumir un lugar protagónico por su función ordenadora.
En estas elecciones están en disputa dos modelos, el fascismo o la democracia, esto incluye cómo se reescribe la historia de los años de la dictadura y si se avanza o no sobre la complicidad civil con el terrorismo de Estado.