Existe una descripción bastante mitológica sobre la burguesía argentina, una deriva del pacto clasista propuesto por el peronismo primigenio, que la divide en dos fracciones. Una agraria, políticamente atrasada y supérstite del modelo agroexportador, y otra más moderna, ligada al modelo de industrialización sustitutiva que habría encontrado en el peronismo su punto de partida. Al razonamiento le sigue otra idea mitológica, la conciliación natural entre la burguesía industrialista y el proletariado industrial en un modelo nacional popular. Existiría entonces una burguesía mala y rentista, la agraria, con la que se dificultarían las alianzas, y otra buena y productiva, la industrial, que habilitaría una alianza inclusiva para el desarrollo. Se trata, muy simplificadamente, del sueño neolítico de la burguesía nacional, que como la mayoría a esta altura ya sabe, son los padres.
Sin embargo todas estas ideas subsisten en el imaginario político. El problema de la economía local, su péndulo, su oscilación entre modelos neoliberales y nacional populares estaría en el “empate hegemónico” entre estas dos fracciones de la burguesía, que, según el sociólogo Juan Carlos Portantiero, tendrían la capacidad de vetarse mutuamente sus proyectos políticos, aunque no de imponer sus programas. Pero debe observarse que no es esta la contradicción principal del empate realmente señalada. Portantiero escribió sobre el empate hegemónico en 1973, cuando el clima de época y la lucha política eran completamente diferentes. La contradicción principal que marcaba no era entre fracciones de la burguesía, entre el capital agrario y el industrial, sino entre “el capital monopolista dependiente y el proletariado industrial”, una caracterización más ligada no sólo a la época sino a la etapa marxista del autor, anterior a su deriva radical “liberal de izquierda”, pero que a la vez describe muchísimo mejor la realidad del presente, aunque ya no exista cosa tal como un proletariado industrial en tanto fracción de clase principal en la disputa política.
Para comenzar la burguesía local, incluso en tiempos del modelo agroexportador, siempre fue una clase moderna y diversificada, alejada del estereotipo sarmientino del “olor a bosta”. Aunque de base agraria en sus orígenes, sus especialidades también fueron las finanzas y la logística y desde épocas tempranas participó de las primeras formas de industrialización. Saltando en el tiempo, el capital industrial oligopólico (por antonomasia) que emergió de la industrialización sustitutiva fue la principal traba para continuar con el desarrollo, pues tras su consolidación comenzó a trabajar para “retirar la escalera” del Estado desarrollista. A estos factores debe sumarse el componente de la extranjerización, o mejor dicho de la internacionalización, del capital. Lo que se quiere destacar es que como bloque la burguesía local siempre fue una sola y que a su interior no existen contradicciones ideológicas sobre el proyecto de país. A pesar de que los modelos neoliberales provocaron históricamente endeudamiento externo y recesiones, los empresarios locales son esencialmente neoliberales. Demandan “reforma laboral”, libre circulación de capitales y mercancías y poco Estado, modelo que creen garantizado con la supervisión de los organismos multilaterales de crédito y la subordinación geopolítica. Es extremadamente difícil encontrar un empresario, cualquiera sea el tamaño de su firma, desde un pequeño comercio a una multinacional, que no crea a rajatabla en todas las supercherías de la ortodoxia económica. Cuando se lo encuentra es una anomalía. Esta burguesía realmente existente no es otra cosa que el producto de las formas de la inserción internacional (dependiente) de la economía.
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La primera conclusión es que no existe cosa tal como la posibilidad de una alianza con el “capital nacional” simplemente porque tal capital no existe como clase. La segunda es que, en sus propios términos, al modelo de desarrollo capitalista local le estaría faltando un sujeto que lo conduzca. La tercera es que la contradicción principal que hoy se expresa en la lucha política sigue siendo la de siempre, entre el capital y el trabajo. La “particularidad argentina” de esta contradicción está en otra parte. La introdujo el peronismo cuando logró conjugar históricamente la diversificación de la estructura de clases de la industrialización y, en paralelo, el empoderamiento de estas clases emergentes. Esta diversificación y empoderamiento dieron lugar a lo que puede caracterizarse como “procesos de no retorno” –es decir, a la resistencia de las nuevas clases a desaparecer– y a un igualitarismo que impidió la ansiada reconstrucción de una sociedad dual. Dicho de otra manera es el movimiento nacional popular, que no representa a ninguna fracción de la burguesía, sino a los trabajadores, el que impide la “re-latinoamericanización” de la economía local, proceso que los sectores dominantes intentan desde 1955 y que profundizaron con la última dictadura. Como señaló tempranamente John William Cooke, el peronismo, con la excepción de la triste experiencia de los ’90, fue y volvió a ser “el hecho maldito del país burgués”.
El dólar, escenario de la disputa
La contradicción entre el modelo neoliberal y el nacional popular no es otra cosa que la forma local de la contradicción entre el capital y el trabajo. Sin entender esta forma local es imposible comprender el presente. En las últimas semanas la brecha del dólar dejó de ser una cuestión pasible de ser resuelta de manera exclusivamente técnica para convertirse en el escenario de una gigantesca disputa de poder. Ello no significa que no se podrían haber tomado mejores medidas técnicas para contenerla, sino que el punto al que se llegó refleja una puja política de otra dimensión.
Algunos datos que ayudan a comprender la trayectoria es que primero el gobierno se encontró con un pasivo que no estaba registrado ni para la renegociación con los acreedores privados ni con el FMI. Se trató de alrededor de 25 mil millones de dólares de deudas privadas con el exterior, tanto por adelanto de importaciones como también financieras y de grandes bancos, que empezaron a saldarse al dólar oficial. Al mismo tiempo, buena parte de los 350 mil millones de pesos que a partir de la pandemia el Banco Central ayudó a prestar a las Pymes para salvarlas de la bancarrota no fueron a levantar cheques o a pagar deudas con proveedores, sino al dólar. Estos datos son clave para entender por qué el superávit comercial no pudo transformarse en aumento de reservas. Las diferencias de criterios entre el BCRA y el Ministerio de Economía seguramente no ayudaron a que exista un abordaje más dinámico del problema.
Luego, aunque la brecha entre el dólar oficial y los paralelos comenzó a pronunciarse con la baja de tasas a comienzos de la pandemia, también hubo un punto de inflexión no técnico: el retroceso en la expropiación de Vicentin. Si bien el gobierno tomó esta decisión para evitar lo que se insinuaba como una escalada con el sector agropecuario, la medida fue leída como un gesto de debilidad cuyo último hito fue la baja de retenciones para incentivar liquidaciones. Los exportadores le “midieron el aceite” al oficialismo y detectaron que venía flojito, lo que sumado a lo que sucedía en otros áreas, especialmente la judicial, donde las relaciones de poder parecen no haber cambiado en absoluto, empoderó a la oposición en general y a quienes pueden operar en el mercado cambiario en particular. El dato duro es que el Frente de Todos ganó las elecciones, pero el poder real se mantiene en otro lado.
En este escenario el objetivo del grueso del poder económico, donde la burguesía es una sola, es debilitar a su enemigo político, el modelo nacional popular cuya única base dispersa son los trabajadores. Como no podía ser de otra manera, el enfrentamiento entre el poder económico real y el político reaparece con total nitidez. Debe recordarse que la cotización del dólar es sobre todo una variable distributiva. Cada peso que sube significa para el oficialismo una progresiva dilución de su poder. Y en el límite, un salto devaluatorio sería, literalmente, un desastre que ni siquiera aplacaría la puja y que sólo se traduciría en un descalabro macroeconómico: salto inflacionario, caída de los ingresos de los trabajadores y profundización de la ya dura recesión.
Las presiones cambiarias buscan disciplinar al gobierno, por eso el objetivo de máxima del poder económico es provocar un salto devaluatorio que haga olvidar que la crisis del presente es la suma de la herencia más la pandemia. Como respuesta a la embestida de esta semana y consciente del costo político de un salto devaluatorio, el presidente decidió centralizar las decisiones económicas en Martín Guzmán. Mientras tanto, las medidas “técnicas” que se comentan en Economía son esperar un acuerdo con el FMI, lo que se supone calmaría a “los mercados”, pero que en el mejor de los casos ocurriría recién en enero próximo, e intentar hasta entonces reducir o contener la brecha. La idea sería dejar deslizar muy levemente el tipo de cambio oficial, dentro de los márgenes del Presupuesto, y avanzar hacia un desdoblamiento de facto operando más activamente en el CCL, opción que demandaría dólares adicionales que provendrían tanto del swap con China como de créditos REPO con bancos del exterior. Finalmente también se incentivarían las inversiones en pesos.
Dado que el poder económico espera las medidas con el hacha en la mano y el cuchillo entre los dientes, quizá haya llegado el momento de utilizar con más contundencia, además de la técnica, todo el poder del control parcial del Estado.