Asistimos a la disputa de dos modelos de gobernanza global que va más allá de la competencia por la hegemonía entre dos grandes Estados: o los Estados, es decir los Pueblos, recuperan su atribución de disciplinar a los mercados, o el poder financiero se deglute a la política y con ella a la autoridad estatal.
La subordinación de la política al poder económico no se expresa únicamente a nivel de los Estados nacionales, sino también de la impotencia que demuestran los organismos multilaterales. Pongo tres ejemplos. Las resoluciones aprobadas por unanimidad o amplias mayorías para que el Reino Unido acepte discutir diplomáticamente con Argentina la soberanía de Malvinas; el pronunciamiento de ONU, OMS, OMC, G-20, OPS, OEA para que los laboratorios levanten sus derechos de propiedad intelectual para democratizar el acceso a las vacunas COVID-19; la Resolución de Naciones Unidas del 23.06.2021, cuando 184 países pidieron levantar el bloqueo de Cuba, sólo dos votaron en contra (EEUU e Israel) y 3 se abstuvieron (Brasil, Colombia y Ucrania). Ninguna de ellas se cumplió pese a la abrumadora mayoría de Estados que las apoyaron.
La potencia y la voracidad irracional del capital financiero globalizado, que va más allá también del partido que gobierne determinada potencia, es el causante de dos enormes cataclismos a escala planetaria: a la inédita concentración de la riqueza con su correlato en la expansión de la pobreza y el desamparo; b. el desastre ambiental.
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El papel “informativo” de las grandes cadenas de medios ha muerto. Son oficinas de las grandes corporaciones llamadas a construir un sentido común en nuestras sociedades, de modo de legitimar sus intereses financieros. Se trata de un instrumento más de la llamada guerra híbrida, cuyo teatro de operaciones para conseguir aliados no es sólo el territorio físico sino el espacio simbólico.
Por lo tanto, quienes crean ver detrás del esquema de nueva guerra fría que se pretende imponer, que debemos ser parte del llamado “mundo libre” contra el autoritarismo y las dictaduras, no sólo están cayendo presa de un anacronismo, sino que estarían cometiendo un grave error de apreciación.
Asistimos a la declinación irreversible del eje nor-atlántico a expensas del asiático, en términos de influencia y capacidad de estabilización de los territorios, acuerdos comerciales y de inversión, registro de patentes, nuevas tecnologías, nuevos materiales, obras de infraestructura.
Hasta el momento, el bloque emergente no ha amenazado la estatalidad. Tanto en la defensa de la participación del Estado en la economía a nivel interno, como en sus votaciones en organismos multilaterales y sus acciones concretas, se han ocupado de defender la soberanía estatal frente al neocolonialismo. Un ejemplo es su persistente apoyo a la causa de Argentina en el Atlántico Sur frente a la amenaza de la OTAN.
Es decir, la presencia de un bloque emergente –sin perjuicio de las diferencias que podamos tener con sus respectivos gobiernos- que desafíe la unipolaridad del capital financiero globalizado favorece dos valores que deberían ser muy caros para América Latina, sin que esto signifique alineamiento alguno: la multipolaridad y la soberanía de los Estados, con su correlato, la decisión soberana de sus Pueblos. Es en este sentido que deberíamos saludar la actual reconfiguración del orden internacional.
En cambio, la pérdida de hegemonía de la zona “capitalismo financiero”, que ya se torna inocultable hasta para sus propios actores, está generando nuevas señales de desesperación por alinear a los Estados más próximos, esto es, lo que se conoce como “las Américas”.
Se desvelan por impedir nuestra relación soberana con el bloque emergente, tildándolo de ser una re-edición del autoritarismo. Sin embargo, no hay un modelo perfecto de democracia, y mucho menos uno que ningún país pueda imponernos como categoría universal. Cada pueblo construye su propio sistema político, de organización social y de relación entre Estado-Sociedad, a partir de su propias tradiciones históricas, raíces culturales, religiosas, etc.
Detrás de una retórica amigable, llena de apelaciones a los derechos humanos, la transparencia y la lucha contra la corrupción y la calidad electoral, se tratan de imponer estándares que, al convivir con la pobreza, el bloqueo económico, la confiscación de nuestros recursos estratégicos, el endeudamiento crónico y la especulación financiera, se convierten en una excusa para justificar la intervención externa, es decir, una suerte de nuevo comisariato político para mantener el control sobre nuestros países.
América Latina no debe ser la oficina de certificación de las pretensiones uniformadoras de ninguna potencia. Deben levantarse los bloqueos y garantizarse nuestro desarrollo autónomo, como pre-requisito de cualquier evaluación y mucho menos condena internacional.
Una vez garantizada nuestra soberanía, todos los países debemos permitir el acceso del sistema internacional de derechos humanos para que constate su cumplimiento en el propio territorio, y evitar así que se elaboren informes a distancia tergiversados por la llamada “prensa independiente” o por ong´s financiadas desde el exterior para cumplir objetivos facciosos.
Por otra parte, la proscripción de nuestros líderes populares, que otrora se expresara a través de los golpes militares, hoy se materializa a través del espionaje, el escarnio público de los medios y la consiguiente persecución judicial, todo revestido de una pretendida “defensa de la calidad institucional”.
Quien suscribe no comparte la idea de “Hemisferio” o de “las Américas” como categoría política, que se intentará imponer en la próxima cumbre de junio en Los Ángeles. Así como compartimos con la cultura occidental la vigencia de derechos humanos, civiles y políticos fundamentales, disentimos en el despliegue de bases militares por el mundo, en facultar a la población civil a portar armas libremente, en entender como un delito a la emigración forzada de millones de personas que huyen de la miseria creada por ese mismo sistema, y que no debe ni puede ser criminalizada. En lugar de circunscribirse a gastar en sofisticados métodos para administrar políticas inmigratorias, los países desarrollados deberían dejar de aplicar políticas macroeconómicas que impidan nuestro desarrollo autónomo, de modo de evitar la migración forzada.
Para quien suscribe, el slogan “una cosa es la ideología y otra cosa es el interés nacional”, tiene el siguiente alcance: como ejemplo, nuestra relación estructural con Brasil o con Uruguay, necesita sostenerse más allá de la mayor o menor afinidad con un determinado gobierno. Una mayor afinidad potenciará esa relación, pero la menor afinidad no puede interrumpirla. En ese sentido, el interés nacional es permanente. Eso es una cosa.
Pero nuestros principios históricos en política exterior, que descansan en profundos valores como la soberanía, la no injerencia y el respeto de los derechos humanos, son perennes y omnipresentes. Porque no sólo procuramos eso para nuestro país, sino como preceptos ordenadores de la convivencia universal. Allí es donde converge nuestra ideología con el interés del Estado, sin contradicción.
Otro slogan con el que discrepo es: “a veces hay que hacer concesiones frente a los poderosos para obtener algunos beneficios”. Según mi experiencia, la contraparte –por más poder que tenga- sólo nos pedirá concesiones si damos alguna señal de que las haremos. En cambio, si nos ve plantados en principios inamovibles, no pedirá tales “gestos”. Un país como el nuestro será más respetado en la medida que mayores sean los principios inconmovibles en los que sustente su política exterior.
Todo lo dicho acentúa la necesidad de construir un bloque de integración regional cada vez más sólido y estratégico.
Bonus track: sería muy saludable dar este “debate” al interior del Frente de Todos, y estoy profundamente dispuesto a abordarlo.