Lunes por medio, contacto a mi editor de El Destape y comenzamos a pelotear ideas para mi columna que intenta ser más de pensamiento compartido que de opinión. Cuando empezó la semana, arrancamos esta placentera costumbre del ida y vuelta que genera el intercambio. Esta vez, lo hice con un audio. Las palabras escritas no alcanzaban para transmitir mi entusiasmo respecto al tema en cuestión. Y fue ahí, cuando él me escuchó, que pudo decirme: “Genial, entiendo a lo que vas. ¡Avanti!”. Es que la voz trasluce más allá de lo que él otro traduce. El tono, el brillo, el modo en que las palabras se construyen en el interior y salen al encuentro con lo que quien oye puede o quiere escuchar. La voz es un instrumento conformado por las cuerdas vocales que vibran y generan sonidos. Palabras. Expresiones. La voz es uno de los nombres de la identidad. Un sello a través del cual se reconoce al otro. Porque en cada uno de nosotros resuenan las voces de los otros, creo que pensar en la voz como un ente abstracto sería tan torpe como absurdo. No existe la voz. Nos hacemos y deshacemos escuchando voces que nos marcan, y pujamos por encontrar y crear la nuestra. Una voz propia que pueda decir quiénes somos, qué queremos, qué nos diferencia de esos otros que depositaron en nosotros su deseo.
En tiempos de pantallas, regresar al registro de lo oído es un ejercicio de transformación. Esperar el llamado es uno de los modos de decir “vení a visitarme”, “quiero saber de vos”. Y si tantas veces hemos escuchado “me quedé mudo” o “no tengo palabras”, es porque en las metáforas buscamos el modo de decir lo que a veces no encuentra manera de ser dicho.
En el caso del trabajo con los pacientes, el psicoanálisis vuelve a poner a prueba el dispositivo creado por Sigmund Freud. Su agotamiento por sostener la mirada frente a los ojos de los analizantes lo llevaron a la praxis del diván. En ese modo que busca la asociación libre, la voz del analista pasa a ser eso: una voz. Y su cuerpo es un medio que soporta palabras y silencios, del que se desprende una escucha de aquello que quien habla va diciendo, pero sobre todo, de la manera en que lo dice. Lo contingente de las telecomunicaciones me llevaron a tomar una decisión con una paciente a la que llamaré Julieta. Hace unos días ante los problemas con su proveedor de internet, le propuse abandonar la videollamada y pasar a la comunicación telefónica. Sin imagen.
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- Es como si te propusiera que te acostaras en el diván. Buscá un lugar cómodo de tu casa, ponete auriculares, y empezamos.
Al finalizar esa sesión, me dijo:
- Muchísimo mejor así. Esto quiero.
Utilizamos la voz para pedir, para ofrecer, para preguntar, para responder. Para alojar. Y en esa conjunción de tonos y palabras vamos armando un discurso, un estilo, una manera.
Mi abuela con sus 89 años está viviendo lejos de su casa con dos personas que la cuidan. Está aislada de su familia, más allá de algunas visitas imposibles de posponer. Pensé que definir días y horarios con mis primos y mis tíos podía ser una buena idea para ayudarla a tomar mayor conciencia del día a día. Perder la noción del calendario no es buen remedio para la angustia y la ansiedad. Menos en las personas mayores, conscientes de que el tiempo de vida por vivir es uno de los bienes más preciados. Ahora ella sabe quién la va a llamar cada día. Tiene anotados nombres y horarios, y se abraza al teléfono minutos antes de la hora del encuentro esperando las llamadas cómo si fuesen visitas.
En el Centro Ameghino, institución en la que me desempeño como psicólogo, se creó un dispositivo llamado Ameghino Atiende. Las personas que necesitan atención psicológica se comunican y hacen el pedido. Estas consultas son derivadas a los distintos profesionales y cada uno, cada una, llama para escuchar, del otro lado del teléfono, la angustia, el miedo, lo que aparezca en esa voz que reclama ser oída. Hace algunas semanas me llegó una derivación. Alexis (sigo modificando los nombres reales) envió un mail solicitando un psicólogo para su papá, Vicente. Ante un diagnóstico de una enfermedad neurológica degenerativa, Alexis pensó que la palabra sería un buen vehículo para que Vicente pudiera ponerse en movimiento y levantarse de la cama. Lo llamé y acordamos un horario. Tuvimos la primera, la segunda y la tercera comunicación. Semana a semana. Cuando lo llamé la última vez atendió su teléfono y, más allá de que mi llamada le aparecía cómo número desconocido, me reconoció la voz.
- Hola Vicente.
- ¡Edgardo! ¿Cómo estás? Me levanté de la cama para hablar con vos.
Durante cuarenta y cinco minutos tuvimos nuestra conversación. Cuando llegó la hora de despedirnos, le dije:
- Bueno, Vicente. Lo llamo la semana que viene.
- Te espero, Edgardo – respondió.
Atesorar las voces de quienes ya no están es un bien tan preciado como el valor de los recuerdos. Tener acceso a lo que decimos en la intimidad, es uno de los modos de mostrarnos desnudos, desprotegidos, tal cual somos. Poner la voz es mucho más que decir en palabras. Tanto en la vida pública, como en la vida privada. Aunque parezca una tontería, somos los audios que grabamos y escuchamos. Trascendemos y resonamos en los otros a través de lo que decimos, incluso, cuando estamos grabados. La pandemia con su imposibilidad de realizar espectáculos en salas, nos ayudó a recuperar el radioteatro como un modo de acercarnos a los actores para escuchar historias que suspendan por un momento nuestro contacto con la realidad. La radio recupera espacio. Y los podcasts, en algunos casos en clave de audiolibros, y en otros, en formato de conversaciones, se abren paso entre la oferta sonora que la tecnología de las telecomunicaciones nos acerca por estos meses donde la palabra distanciamiento se hace sustantivo ¿Alguna vez te preguntaste qué pasaría si perdieras la voz o la audición por un día? Quizás, de esta pregunta, surja una respuesta o nuevas preguntas. Deseo que de estas palabras, aparezca tu propia voz.
*Edgardo Kawior es Lic. en Psicología. Psicoanalista. Da Talleres para Escribir. Seguilo en YouTube, Instagram y Twitter.
**La ilustración de portada es de RO FERRER.