Llama la atención el devenir sinuoso del “impuesto a la riqueza”. El título y la intención fueron adelantados como primicia por Horacio Verbitsky el 5 de abril, y luego el día 14 los diputados Máximo Kirchner y Carlos Heller –sus autores principales- se reunieron con el presidente para conversar. Sin embargo, hasta el momento de la redacción de este artículo, ya concluida la primera quincena del mes de mayo, el texto del proyecto de ley aún no fue presentado. En efecto, el tema no formó parte del temario acordado con la oposición para la primera sesión de la Cámara de Diputados, realizada por medios digitales el miércoles 13 de mayo.
Al mismo tiempo, es preciso tomar nota de que, al menos hasta el momento, la respuesta oficial ante el rechazo de la dirigencia opositora y de los medios de comunicación que la acompañan, fue circunscribir el alcance de este impuesto en, al menos, tres sentidos. En primer lugar, fue devaluado de “impuesto” a “aporte extraordinario por única vez”; en segundo lugar, se limitó su alcance en alrededor de doce mil personas, que representarían solamente el 1,1% de quienes actualmente pagan el Impuesto a los Bienes Personales; en tercer lugar, solo se gravaría la riqueza personal, dejando así de lado las ganancias de las personas jurídicas, algunas de las cuales, como por ejemplo los hipermercados, las empresas de e-commerce o las productoras de alimentos, se beneficiaron con la pandemia.
Aun así, este impuesto representa un aporte imprescindible para un Estado que afronta con mucha decisión una situación inédita, luego de una administración como la de Macri que dejó al país en una larga recesión, con sus arcas exhaustas e imposibilitado para tomar crédito. Por si hiciera falta, lo acertado de la medida queda demostrado por la respuesta preventiva del poder económico, que reaccionó con su mecanismo habitual de defensa de privilegios: la exageración y el alarmismo social, como si se estuviera proponiendo la expropiación total de las riquezas. En ese tipo de reacciones, no se observa tanta distancia con los dislates del presidente de Brasil, quien asegura que nuestro país “va camino al socialismo”.
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El aval al tema por parte del Presidente en diversas declaraciones públicas, así como también de otros funcionarios muy relevantes como los ministros de Economía y de Desarrollo Productivo, dejan en claro que existe una voluntad política en el oficialismo de que el proyecto sea ley. Sin embargo, resulta legítimo preguntarse por las razones de la demora.
Con más razón debido a la simultánea rapidez con la que grandes empresarios aprovechan las históricas debilidades y fisuras del orden económico e institucional del país para salvaguardar sus ganancias o, al menos, para reducir las pérdidas producidas por la pandemia, a costa de los sectores populares.
La fuga de capitales continúa a través de los mecanismos financieros que aún encuentra a mano, ante el endurecimiento del cepo, así como mediante el aumento sostenido y peligroso de la brecha cambiaria. Los grandes productores y exportadores de granos especulan con el alza del tipo de cambio mientras mantienen su producción almacenada en silobolsas, de modo tal que el Banco Central se ve obligado a restringir el otorgamiento de créditos subsidiados, a condición de que efectivamente se venda la cosecha. Las empresas vinculadas al comercio exterior sostienen la práctica tradicional de la sobrefacturación de importaciones y la subfacturación de exportaciones, a tal punto que obligaron a las autoridades a buscar nuevas regulaciones para afrontarlas, después de la desregulación extrema que dejó el macrismo.
El caso del fraude de la transnacional Mondelez, explicado por el propio Máximo Kirchner en el Congreso en la reciente sesión de Diputados, deja en evidencia otra forma de rebusque empresarial, mediante el uso abusivo e indebido del programa estatal para pagar el 50 por ciento de los salarios, y de esa forma aprovechar la crisis para reducir sus costos. Todo esto sin tener en cuenta los pagos de salarios en cuotas de grandes empresas como el Grupo Clarín o los despidos de hecho, pasando por encima del decreto emitido por el gobierno, o directamente a costa del personal contratado de manera informal.
Los dilemas del gobierno nacional no son nuevos: desde un inicio se encuentra sujeto a la doble presión opuesta de por un lado buscar acuerdos lo más amplios posibles para afrontar la negociación de la deuda -y ahora la crisis provocada por el Covid-19-, y por otro lado respetar el mandato de su base social de poner en marcha la economía y recuperar el salario real y los ingresos de los sectores populares. Lo que sí es nuevo es que la cuarentena tensionó todas las presiones y achicó el margen para hacer equilibrio entre ambas fuerzas.