El pasado 7 de abril, la Asamblea General de la ONU votó la suspensión de la participación de Rusia en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU como un castigo por “las graves violaciones de los Derechos Humanos en Ucrania”, particularmente en la localidad de Bucha, un suburbio al noroeste de Kiev. Otros 93 países votaron a favor de la suspensión, mientras que 24 lo hicieron en contra y 58 se abstuvieron. Pese al resultado, la medida no estuvo exenta de controversias, debido a la celeridad de la votación y a la negación de emprender una investigación independiente antes. Moscú sostuvo, desde un primer momento, que todo se trató de un montaje y argumentó que los muertos que aparecieron por toda la ciudad fueron “plantados” luego que sus Fuerzas Armadas se retiraron de esa Ciudad.
El llamado “Norte Global”, que incluye a Estados Unidos, la Unión Europea y Oceanía, votó a favor de la suspensión. América Latina, “el patio trasero”, acompañó, al igual que varios países de Asia y África. En la nómina de los 24 países que rechazaron la suspensión de Rusia del Consejo de Derechos Humanos de la ONU aparecen los países del llamado “Eje del mal” de la prensa atlantista. Eje del mal, en un “no importa cuando leas esto”, que incluye a China, Irán, Corea del Norte, Siria, Bielorrusia, Cuba y Nicaragua. ¿Venezuela? No aparece porque se ausentó en la votación.
Hasta ahí, nada fuera de “lugar”. Sin embargo, llamó la atención la manera en que votaron los países del llamado BRICS -Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica- las principales economías “emergentes” del planeta, que tienen una característica histórica común: haber sido enclaves coloniales o neocoloniales del Imperio Británico en el siglo XIX.
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A excepción de China, que siempre votó cerradamente en defensa de su principal aliado geopolítico, Brasil, India y Sudáfrica se abstuvieron. De igual manera, ninguno de ellos apoyó a Rusia el pasado 2 de marzo, cuando en una sesión de emergencia la Asamblea General de Naciones Unidas aprobó la resolución que condena su agresión militar a Ucrania y exige el inmediato retiro de tropas. En esa primera votación, incluso Brasil votó a favor del castigo a la acción militar rusa.
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Tales posicionamientos, en votaciones decisivas para la legitimidad internacional de Rusia, de uno de los socios principales del BRICS, generan algunos interrogantes: ¿Fue el BRICS un proyecto estratégico que se expresó como polo de poder emergente? ¿Lo es? ¿Cuánto poder real articulado es necesario concentrar para conformarse como polo de poder? ¿Es realmente posible hablar de multipolarismo hoy?
Dentro de las teorías de las relaciones internacionales, el multipolarismo es un concepto central en la matriz interpretativa de la llamada “Escuela Realista”. Aunque potente en muchos sentidos, dicha noción arrastra el sesgo de poner en el centro de sus reflexiones al Estado y al sistema institucional internacional, sin poder explicar los fenómenos estructurales que se encuentran transformando radicalmente al mundo en pleno siglo XXI.
Con un sistema económico mundial plenamente transnacionalizado, en tránsito hacia nuevos modos de producir y acumular, a partir del salto tecnológico hacia la digitalización y la virtualización que provocó la cuarta revolución industrial, el mundo atraviesa una transformación estructural. Resulta difícil, en este contexto, desentrañar el carácter “múltiple” de un mundo “multipolar” que algunos investigadores sostienen. En un mundo donde la tendencia económica es hacia la concentración, algunas definiciones de “multipolarismo” suelen ser, de hecho, tan cerradas, que caen en una mera “expresión de deseos”.
La Aristocracia Financiera y Tecnológica no admite polos
El escenario pandémico y la crisis económica de escala global que vivimos incrementó la desigualdad y crea cada vez menos ricos y cada día más pobres. En ese marco, una emergente aristocracia financiera y tecnológica está logrando imponer sus intereses, abriendo una disputa por quién se queda con la mayor tajada de plusvalía social. Como bien afirmó la vicepresidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner, “en geopolítica no hay buenos ni malos, hay intereses”.
Por eso, al hablar de polos, es necesario observar que en la cúpula de las distintas fracciones que se postulan para serlo, finalmente siempre aparecen los fondos de inversión y su red corporativa que -por si fuera poco- incorpora la virtualidad, dando un salto de escala en su territorio de dominación, subordinando de vida a muerte a cualquier adversario que pretenda imponer su tiempo y espacio.
Los gigantes tecnológicos chinos, como Baidu, Alibaba, Tencent (BAT), o incluso Huawei, se disputan el control y el despliegue de la tecnología de punta en un enfrentamiento franco contra Google, Amazon, Apple, Meta y Microsoft. Wall Street y Silicon Valley confrontan con Shanghai-Hong Kong y Shenzhen, donde Washington y Pekín son importantes, pero rebasados, nodos de decisión política.
Los Estados, más que mariscales de un enfrentamiento, son herramientas-base para legitimar y orientar un orden social que los rebasa y los empuja a la obsolescencia, no pudiendo resolver la tensión creciente de las demandas populares. No dejan, por ello, de servir como instrumento de producción de poder. El momento tecnológico que vivimos, es decir, el desarrollo actual de las fuerzas productivas, no sólo está transformando radicalmente las relaciones sociales de producción, sino también a las relaciones de poder y de dominio.
No son países los que se enfrentan, son corporaciones financieras y tecnológicas, con sus territorialidades, concentradas a niveles nunca antes vistos, que conforman lo que reiteradamente caracterizamos como aristocracia financiera y tecnológica. Dentro de esta, dos “facciones” pujan por imponerse como dominantes de nuestro siglo, con el llamado “G2” de China-Huawei-BAT y EEUU-GAFAM, como contradicción principal de la economía mundial.
En este contexto se ha relegado, y hasta diluido, la iniciativa política del BRICS, cuyo origen siempre fue el de una articulación de mercados emergentes que los bancos y fondos transnacionales estructuraron para la captación de inversiones.
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Basta recordar que la sigla BRICS fue acuñada inicialmente por Jim O´Neill, por entonces Director del Área de Economía Global de la conocida banca de inversión Goldman Sachs, en el año 2001. O’Neill es, actualmente, un integrante de la Cámara de los Lores del Reino Unido, primero por el Partido Conservador y luego como miembro independiente.
La primera reunión de ministros de relaciones exteriores del BRIC (antes del ingreso de Sudáfrica) fue en Nueva York en el año 2006, mientras que la primera Cumbre de Presidentes se celebró ocho años después del planteamiento estratégico de O´Neill, en Rusia en 2009, luego del estallido de la crisis subprime que motivó también la aparición del G20.
De hecho, la República Popular de China, el epicentro de los BRICS, no puede ser explicada sin caracterizar que su emergencia internacional respondió a la geoestrategia de la oligarquía financiera globalista, que trasladó sus centros productivos del Atlántico Norte al Asia Pacífico y, especialmente, al gigante oriental, dando lugar al fenómeno que se conoció como “fábrica fugitiva”.
China surgió antes como eslabón industrial del capitalismo transnacionalizado que como polo autónomo de poder. Esto se debió a la puesta en marcha del planteamiento de “un país, dos sistemas”, la traducción teórica de los acuerdos que Deng Xiaoping alcanzó con Henry Kissinger en los ochenta. China abrió su economía a la penetración financiera transnacional desde las City´s de Hong Kong y de Shanghái, plazas financieras desde donde la clase capitalista transnacional, particularmente de origen angloamericano, convirtió al país en el centro fabril del mundo.
La importante creación del Nuevo Banco de Desarrollo (NBD) que realizó la Cumbre de Presidentes BRICS de 2014, celebrada en la ciudad brasileña de Fortaleza, con un capital inicial de 100 mil millones de dólares, quedó chica ante el volumen de los activos financieros que manejan las bancas transnacionales que controlan la red corporativa global. Sólo como ejemplo, el gigante BlackRock gestiona activos por más de 10 billones de dólares, y tiene participación accionaria en todas y cada uno de las gigantes tecnológicas, tanto del GAFAM estadounidense como del BAT chino, con excepción de Huawei, abriendo toda una serie de interrogantes teóricos y geopolíticos no resueltos.
La aparición del G2 puso a los BRICS en bancarrota
A medida que el G2 emergió como contradicción principal del capitalismo transnacionalizado, que tiene como punto de inicio el “giro estratégico” que anunció Obama en Australia a fines de 2011, la banca global fue cerrando sus fondos de inversiones ligados a los BRICS. Los mismos dejaron de ser, a partir de allí, una dulce apuesta por los “mercados emergentes”.
Un informe reciente de Bloomberg rastrea ahora solo 74 fondos BRICS sobrevivientes. El mismo número ha ido cerrando desde 2015 para acá, mientras que docenas han sido adquiridas o eliminadas de las listas de fondos, una tendencia que sin dudas se profundiza tras el estallido del conflicto armado en Ucrania. Bloomberg señaló también que “los fondos BRICS han perdido un 14,6% este año, mientras que sus activos combinados se han desplomado más de un 90% desde su punto máximo hasta unos 3.000 millones de dólares” (Economic Times, 26/03/2022).
China pasó a convertirse en la institucionalidad y en la territorialidad de un nuevo centro de gravedad productivo, financiero y tecnológico, que entró en tensión con el Atlántico Norte. Rusia y su apuesta por la articulación de la Unidad Económica Euroasiática pasó a ser una amenaza energética y militar. India y Sudáfrica pasaron a verse con desconfianza, mientras el “lulismo” de Brasil se transformó en un escollo integracionista de una América del Sur siempre chantajeada como el “patio trasero” del capitalismo angloamericano.
¿Existe un mundo multipolar? Son muchos los interrogantes por responder: Si lo hay, es en términos relativos. La crisis sistémica ha revelado, de alguna manera, la obsolescencia de los organismos multilaterales, y explica el comportamiento contradictorio en la superficie, con el que se ejerce hoy la diplomacia global. Quizás esto explique el abstencionismo de los BRICS en contra de Rusia.
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Esto pareciera poner en evidencia que el BRICS no representa un centro de poder contrahegemónico a los designios del capitalismo transnacionalizado. Por eso se ha desinflado como iniciativa económica global, al igual que el G20 como propuesta política.
La disputa del G2, ahora con Ucrania como “teatro de operaciones”, ha puesto en segundo lugar la agenda de los BRICS, para promover, de un lado, la articulación de China vía Organización de la Cooperación de Shanghai (OCS) y la iniciativa económica del BRI (Belt and Road Initiative, “Ruta de la Seda”), mientras que los Estados Unidos relanza el Grupo de los Siete (G7) y la iniciativa económica B3W (Build Back Better World, “Reconstruir un Mundo Mejor”), donde las cuestiones financieras y tecnológicas son centrales.
En síntesis, el capitalismo transita hacia una fase de máxima concentración donde, para conformarse como “polo de poder”, es preciso alcanzar determinados patrones de acumulación, los cuales se configuran de manera cada vez más exigentes para todos los pueblos y sociedades.
La desaparición de los BRICS como promesa de un polo emergente, es una noticia ya intrascendente para el destino de las clases populares del mundo. Si el escenario en el que se disputa el poder se ha transformado, bueno sería comenzar por reconocerlo. Los derrumbes que provocan las crisis permiten pensar en la emergencia de nuevas formas. La alternativa no vendrá de las entrañas de un capitalismo, que se mostró deficiente para atender la emergencia sanitaria global y que hoy nos puso a las puertas de una “guerra mundial”. Es tiempo de avanzar en la construcción de estrategias propias, partiendo de la producción de poder desde los sectores populares, es decir, una potente comunidad organizada con una tercera posición, la de los Pueblos.