El domingo pasado el pueblo francés fue a las urnas y sucedió lo que las encuestas ya anunciaban. Los resultados electorales colocaron en la segunda vuelta al actual presidente y ex empleado de la Banca Rothschild, Emmanuel Macron, y a la heredera del ultranacionalismo francés, Marine Le Pen, quien hace 5 años, en 2017, perdió las elecciones frente al mismo contrincante con el 33,9% de los votos. Esta vez, con poco más de cuatro puntos de diferencia con el candidato del "Centro", le fue mejor.
Marine Le Pen, es hija del fundador del Frente Nacional francés, un partido que supo tener posturas públicas antisemitas y racistas. En pleno siglo XXI, aunque su programa no ha cambiado respecto de propuestas vinculadas al control de la inmigración, el endurecimiento de los dispositivos de seguridad y la primacía francesa, ha intentado suavizar la imagen rígida de la extrema derecha, presentándose como una mujer moderna, con propuestas sensibles a las economías magras de las y los trabajadores, golpeados por la globalización y el progreso tecnológico.
Del otro lado del océano atlántico, a pocos días de las elecciones francesas, un diputado brasilero del armado político bolsonarista, Junio Amaral, se filmó cargando un arma, mientras hacía correr un video de Lula da Silva. Mirando a la cámara y empuñando el arma prometió a Lula, candidato a desbancar a Jair Bolsonaro, que lo estaría esperando. No es novedad en el proyecto bolsonarista, cuya imagen se desmorona, la actitud de pronunciarse a partir de exabruptos violentos, misóginos y racistas, alimentando una matriz de odio extremo, que propone el aniquilamiento de todo lo que identifica como adversario, particularmente los feminismos y las disidencias.
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Recordemos que fue el movimiento feminista, con la campaña “Ele nao” (“Él no”), el que logró generalizar las denuncias, primero en redes sociales y luego en las calles, sobre el claro tinte neofascista del bolsonarismo, restándole una importante cantidad de votos a Bolsonaro en la segunda vuelta electoral de 2018 que, sin embargo, no consiguió romper su victoria, apalancada en una poderosa campaña de segmentación de públicos y fake news teledirigidos por redes sociales.
¿Será casualidad que en la mayoría de los países en los que se manifiestan las expresiones políticas neofascistas, éstas se opongan de manera sistemática a las banderas históricas del feminismo, a las demandas territoriales de los movimientos indigenistas y a las olas migrantes que buscan la protección y la inserción laboral que sus países no brindan?
Neofascismo y nueva fase económica mundial
Las crisis del Capital en el siglo XXI, con las subprime y la caída del Lehman Brothers en 2008, el colapso por recesión, desempleo y endeudamiento de los países PIIGS en Europa en 2010-2012 y, sobretodo, el crack económico global por la pandemia del Covid-19, han parido un nuevo momento del capitalismo, signado por la digitalización-virtualización de la economía, la política y la sociedad que impulsó la llamada cuarta revolución industrial.
Los primeros intérpretes de este nuevo momento de la estructura económico-social mundial fueron los cuadros estratégicos de la ultraderecha mundial. Personajes como Steve Bannon, director del portal de noticias ultraconservador Breitbart News y principal promotor del “Movimiento de la Alt-Right” o “derecha alternativa”, Jared Kushner, yerno de Donald Trump y fundador de “Project Alamo”, y Santiago Abascal, el político de filiación franquista que fundó el Partido Vox en España, dan marco intelectual, teórico y estratégico al renacer de la política fascista en pleno siglo XXI.
En América Latina, Jaime Durán Barba, el conocido consultor ecuatoriano de Macri, Lasso y tantos otros, Eduardo Bolsonaro, el hijo y estratega de su padre en Brasil, son grandes operadores de esta red política e ideológica global. En Argentina, también abundan. Desde figuras con lustre como Marcos Peña, Patricia Bullrich y Fulvio Pompeo, hasta “influencers” de poco fuste intelectual como Agustín Laje, “El Presto” y Ramiro Marra.
Dicho entramado regional es el que sostiene el aparato político conocido como la Unión de Partidos Latinoamericanos, UPLA, filial regional de la IDU, la coalición internacional de partidos bajo conducción del Partido Republicano estadounidense, el Partido Popular español y la Unión Demócrata Cristiana de Alemania. En UPLA convergen “Centro Democrático” de Álvaro Uribe e Iván Duque de Colombia, el PRO de Argentina, el Partido “Demócratas” de la exdictadora Jeanine Añez en Bolivia, el Movimiento Creando Oportunidades (CREO) del banquero y presidente Guillermo Lasso de Ecuador, el procesista Partido UDI y “Renovación Nacional” de Chile, el ultraderechista Partido ARENA de El Salvador, “Demócratas” de Brasil que co-gobierna ese país con Bolsonaro, entre otros importantes agrupamientos políticos de derecha.
Los planes y directivas estratégicas de esos instrumentos político-electorales son ordenados por una vasta red de think tanks con terminales económicas y políticas en la estrategia neoconservadora angloamericana. Dicho entramado es conocido como Red Atlas, que cuenta con 450 fundaciones, ONGs y grupos de reflexión y presión, con un presupuesto operativo de cinco millones de dólares (en 2016), aportados por sus fundaciones “benéficas”, sin fines de lucro “asociadas”.
El orden del discurso mediático es ideado por sus intelectuales orgánicos e irradiado a través Caracol-RCN en Colombia, O'Globo en Brasil, Televisa en México y Clarín-LN+ en Argentina, entre otros, quienes a la vez son articulados por la SIP, la Sociedad Interamericana de Prensa. También podríamos hablar de la “Fundación Libertad” de Álvaro Vargas Llosa y la articulación de personalidades políticas de la ultraderecha iberoamericana de la “Carta de Madrid”.
Un denominador común es su estrategia de “paleolibertarismo”, que descifra la doctrina neoliberal en mensajes accesibles a la población trabajadora y a las clases medias. Otra coincidencia puede observarse en la pelea constante de sus gobiernos por dominar a las empresas tecnológicas, asentadas en el modelo de la fracción ganadora de este momento del capital, al que se puede definir como una aristocracia financiera y tecnológica, que no tiene reparo para bloquear las voces de estos presidentes, como ocurrió en Brasil y en Estados Unidos.
Aunque años después y luego de un cambio de poder en la Casa Blanca, pareciera que resurge el progresismo en América Latina, la propuesta del neofascismo, el anarcocapitalismo y el radicalismo de derecha, se mantiene firme y se manifiesta en las contiendas electorales mediante exponentes que logran arrebatarle votos a posturas liberales más “democráticas” y quebrar el caudal electoral de los partidos conservadores tradicionales. Surgen con propuestas vinculadas al descrédito de la clase política, llaman la atención de la masa hastiada y descreída, y en muchos casos acaudillan la desesperanza de la juventud que los partidos tradicionales ya no interpelan, o consideran perdida.
Lo viejo que muere, lo nuevo que no termina de nacer
¿Cómo se llega a estas situaciones, en sociedades que afrontaron genocidios, procesos de revisión histórica, rebeliones populares, obreras, negras o feministas que pusieron coto a las injusticias extremas, o dijeron Nunca Más? ¿Qué les permite fracturar las demandas del campo del pueblo y retornar una y otra vez con propuestas superficialmente renovadas para el electorado local?
Gran parte de la respuesta podría situarse, como decía Antonio Gramsci, en la crisis. Desde una cárcel del régimen fascista italiano, en 1930 y en un momento de inflexión de la economía mundial, afirmaba que “la crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer: en este interregno se verifican los fenómenos morbosos más variados”.
La realidad es que, casi 100 años después de la gran crisis del capitalismo en el siglo XX, nos encontramos ahora en mitad de otra, en un mundo que tiene características diferentes. Habitamos un mundo de claroscuros, un mundo de monstruos. La transnacionalización del capital y la ruptura de la noción centro-periferia han puesto, en este siglo XXI, el mundo al revés. Esto nos obliga a enfrentarnos a profundos escenarios de violencia en la medida en que Estados Unidos va perdiendo su hegemonía económica y política, y otros proyectos estratégicos, como el euroasiático, comandado por China en alianza con Rusia, van surgiendo y conformando un nuevo escenario internacional.
Cada una de las expresiones mencionadas, con sus particularidades, es un fenómeno que tiene continuidades a nivel global, porque representa a la fracción más atrasada y conservadora del capitalismo global, ahora en un proceso abierto de cambio de fase.
Pareciera que las derechas radicalizadas son la expresión política de ese grupo de capitales, asentados en la vieja matriz productiva, que se ahoga por no haber podido subirse al salto de escala que produjo la revolución del capital. Ante un mundo que avanza hacia la financiarización, la digitalización y la virtualización de casi todos los aspectos de la vida, a través de una imbricada red que trasciende fronteras, y empuja y promueve la “obsolescencia” del Estado Nacional.
Estas fracciones neoconservadoras más radicalizadas intentan construir y conservar su hegemonía política, a través de discursos ultranacionalistas y patriarcales, interpelando el instinto de supervivencia de una clase trabajadora amenazada por la sensación de una crisis de un foráneo o un “enemigo interno”, que obliga a cerrar las fronteras y aferrarse a alguna esencia “natural”, sea lo nacional, lo religioso o el “dios mercado” amenazado por el Estado.
Trump llegó al poder con el lema “América primero”. Mientras que Jair Bolsonaro, impulsado por ONG´s, iglesias neopentecostales y fuerzas parapoliciales, aplica los fundamentos del subimperialismo brasilero, representado por Ruy Mauro Marini, que cultiva relaciones estrechas y de subordinación al capitalismo dominante conducido por el Pentágono y la Casa Blanca, suponiendo que esto implicaría una “natural” transferencia de valor, llevando a las burguesías de subcentros como Brasil hacia la prosperidad.
En Francia, según reseñó el medio France 24, Le Pen, en términos económicos, le propuso al pueblo francés diferenciarse de las políticas orientadas al mercado financiero que lleva adelante Macron y “devolver dinero a los franceses” con reducciones de IVA y de las contribuciones de Francia al presupuesto común de la Unión Europea, bajar impuestos a la energía y “dar oxígeno” a la economía. Además, aseguró que no adelantaría la edad jubilatoria.
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En 2017, se mostró cercana al presidente Ruso, Vladimir Putin, y ha mantenido una firme posición en contra del avance de la OTAN en Europa, al igual que el candidato popular Jean-Luc Mélenchon de Francia Insumisa. Por supuesto, tras el estallido del conflicto entre Rusia y Ucrania, la prensa “atlantista” se encargó de que tales definiciones impactaran de manera negativa en su imagen electoral.
De halcones y palomas: Neofascismo vs. Progresismo Globalista
Con las expresiones más clásicas de los Fascismos del siglo XX, el Neofascismo tiene en común la agitación social, particularmente de las clases medias empobrecidas, y la constitución de peligrosas fuerzas de choque paraestatales. Los Camisas Negras del fascismo italiano son ahora los “Proud Boy´s” o los “Oath Keepers” del trumpismo, el “Batallón Azov” del ultranacionalismo ucraniano, o las fuerzas parapoliciales vinculadas al bolsonarismo que asesinaron a Marielle Franco, la famosa concejala del feminismo popular de la Ciudad de Río de Janeiro.
El neofascismo de distintivo y particular tiene, sin embargo, un nacionalismo de cartón y un furibundo antiestatismo, propio de una férrea defensa del dogma neoliberal (citas de Von Hayek o Friedman, incluidas) y de un capitalismo irreversiblemente transnacionalizado.
El discurso de odio del neofascismo, que articula racismo, patriarcalismo, negacionismo, anticienficisismo y clasismo, es un enorme peligro para la humanidad. Sin embargo, la contrapropuesta hegemónica mundial, ese progresismo globalista, moralista, políticamente correcto, centrista, feminista de Netflix, no deja de ser igual de peligroso y claudicante para los Pueblos.
La prensa hegemónica mundial se encarga de reproducir las imágenes y los discursos de los líderes asociados al neofascismo, al que se contrapone antinómicamente un proyecto de “democracia occidental”, republicanista, en lucha contra las “autocracias” y los “populismos”. Son las “palomas” contra los “halcones”, ese progresismo globalista como matriz político-ideológica de las fuerzas de un bloque de capital que puja por dar el salto definitivo a una nueva fase y resolver la crisis sistémica.
El progresismo globalista impone su consenso y, cuando no alcanza, también golpea con el garrote y con la denominada “cultura de la cancelación”. Un discurso de paz detrás de una OTAN que hace la guerra, para que aparezcan las paradojas. Trump, figura combatida por las “palomas”, es el presidente de los EEUU que menos decisiones “pro guerra” ha tomado en su mandato. Le Pen aparece demonizada ante un Macron, que ha promovido la guerra en el Sahel africano y no se cansa de asistir financiera y militarmente al neofascista de Zelensky en Ucrania (€300 millones y material bélico), mientras que por casa ya ha dado sobradas muestras represivas contra las manifestaciones que desarrollaron, en suelo francés, los Chalecos Amarillos y los sindicatos.
La decisión de Jair Bolsonaro de abstenerse ante las sanciones impuestas en Naciones Unidas a Rusia, y la Cancillería del gobierno argentino promoviendo el voto a favor de la decisión encabezada por la OTAN guerrerista. Paradojas, o antinomias, que muestran la complejidad de un tiempo de profundas transformaciones como el que acontece.
En el fondo, lo que ordena los movimientos coyunturales son las disputas entre grandes proyectos estratégicos que pujan por imponer las reglas del juego en el siglo XXI, en plena crisis, en lo que puede definirse como un empate catastrófico. Los enfrentamientos van conformando alianzas y nuevas relaciones sociales, con el objetivo de acaudillar, de un lado y del otro, las grandes mayorías. Ni palomas ni halcones, ni progresistas globalistas o conservadores neofascistas, pretenden incluir las demandas e intereses de los Pueblos.
Ambos, con estrategias y discursos diferentes, persiguen el único objetivo del enriquecimiento sin límites a costa de la explotación de las grandes mayorías. Neofascistas y Progresistas, guerreristas o paladines democráticos, todos son personificaciones de un sistema que es estructuralmente violento, y que hoy desnuda una crisis total.
El problema es poder identificar, para la construcción de un proyecto con iniciativa popular, los escenarios que se conforman en cada territorio y los marcos de alianza y unidad posibles para avanzar en la construcción de una democracia protagónica, con voluntad de equidad y justicia social.