Pandemia, naipes y la mesa interminable del Hotel Colón

12 de junio, 2020 | 18.50

Desde Charlottesville, Virginia, en Norteamérica, un amigo bibliotecario me escribe un guatsap: su suegro se está muriendo, apestado de coronavirus, y este sábado viajan a Wisconsin para despedirlo. Le sugiero que no vayan. Él responde: "No te preocupes. El que se autodenomina presidente está loco y todo se contagia de su locura, así que llevamos barajas, dados y un scrábel para jugar hasta el final. Ahora aquí también sabemos que nada es para siempre".

Esa frase tan argentina me suena exótica en un estadounidense y me retrotrae a los años del exilio y a una noche en Copenhague, en un hotel de cuarta y sumido en una desolación de cangrejo en agua hirviendo. La única certeza era que el exilio me había despojado de todo, incluso de la esperanza del retorno. Todo era tan lejano como una estrella y yo carecía de valor para siquiera considerar el suicidio, de modo que acabé comiendo en la pizzería de unos inmigrantes napolitanos que entre masa y masa jugaban a las cartas a no sé qué juego, cuadro que me recordó la interminable mesa de póker del Hotel Colón, en Resistencia.

Todo había empezado la noche de Jueves Santo en una habitación del segundo piso, con cuatro tipos aburridos a los que me agregué al amanecer del viernes, por una pura casualidad que no viene al caso recordar. Al cabo de unas horas se sumaron otros tipos, avisados quién sabe cómo, quienes de a uno fueron sustituyendo a los fatigados jugadores del inicio.

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Para el Domingo de Gloria ya la mesa había recibido a todos los timberos de la ciudad y empezaba a ser fama esa habitación del hotel a nombre de un petiso de Villa Angela que estudiaba Ciencias Económicas y al que llamaban Pastito.

Aunque dueño de una extraordinaria habilidad con el mazo de cartas, Pastito no jugaba. Lo que hacía era disponer las fichas, vender medidas de cognac y de whisky, organizar el juego y la paz, y cobrarle a cada jugador una módica comisión, variable según el monto de caja que cada timbero quisiera disponer. Y cada tanto cambiaba los naipes.

Había horas en que llegaban a ser seis los jugadores y horas en las que sólo tres sostenían la mesa. Yo me senté en algún momento, semanas después, y adquirí la costumbre de pasar por allí algunos fines de semana, pero no a jugar sino como quien va a Puerto Barranqueras los sábados a mirar el reiterado paisaje de viejos barcos amarrados y la isla Santa Rosa enfrente.

La mesa se hizo eterna sin que nos diéramos cuenta. Todos sabíamos que siempre había algunos tipos jugando al póker y que sólo era cuestión de llegar y esperar a que alguien se levantara, vencido por el cansancio o la falta de fondos. Sólo muchos años después encontré timberos tan tenaces, en la novela Cicatrices, de Juan José Saer. Pero en aquel tiempo aún no sabía que la literatura mana tanto de lo real como de los sueños. Y para cuando terminaba los estudios universitarios, años después, un día se corrió la bola de que Pastito y sus muchachos iban a ser echados del hotel.

Fue a fines de un abril y me pidieron trasladar la mesa a la pensión que era mi casa. No supe o no pude, o quizás no quise decir que no. Y la mesa siguió viva en el pequeño comedor que daba al patio. Pastito desapareció y a mí me dio vergüenza cobrar esas comisiones, además de que estaba terminando mi carrera, me tocaba el servicio militar y planeaba irme después a Buenos Aires. No recuerdo quién se hizo cargo de la mesa, de los diez que vivíamos en esa casa. Pero la madrugada en que partí hacia Buenos Aires había varios tipos jugando al póker y yo supe que esa mesa iba a ser uno de los pocos recuerdos inmutables de mi juventud.

Años después, aquella mala noche en Copenhague y observando a los tanos concentrados en pizzas y naipes, entendí que la mesa interminable del Hotel Colón, igual que el juego de esos inmigrantes, era un modo de convocar, en clave lúdica, lo eterno. Como el viaje de mis amigos a Wisconsin ahora, para despedir a un familiar víctima de la peste, o, maldita posibilidad, para encontrarse con ella. Raro empeño el de aquellas situaciones que –como los juegos de naipes­– no necesitan ser para siempre pero se repiten, se repiten. @