Los números que transmiten las encuestas no pueden dejar de producir asombro. Para eso, claro, hay que darlos por ciertos, lo cual es muy problemático, según se ha demostrado muchas veces. Si fueran “ciertos”, es decir si estuvieran diciendo “la verdad” sobre el ánimo de los argentinos y argentinas, significaría que el ochenta por ciento de los habitantes (más o menos) estaría de acuerdo con una política de gobierno “populista”. O por lo menos opuesta a todo lo que aconsejan “los que saben” de economía y de política. Para no entrar en detalles, consideremos la posición ampliamente mayoritaria a “la intervención del estado en la economía” que transmiten esos sondeos. La consulta se hace, además, en tiempos en que la intervención principal del estado es la que intenta asegurar que la gente se quede todo el día en su casa; en tiempos en que los sabios de la tribu dicen que “en la vida hay que correr riesgos”(Pichetto), que se “destruye la economía” (nada menos que Prat Gay), que esto es propio de gobiernos “totalitarios” y así de seguido…Para resumir, son mayoritariamente aplaudidas por la población medidas contrarias a lo que se considera el sentido común dominante; resueltas en tiempos de malestar y angustia por la distancia y el peligro; combatidas sistemáticamente por más del 90% de los flujos comunicativos de gran escala de influencia; que se ponen en marcha sin que medie ninguna promesa de bienestar futuro ni de que las medidas evitarán totalmente los peligros,.
No cuesta mucho esfuerzo intelectual reconocer que se trata de un fenómeno contingente y altamente inestable. Pensar que las encuestas pueden medir la historia social y cultural de los encuestados y capturar su estado de conciencia actual es sencillamente delirante. Pero si el método empleado por las consultoras es correcto, sería un error restarle importancia a estos números. Escapa a las posibilidades de este apunte, el análisis comparativo trans-nacional y trans-temporal de estas cuestiones político-culturales; es decir comparar con lo que decían las encuestas en el país hace tres años o qué dicen hoy las que se hacen en Chile o España. De todos modos, no sería raro que en Argentina la relación de los individuos con el Estado tenga una diferencia específica. No hacen falta las encuestas para comprobarlo: alcanza con la historia. Una historia que los sabios de la tribu caracterizan como estatista, populista y otras lindezas parecidas. Durante el anterior período presidencial, mucha gente decía asombrarse por la amplitud de los apoyos al neoliberalismo en sectores no acomodados de la población; a mí siempre me asombró más el nivel de rechazo social a esa cultura.
Tal vez, sería importante reflexionar políticamente sobre esta coyuntura en la que se hacen los sondeos del caso. No existe la política fuera de la coyuntura. Es en la coyuntura que vivimos y actuamos los seres humanos. Pensar políticamente hoy exige reconocer la excepcionalidad de las circunstancias que vivimos. Y también exige asumir que los hechos que estamos viviendo (como, por otra parte, todos los hechos de la historia) son irreversibles. Es decir que reconocer la excepcionalidad no quiere decir pensar que las cosas volverán a ser como antes. En última instancia, la única manera de pensar políticamente lo que está ocurriendo es desde el punto de vista de una toma de posición sobre eso y sobre lo que sería deseable que ocurriera en el futuro. Para comprender la política en la pandemia hay que comprometerse con un proyecto para el futuro. Por lo pronto la derecha política está actuando así. Eso es lo que movilizó a los caceroleros que “no quieren el comunismo en la Argentina”. La derecha tiene hoy legítimos temores, se activan sus fobias, se radicalizan sus discursos. El mundo tiembla debajo de los pies de quienes viven cargados con la mochila de las viejas certezas inconmovibles. Por eso mundialmente el neoliberalismo se ha vuelto conservador cuando en la década de los noventa era revolucionario. Ahora asisten a una época imprevisible. Por empezar la derecha había pensado –allá por el año 2015- que había llegado su instante histórico definitivo. Creía (quería) que por fin la saga peronista había llegado a su final. Que Argentina se incorporaba al “mundo”, abandonaba la pobre utopía de constituirse en una nación y, en cambio, aceptaba el luminoso sueño de ser “el supermercado del mundo”. Pero la ola neoliberal terminó rápido y muy mal. Y pocos meses después del derrumbe electoral tuvo que asistir al temblor de tierra global producido por la pandemia. Un temblor que hace, además, estragos en los países centrales del capitalismo sin fronteras, que tiene su epicentro en la capital del imperio, gobernado hoy por un personaje típico de lo que los estadounidense llaman “países bananeros”.
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La tragedia en la que estamos viviendo y participando es, políticamente hablando, la ocasión para una revisación general del estado de cosas en el mundo. Y no una revisación solamente intelectual sino activa y práctica. El fortalecimiento de la experiencia política nacida en diciembre último es un factor central de esa revisación general. Expresa la ruptura de una tendencia restauradora de los proyectos neocolonizadores en la región que había empezado hace unos años. Y es un punto avanzado en el reagrupamiento de fuerzas populares regional y global. Fortalecer esta experiencia no equivale a darle el apoyo. Es mucho más que eso. Es protagonizarla, participar activa y críticamente. Impulsarla hacia adelante.
Será muy interesante este período que se inicia con la reanudación de la actividad parlamentaria. Es de esperar que los legisladores de la derecha reciban la presión más intensa de parte del establishment en la dirección de bloquear cualquier intento de gestar una convivencia pacífica y democrática en el Congreso. Serán impulsados a lanzar una guerra contra el impuesto a las grandísimas fortunas, a denunciar la chavización del gobierno, dispuesto ahora a “intervenir la justicia”, a situar al presidente como el rehén de la ex presidenta… Y así de seguido. Será este período un test para quienes actúan en defensa del gobierno. Desde el video de Cristina anunciando la fórmula hasta hoy, la transformación de las formas y los tonos del discurso, que encarna Alberto, parece haber sido el instrumento de una ampliación de las fuerzas populares y democráticas. Sería una torpeza abandonar ese camino. Lo aconsejable podría ser desvincular claramente esa moderación de una resignación a “moderar” la enorme profundidad de los cambios que necesita el país, en aras de conservar los apoyos mayoritarios. Esa receta ha probado una y mil veces que su destino es el fracaso. El mensaje que parece venir desde las grandes mayorías es el de la firmeza y la consecuencia con las promesas electorales.