Para pensar la coyuntura política argentina, resulta tentador el recurso de la memoria de otros momentos de la historia y la analogía con otros actores y otras circunstancias; Marx hablaba de usar un “lenguaje prestado del pasado para representar la nueva escena”. El primer peronismo, el regreso de Perón en 1973, la recuperación democrática de 1983, la catástrofe de 2001 aparecen frecuentemente en las actuales discusiones políticas para representar momentos fundacionales, cuyos efectos están vivos en la cultura política argentina actual. La analogía es muy útil metodológicamente siempre que no se pierda de vista la materia específica de lo que estamos viviendo. Tal vez habría que empezar por lo obvio, por la pregunta sobre el significado del resultado electoral del último octubre. Por las contingencias que permitieron ese resultado, por lo que se jugaba en esa ocasión, por los efectos inmediatos y mediatos de esa contingencia.
La derrota de Macri suele ser vista hoy como un hecho corriente, como algo dictado por alguna necesidad histórica. El cuadro catastrófico del país que cada día desfila ante nosotros acentúa esa especie de visión determinista que dice que pasó lo que tenía que pasar, porque el triunfo de Macri hubiera sido muy difícil de conciliar con un futuro de país civilizado. Hasta el propio ex presidente abona esa sensación cuando comenta, de un modo que coquetea con la idiotez, que él les había dicho a sus colaboradores y amigos que la catástrofe era inevitable si seguían endeudando al país, lo que efectivamente ocurrió. Lo ridículo y grotesco de ese mensaje ha ocultado que se trata del verdadero balance, de la verdadera “autocrítica” de la experiencia del macrismo en el gobierno. Estamos, pues, autorizados los argentinos a medir en profundidad que la derrota electoral de la segunda alianza era algo así como el ser o no ser de nuestro futuro como comunidad política.
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De eso se derivan interesantes consecuencias. La primera y más evidente es que la más amplia unidad de la oposición era, tal como se presentó, necesaria y urgente. Lo que equivale a reconocer la pluralidad política y las tensiones que ella supone, como una deriva con la que había y hay que contar. Sin ella hoy estaríamos en paz con nuestros principios y entre amigos, lamentando lo que serían inevitablemente días muy oscuros. Claro que no por eso, los días argentinos son luminosos y calmos, pero el punto de partida es ni más ni menos que el reconocimiento mayoritario de un nuevo y muy costoso fracaso de la fórmula mágica del neoliberalismo. No hay que olvidar que el jefe del saqueo antinacional y antipopular le había dicho a Vargas Llosa que lo que venía era “lo mismo pero más rápido”.
No había victoria sin unidad, o por lo menos –para no entrar en el terreno de lo contrafáctico- la victoria no era de ningún modo segura. Y eso suponía un gravísimo riesgo para el futuro del país como comunidad política. Ahora bien, entonces no se puede razonar sobre el presente como si la unidad (la heterogeneidad y los problemas que acarrea) no fuera necesaria. Por el contrario, lo lógico sería pensar que la unidad debe fortalecerse y ampliarse. Debe incorporar nuevos actores, nuevas demandas, nuevas sensibilidades. ¿Significa eso que la unidad licúa a la política? ¿Que ésta se hace tan amplia, que pierde sentido de la necesidad de transformaciones profundas y se adapta a un término medio finalmente inmovilista? Ese tipo de razonamientos esconde mal una racionalidad sectaria que dice que la fuerza transformadora de la historia está en las élites ilustradas, como tales capaces de encontrar los caminos verdaderos que la masa ignora.
La cuestión se complica porque el cuadro que heredamos de la fiesta neoliberal es de extrema gravedad. Caminamos por senderos de cornisa. ¿Cómo hubiera hecho la segunda alianza para encarar la cuestión de la impagable deuda externa? No es ningún misterio: la hubiera pagado con el padecimiento de los sectores más vulnerables, con la renuncia a cualquier idea de desarrollo independiente y muy probablemente con la entrega progresiva y sistemática de nuestros recursos naturales. Es decir que esta estrategia compleja y de difícil manejo a la que estamos asistiendo por parte del gobierno nacional y del gobierno de la principal provincia del país, no hubiera existido. Todo hubiera sido “más fácil”. No hubiera hecho falta que el FMI propusiera una “reforma previsional” ni “una reforma laboral y fiscal”, hubiera sido el “único camino” para seguir siendo confiables ante los mercados, ante “el mundo”. Nos hemos ganado así la complejidad, la indeterminación. Todo se juega en el rumbo.
La derecha argentina parece entender perfectamente esta coyuntura. Sabe que la unidad es el problema clave. Y todos sus cañones apuntan contra ella. Presenta un cuadro de situación en el que estarían confrontando la moderación del presidente y la radicalidad de Cristina y sus seguidores. Es decir que procura demostrar que la unidad como proceso es imposible, que tarde o temprano naufragará en medio de los antagonismos que la recorren. El núcleo de la prédica apunta a ocultar la naturaleza de la grave crisis argentina. Se presenta la cuestión del endeudamiento como un dato constante que iguala todas las experiencias políticas de las últimas décadas. Pone un signo de igualdad entre quienes lograron las históricas reestructuraciones de 2005 y 2010 y quienes cedieron ante los buitres y desde ese “regreso al mundo” llevaron a cabo un enorme saqueo de recursos nacionales, bajo la forma de emisión de deuda, timba financiera, desregulaciones y virtual vaciamiento del estado. Quien no comparte ese catecismo mentiroso es porque está ganado por el fanatismo populista y sueña con revoluciones de otra época.
La unidad se concentra hoy en atender la emergencia social y resolver la cuestión de la deuda sin hipotecar nuestro futuro. Al mismo tiempo se emite un mensaje de reactivación productiva, reindustrialización, valorización de nuestros recursos naturales y humanos, protección y recuperación de derechos y política exterior soberana. Se ha construido una agenda urgente y una visión de futuro. Todo eso está en manos de la capacidad de acción y movilización popular para enfrentar los desafíos que seguramente vendrán. La unidad consiste, ante todo, en esa capacidad de movilización.