Para evaluar el plan emparcharanunciado como regalo de Pascuas es imprescindible analizar su contexto de emergencia.
La actual administración comenzó a terminarse el día que regresó al FMI y transfirió a Washington el manejo de la política económica. Aunque quien escribe no es neutral el fin no es una expresión de deseos. El neoliberalismo es una calamidad y, para el caso argentino, una calamidad insostenible. Es imposible dejar a una porción creciente de la población afuera del modelo de manera persistente. El pueblo argentino es manso, pero tiene tradición de resistencia. Buena parte del sindicalismo es acuerdista y poco propenso a la lucha dura, pero existe una alta tasa de sindicalización y sindicatos fuertes. Y por sobre todo existe la memoria del bienestar.
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La industrialización sustitutiva abrió procesos de no retorno, creó nuevas clases sociales y estas clases se resisten a desaparecer. Esta es la diferencia clave de Argentina con otros países de América Latina. El sueño de un orden neoliberal sin conflictos es aquí una utopía, pero además, como volvió a quedar demostrado en la experiencia de los últimos cuarenta meses, simplemente no funciona.
El problema en 2015, que había frenado el crecimiento desde al menos 2012, era la falta estructural de dólares. El nuevo gobierno lo resolvió con un endeudamiento desaforado a la espera de las inversiones que nunca llegaron, las que supuestamente generarían el crecimiento necesario para pagar la nueva deuda. El resultado concreto fue agravar al extremo el problema base de 2015, lo que provocó la crisis de 2018 y la recaída en el FMI. Los economistas ortodoxos festejaron el regreso al Fondo. Siempre vieron en la tutela del organismo el reaseguro de largo plazo para las políticas de destrucción de las funciones del Estado. Fue un error estratégico, los impuestos, que es lo que realmente les importa, no bajarán. La deuda se volvió ya demasiado onerosa y la tributación regresiva enfrenta límites prácticos.
Aunque una parte pequeña y transnacionalizada de los empresarios continúa haciendo negocios con Cambiemos, una mayoría ya advirtió que la destrucción del mercado interno y la hiperconcentración de la riqueza no le conviene. Las voces de los descontentos surgen también de sectores que fueron fundamentales para el ascenso del macrismo, como la Unión Industrial, pero también de otros menos esperados, como la ex “Mesa de Enlace” de las entidades agropecuarias. Hasta el federado Eduardo Buzzi, uno de los cuatro jinetes contra las retenciones móviles, reclamó la presencia de más Estado, incluso “el extremo” de una nueva junta nacional de granos. También llamó a que en un próximo gobierno popular no haya “revanchismos”. Considerados en conjunto estos descontentos representan un mensaje muy claro: está abierta la posibilidad de construir una nueva alianza de clases más inteligente que sostenga un nuevo y más sofisticado modelo de desarrollo.
El “revanchismo” sería el peor error de cualquier nuevo gobierno popular, no por la imposible zoncera de “cerrar la grieta”, sino porque precisamente se necesita una nueva alianza de clases. El bloque histórico que apoyó al macrismo tuvo una extensión realmente impresionante: el grueso de la Unión Industrial y la Cámara Argentina de la Construcción, las cuatro entidades del agro, el poder financiero local y global, la CGT, la prensa hegemónica, la embajada estadounidense y parte del sedicente peronismo y otros opositores presuntos. Pocas veces se vio una alianza de clases tan poderosa y extendida para sostener un proyecto político que fracasaría tan rápido.
Y aquí aparece el punto central. Los sucesos del presente no suponen el fracaso de Mauricio Macri, sino el fracaso de un modelo económico. Más allá de la evidente ineptitud multidimensional del presidente, lo que otra vez fracasó no fue la conducción política, sino la ortodoxia económica. Tanto Macri como muchos de sus funcionarios se muestran desconcertados. No lo pueden creer. Hasta en el disparatado video del pasado miércoles, el mandatario repitió que se está haciendo “lo mismo” que hicieron otros países para bajar la inflación y se pregunta por qué nosotros, entonces, no la lograríamos. Es altamente probable que en su ignorancia económica el presidente haya creído realmente que, por la vía monetaria, terminaría con la inflación en sólo seis meses. También que la inversión era un problema de confianza y que subordinarse a la política exterior estadounidense era volver al mundo. Pero mejor no derivar.
A fuerza de malos números y peores resultados el gobierno se vio obligado a capitular en sus creencias. El plan emparchar anunciado el miércoles es precisamente eso: una capitulación teórica. Si con el “gradualismo” sólo se trataba de ajustar más despacio, parece que ahora para traer “alivio” a la población es necesario poner en pausa las “transformaciones estructurales”, frenar lo que sus economistas decían que era su éxito: el proceso de cambio de precios relativos. “Alivio” es aplanar las tarifas o postergar aumentos, “alivio” es utilizar los fondos de la Anses para otorgar créditos, incluso para refinanciar a tasas usurarias los ya otorgados en 2017 con el mismo fin electoral. “Alivio” es intentar frenar los precios de una canasta básica para evitar que siga disparándose la indigencia. Lo notable es que lo que trae alivio es hacer lo contrario a lo que durante cuarenta meses fue el credo gubernamental. Y lo más notable todavía es que el alivio se propone sólo hasta las elecciones, un insulto a la inteligencia de los electores propios que, vale reconocer, funcionó en 2017 aunque el contexto y el colchón eran otros. ¿Y después?
Los resultados no serán los esperados. En particular una política de precios no es una política antiinflacionaria, sólo un complemento. La inflación se combate con políticas económicas. Luego, intentar planchar una canasta mínima de productos ni siquiera sirve como un sistema de precios de referencia, como sí lo fue “Precios Cuidados”. ¿El IPC medirá acaso los precios de esta canasta? Frenar parcialmente las subas de tarifas si restará provisoriamente a la inflación, pero sólo si todo lo demás permanece estable. Será necesario esperar a las paritarias para saber si habrá alguna recuperación del consumo, que ya toca mínimos históricos. No obstante, dada la fuerte recesión hay pocas esperanzas no sólo de mejoras, sino de que los salarios puedan seguir a la inflación.
Por ahora el plan real del gobierno se centra en intentar planchar el dólar y las expectativas de devaluación. Para eso se congeló la evolución de la banda cambiaria, el único permiso conseguido en Washington. Pero en el mercado de divisas, como siempre, definirán la oferta y la demanda. Lo que quizá en Cambiemos no se advierta es que el verdadero factor de riego que podría adelantar una corrida cambiaria ya no es el miedo a un triunfo opositor, sino la posibilidad de la continuidad de las insostenibles políticas actuales.
Como lo saben las consultoras y bancos internacionales y como pudieron sondear los técnicos del FMI, nadie en el kirchnerismo está pensando hoy en grandes rupturas. Los planes se limitan a cómo renegociar con el FMI conservando algunos grados de libertad para la política económica. El objetivo modesto es conseguir lo único que permitirá el repago de la inmensa e irresponsable deuda generada por el macrismo: el crecimiento económico con desarrollo. Para ello será necesario buena teoría económica y una nueva alianza de clases que sostenga al futuro gobierno. Si algo ocurrió bajo la Alianza Cambiemos fue el fortalecimiento de los principales factores de poder que confrontaron contra el gobierno anterior, un conjunto de fuerzas que ya se preparan para volver a confrontar desde el próximo 11 de diciembre.