Cuando lo vemos a Macri emocionarse y enfervorizarse con sus propias palabras y sus propios ademanes nos da la sensación de estar viendo una obra de teatro. Y lo es. Toda la actividad política y su comunicación –por lo menos desde la polis ateniense- tiene una naturaleza teatral. Es mejor que los que concurrimos al ágora sepamos esa condición teatral del poder. Porque en ese caso seremos protagonistas conscientes de la escena y no instrumentos inconscientes del poder.
Macri no puede hablar como presidente porque eso nadie lo creería. Tampoco como ex presidente porque eso despojaría su palabra de cualquier interés. Tiene que hablar –y de hecho habla- como la referencia de una facción política argentina. No de un oficialismo que caduca sino de una pulsión muy profunda, muy antigua y muy vigente, que tomó históricamente el nombre del antiperonismo. No es una casualidad que el pejotismo que milita en el PRO acelere el ritmo de su distanciamiento: ya no hay más “nueva política”, “gran acuerdo” ni nada por el estilo. Ahora se trata, para el liderazgo en retirada, de mantenerse en condiciones de representar cabal y mayoritariamente la rabia antiperonista.
Claro que no es un hecho menor que el canto de cisne de la derecha moderna y democrática se pronuncie en medio de una noche negra de la sociedad argentina. Un pasaje de nuestra vida colectiva en que se empobrecieron coordinadamente el salario, los derechos, el producto bruto, la producción, la cultura y la institucionalidad democrática. Es un tiempo de revelación. De funcionarios de gobierno que seguían los pasos de los jueces. De jueces que espiaban a ex funcionarios. De buchones que armaban causas jurídicas y periodistas que las alimentaban en notas y programas de masiva difusión, de jefes del área económica que extraían pingües ganancias privadas de sus funciones públicas, de gobernantes empresarios que usaban al estado para favorecer sus empresas. No hay desde 1983 un espectáculo político tan patético que, por si algo le faltara, concitó el apoyo de intelectuales “democráticos” y “progresistas”.
La teatralidad de Macri pretende conservar los restos dispersos de la revolución de la alegría, los entusiasmos de la gesta antipopulista que se atribuyó a sí misma un glorioso destino histórico. Es un botín interesante el que defiende el todavía presidente: en medio del marasmo en el que su gestión hundió al país conserva el apoyo (o la resignación) de un tercio de la sociedad argentina.
Del otro lado está el Frente de Todos. Es el resultado de un proceso político cuya primera referencia histórica hay que buscarla en la movilización popular espontánea y multitudinaria de los partidarios de Cristina Kirchner nacida desde la histórica despedida de la presidenta aquel 9 de diciembre de 2019 –el día de la calabaza-. Un impulso cuya primera definición estratégica data del 13 de abril de 2016, cuando Cristina convocó a un amplio frente ciudadano sobre la base de la simple pregunta “¿cuándo estabas mejor, en diciembre pasado o ahora?”. La esencia del Frente de Todos ya estaba planteada ahí, la amplitud era esa, los límites eran esos. El frente se potenció desde entonces. Se fortaleció después de los negativos resultados electorales de 2017, se expresó en la consigna “hay 2019” que formuló Alberto Rodríguez Sáa, se enriqueció con el proceso de unidad sindical que en estos días ha cobrado nuevas energías y reagrupó nombres y estructuras, dispersadas por los avatares de la política argentina. Todo eso es el Frente de Todos. Es importante que esa pluralidad sea reconocida y defendida por todos y todas, por encima de inevitables tensiones y legítimas aspiraciones de grupo.
Macri pelea hoy por el futuro de la oposición al gobierno frentista. Ante la imposibilidad de conservar la dirección del amplio frente que llegó a expresar, ha decidido ser el portavoz de sus sectores más intransigentes y políticamente más agresivos. Puede ser el portavoz pero difícilmente logre ser su referencia central. El alimento de su precario, fugaz y fallido liderazgo fue el antikirchnerismo intenso, su sentido fue la polarización con la figura de Cristina, reconstruida por la Argentina antiperonista como la síntesis del mal. Después del breve video de CFK del 18 de mayo, no solamente se agotó el tiempo del poder macrista sino que se puso en evidencia el agotamiento de un proyecto político alternativo, el que se puso a sí mismo el objetivo de una transformación cultural que desterrara de la escena los ecos de la revolución democrática argentina, comenzada el 17 de octubre de 1945.
Probablemente la lucha hegemónica en el país se desplace. El radicalismo conservador –el único que hoy conserva estructura y peso de poder- saldrá a revalidar sus alicaídas credenciales. Volverá el sueño del bipartidismo argentino que desde diciembre de 2001 es políticamente impotente y se recluye en sesudos análisis politológicos. Ni el macrismo ni el radicalismo tienen hoy un estado de salud que los habilite a ocupar lugares centrales en el tiempo argentino que está naciendo. En las actuales condiciones, reaparecen las insinuaciones que se desarrollaron entre 2008 y 2013, es decir la cuestión sobre la posibilidad de construir un peronismo “moderno, realista y democrático”. El intento será el de conquistar desde adentro el gobierno del Frente de Todos. Y la alternativa la de dividirlo. Lo que sería a la vez el debilitamiento del gobierno y el mojón necesario para empezar a construir el regreso pleno del neoliberalismo al poder con la soñada “pata peronista” en su interior.
Se evitan aquí los nombres propios, lo que contaminaría el análisis en tiempos en que la elección “no ha sucedido”, el nuevo gobierno no ha asumido y sus formas y acciones concretas iniciales no han tenido lugar.