El mismo día en que asuman Alberto y Cristina, la democracia argentina cumplirá 37 años desde su recuperación. La simultaneidad entre la asunción de las autoridades y la evocación del origen es una virtuosa práctica argentina. Muy útil para pensar históricamente lo que vivimos.
Recuperamos la democracia después de la guerra de Malvinas y a causa de su desastroso resultado; es una marca de nacimiento muy fuerte. La dictadura se desmoronó instantáneamente después de la rendición de Puerto Argentino. Ciertamente estaba en crisis el régimen autoritario, como lo revela la evocación de la gran movilización popular alrededor de la convocatoria de las organizaciones sindicales. Pero Malvinas es el hecho decisivo del derrumbe de la última experiencia militar en Argentina. Malvinas es no solamente clave para entender la historia argentina de estos años sino también sino también para pensar la historia de la región y del mundo.
Fue un combate entre las dos principales potencias capitalistas de la época y una insubordinación sudamericana, provocada por una banda criminal que estaba en el poder nacional por obra y gracia de Estados Unidos. La suerte de las experiencias militares golpistas en la región quedó sellada con la guerra; en pocos años la región tendría gobiernos elegidos por el pueblo. Es muy evidente que las dictaduras cayeron por el impulso combinado de los reclamos democráticos locales y la constatación por parte de Estados Unidos de que los gobiernos militares no eran el modo más seguro de dominación.
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La democracia argentina nace entonces en un nuevo clima mundial: la “nueva oleada democrática” patentada por el intelectual del pentágono Samuel Huntington, nacida una década antes en Portugal y en España, entraba de lleno en la región. Curiosamente esa “oleada” coincidió con otra: la del desarrollo de la contrarrevolución capitalista encabezada por lo más concentrado del capital financiero. Recuperamos la democracia en el arranque del esplendor de lo que hoy se llama el “neoliberalismo” en honor de un grupo de mentores intelectuales que acaso nunca hayan soñado con un éxito semejante. El neoliberalismo fue construyendo en aquellos años un fundamento político. Consistía en un régimen de fundamento electoral, capaz a la vez de asegurar estabilidad y, sobre todo, de reproducir un tipo de sistema político. Ese régimen ideal era una democracia intensamente representativa –separada de las tensiones sociales y depurada de ideologías revolucionarias a las que la época iba a quitarles protagonismo en el mundo.
Esa democracia tenía instrucciones de uso muy explícitas. La principal de ellas consistía en un pacto, nunca escrito, según el cual los intereses políticos y económicos del gran capital global y local no podían ser afectados por los gobiernos oportunamente electos. Y era un pacto histórico que regiría en toda la región. La historia de los últimos 20 años en la región y en nuestro país está signada por la crisis de ese pacto. La experiencia de los gobiernos populares en el cono sur del continente es la forma más alta alcanzada por esa crisis. Y los acontecimientos regionales actuales son parte de esa crisis. ¿Qué es la revuelta chilena si no un episodio relevante de esa crisis? ¿Por qué el golpe contra Evo? ¿Por qué el ataque contra Venezuela? ¿Por qué la reaparición de la figura aparentemente desaparecida del golpe militar? ¿Puede pensarse toda la cuestión del lawfare por fuera de esa mirada estratégica?
Argentina se coloca en estos días en un lugar central de esta crisis. Se va jugar aquí la capacidad para estabilizarse en el gobierno y cumplir sus promesas de un proyecto de alcance regional, alternativo al que los argentinos hemos sufrido en la devastadora experiencia que concluye. Esto va a suceder después de una serie de golpes muy importantes a las experiencias populares de los últimos años. Y es también el tiempo de un renovado e intenso involucramiento de Estados Unidos en la política regional. La posibilidad de “flotar” sobre las contradicciones o directamente satisfacer las demandas centrales de los poderes fácticos no existe para la nueva experiencia popular. La reserva de recursos para el nuevo gobierno está en la activación de amplísimos sectores populares maltratados por el régimen macrista y dispuestos a un nuevo protagonismo. La idea de un nuevo pacto o contrato social puede entenderse como una mesa burocrática tendida entre sectores más o menos poderosos o como una amplísima convocatoria popular y multisectorial para poner en marcha al país.
Los principales medios de comunicación han decidido su estrategia: van a intensificar los ataques contra el gobierno, a trabajar para la desunión de la fuerza triunfante en la elección y a reactivar intensamente a los sectores más intolerantes en contra de los nuevos gobernantes. En este contexto, la democracia argentina solamente puede defenderse y consolidarse sobre la base de una amplia movilización social solidaria y políticamente activa. En los años del macrismo y en su contra han crecido múltiples formas de organización popular y se ha enriquecido la agenda social con nuevos actores y nuevos ejes. Es posible, desde un estado democrático, facilitar su accionar y su coordinación, eludiendo el recurso de su manipulación partidista. Las viejas y nuevas estructuras organizativas populares tendrían que ser protagonistas activos de la construcción de un nuevo contrato. Un contrato que desde sus primeras líneas diga que la vida y el bienestar de todos los habitantes ocupan el lugar principal del sistema de valores de los hombres y mujeres involucrados en él.