Una de las ideas fuerza que aún persisten en el imaginario colectivo es que Argentina es un país de clases medias integradas, donde la pobreza y la exclusión, si bien existen, no constituyen su marca distintiva. Algo así como una especie de anomalía a superar de manera individual o colectiva, según las distintas posiciones políticas, o un fenómeno cuasi natural que siempre estuvo y estará más allá de lo que se haga para evitarla.
Sin embargo, cuando se analiza la evolución de los indicadores sociales en las últimas décadas, vemos que esa imagen mítica de una sociedad integrada que genera movilidad ascendente ya no se corresponde con la realidad. ¿Qué desafíos implica para el nuevo gobierno este “desajuste” entre los niveles de integración real y las aspiraciones de integración tan potentes en el imaginario colectivo? Hagamos un poco de historia para entender dónde estamos parados y hacia dónde podemos ir.
A comienzos de los años setenta, Argentina sí era una sociedad integrada. Más del 94% de sus habitantes lograba satisfacer adecuadamente las necesidades básicas e incluso podía acceder a niveles de bienestar cercanos al de los países desarrollados. La pobreza se limitaba a franjas muy reducidas y claramente identificables de la población, ubicadas en zonas precisas de los conurbanos o en algunas áreas rurales. Lo que se denomina pobreza estructural y se define por las características precarias de los hogares.
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Esa dinámica de integración social con movilidad ascendente se vio cortada por la primera experiencia neoliberal durante la última dictadura. El plan económico de Martínez de Hoz (1976-1981) atacó de lleno al proceso de industrialización vigente, destruyendo numerosos puestos laborales de calidad, generando un importante deterioro en el ingreso real de los trabajadores, e incrementando sustantivamente los niveles de precariedad ocupacional. Esta experiencia tan regresiva en términos distributivos, terminó empujando a miles de personas hacia un nuevo tipo de pobreza, la denominada pobreza por ingresos, aquella que se define a partir de la posibilidad de acceder a una canasta básica de bienes y servicios que marca el límite entre pobres y no pobres. Hacia 1983, el 25% de la población había caído bajo esa línea.
El inicio del ciclo democrático no logró mejorar la situación. Las fuertes crisis que se sucedieron entre 1983 y 2002 cambiaron sustantivamente los parámetros de integración social y los fenómenos de exclusión, marginalidad, pobreza, desocupación e informalidad laboral crecieron como nunca antes. La pobreza por ingresos alcanzó picos alarmantes en la crisis hiperinflacionaria de 1989 (62%) y en la crisis de la convertibilidad de 2001-2002 (72%). La recuperación económica y la distribución progresiva de los ingresos durante el ciclo de gobiernos kirchneristas lograron importantes avances en la reducción de la pobreza y la indigencia, que pasaron de 68% a 29% y de 29% a 6%, respectivamente. Los años de gobierno de Macri agravaron la situación volviendo a colocar la pobreza en niveles cercanos al 40%, tal como muestra la reciente serie elaborada por el Observatorio de la Deuda Social de la UCA reconstruida con la metodología del INDEC (gráfico 1).
La observación de largo plazo muestra la persistencia de un núcleo duro de población que presenta niveles de exclusión difíciles de superar sin políticas específicas que resuelvan las causas estructurales que la generan. Si ampliamos la mirada hacia el universo de los vulnerables, es decir de aquellos que por sus niveles de ingresos y/o condiciones socio-ocupacionales, tienen altas probabilidades de caer en la pobreza ante cualquier cimbronazo macroeconómico, corroboramos que hoy más de la mitad de la población (53.9% para ser exactos) no se encuentra integrada socialmente en forma plena.
Si bien no todas las personas en situación de fragilidad social tienen las mismas probabilidades de caer en la pobreza, sabemos que aquellos con mayores posibilidades son la mayoría, según los resultados del reciente Informe de Fragilidad Social que publicamos en el CITRA. En efecto, los datos del primer trimestre de 2019 a nivel nacional muestran que dentro del 19,7% de población frágil hay 13,5% de frágiles estructurales, que no sólo tienen ingresos apenas por encima de la línea de pobreza sino también características que los hacen especialmente propensos a caer en la pobreza porque comparten rasgos sociodemográficas y laborales con la población pobre (nivel educativo inferior a secundario completo, informalidad y precariedad laboral, entre otras). Y esto se manifiesta en todas las regiones del país (gráfico 2).
Sin embargo, esta sociedad objetivamente dividida por mitades entre integrados y desintegrados, aún conserva aspiraciones y autopercepciones propias de sectores medios. No existe una transferencia lineal entre la pérdida efectiva de los niveles de bienestar y protección a las que se ven sometidas miles de personas y el cambio en la pertenencia de clase, que involucra procesos subjetivos mucho más complejos. La Encuesta Nacional de Estructura Social (PISAC-MINCyT) realizada en 2015 muestra con claridad este desfasaje: el 51% de la población pobre se define como de clase media o media-baja (30% y 21% respectivamente ) siguiendo parámetros muy similares a los de la población no pobre, donde el 67% se considera de clase media o media baja (44% y 21% ).
Este panorama implica un enorme desafío para cualquier gobierno que pretenda mejorar los niveles de integración y conservar legitimidad política. Primero, porque hay que resolver de manera urgente la situación de extrema precariedad en la que se encuentra una franja de la población que ni siquiera logran satisfacer la necesidades más elementales de subsistencia, o sea, que pasa hambre. Teniendo en cuenta que en su mayoría son menores de edad es imperioso avanzar con una batería de medidas que resuelvan el problema rápidamente convirtiendo esto en una demanda transversal que involucre a un amplio arco de actores económicos, políticos y sociales. Segundo, porque la reducción de la pobreza y de la fragilidad social requiere de políticas macro consistentes que propicien la mejora sustantiva en la distribución del ingreso y procuren el crecimiento sostenido del producto, pero a la vez de un conjunto de políticas más específicas orientadas a modificar las condiciones precarias de empleo y educación de estas personas. Y esto implica una acción consistente del Estado y la afectación de intereses poderosos que requieren de alta dosis de apoyo político para poder concretarse. Tercero, porque, porque existe un fuerte desajuste entre la situación objetiva y la autopercepción de clase que lleva a que la mitad de esa población socialmente desintegrada (pobre y vulnerable) se considere aún como de clase media. O sea que tiene demandas propias de esos sectores que van mucho más allá de satisfacer adecuadamente las necesidades básicas. Esto lleva a replantear las estrategias de construcción y comunicación política de una manera imperiosa para avanzar en la legitimación de políticas más inclusivas y evitar que una parte de esa población desintegrada termine desafectada por completo de la política y lo que es peor aún, descreídas de la capacidad de la democracia para resolver sus problemas. El terror que genera en estas capas de la población la posibilidad de seguir cayendo en los niveles de bienestar, o bien, la imposibilidad de ascender intra e inter generacionalmente a través de la educación y el trabajo, pone en tensión la vigencia de la democracia como el mejor sistema para organizar la vida política. Brindar certidumbre sobre estas demandas es clave para poder construir otra vez una sociedad más justa.