¿Es posible construir un sendero de desarrollo sostenido sin construir al mismo tiempo capacidades estatales? ¿Alcanza con definir adecuadamente la orientación de las políticas públicas y conseguir apoyos sociales que las legitimen sin tener en cuenta quiénes van a tener que implementarlas?
Estas preguntas son claves para entender la importancia que tienen los funcionarios públicos (políticos y de carrera) en los procesos de desarrollo. La embestida ideológica neoliberal insiste en señalar que el Estado es un “obstáculo” para el desarrollo porque actúa en beneficio de una “casta política corporativa” que obtura el “libre” despliegue de las “fuerzas mercantiles”, con sus múltiples regulaciones e impuestos “confiscatorios”. Nunca es suficiente el nivel de desregulación, nada positivo puede rescatarse del Estado. Todo lo “bueno, eficiente, moderno, innovador y competitivo” está del lado del mercado y la iniciativa privada. Por el otro lado, los proyectos progresistas recuperan la necesidad de un Estado “fuerte” con “presencia en el territorio” y con un nivel de intervención que permita frenar el avance de las diversas fracciones del poder económico, sin prestar demasiada atención en la necesidad de fortalecer las capacidades burocráticas.
¿Cuáles son esas capacidades? Básicamente dos: la capacidad administrativa para diagnosticar, diseñar, implementar y monitorear las políticas públicas; y un tipo particular de autonomía, que sea capaz de evitar la captura por parte de los intereses sectoriales pero a su vez, sea receptiva ante las demandas de participación ciudadana. En otras palabras, una burocracia idónea, honesta y comprometida capaz de abrir canales institucionales de diálogo sin perder de vista el objetivo fundamental de su función: ser servidores públicos.
Durante los últimos cuatro años, el Estado estuvo expuesto a un sinfín de situaciones en donde el interés público entró en tensión con los intereses privados. El criterio de reclutamiento privilegiado por Macri a la hora de conformar su gabinete fue el de incorporar personal con amplia experiencia en el sector privado. Un 22% de los más altos funcionarios (desde ministros a subsecretarios) no habían trabajado nunca en el sector público, un 26% venían de ocupar altos cargos en diversas empresas antes de asumir su función y un 33% se habían desempeñado en cargos de alta gerencia en algún momento de sus trayectorias laborales. Ese desprecio por la trayectoria en el sector público se manifestó desde los inicios de la gestión con una campaña de desprestigio sobre los trabajadores estatales que se mantuvo a lo largo de todo el período. Paradójicamente, a 14 días de finalizar su mandato, el Presidente se ocupó de reglamentar por decreto un nuevo régimen para el personal de la Alta Dirección Pública que pretende estabilizar una planta de coordinadores y directores, en su gran mayoría designados durante la gestión Cambiemos, en condiciones privilegiadas con respecto al resto del personal de carrera.
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Estos cimbronazos continuos conspiran contra el fortalecimiento de las capacidades estatales por eso es crucial entender que el Estado no es el problema sino parte sustantiva de la solución. Y que ese Estado se encarna en personas de carne y hueso y prácticas concretas. Para eso hay una serie de recomendaciones elementales que deberían ponerse en marcha para garantizar tanto las capacidades administrativas como los niveles de autonomía:
- Regular el ingreso, tránsito y egreso de los funcionarios públicos mediante leyes y códigos precisos.
- Institucionalizar un régimen de funcionariado civil superior para sustentar la mejora continua de la administración pública.
- Establecer períodos de “enfriamiento” previos y posteriores a ocupar los cargos públicos, si se viene de o se va hacia el sector privado para evitar los problemas derivados de la “puerta giratoria” entre ambos sectores.
- Promulgar códigos estrictos que regulen la conducta en el ejercicio de la función pública para minimizar los riesgos que generan los potenciales conflictos de interés.
- Fortalecer los organismos de control garantizando su autonomía política y financiera.
En un contexto en que el Estado tiene que dar respuesta a problemáticas de alta complejidad, como las que se nos presentan actualmente, necesitamos imperiosamente contar con una administración pública acorde a la magnitud del desafío. Funcionarios preparados, honestos y comprometidos con los valores democráticos, capaces de controlar, atender y responder eficientemente a las demandas sociales; de evitar la cooptación por parte de poderes fácticos, asegurando siempre que el bien común esté por encima de cualquier interés particular y/o sectorial; capaces de administrar los recursos públicos con eficiencia y transparencia; preocupados por atender los asuntos públicos con imparcialidad y apego a la ley, velando siempre por los derechos ciudadanos y entendiendo la importancia de la función que desempeñan; comunicando con claridad y precisión sus objetivos; haciendo primar siempre una lógica cooperativa que potencie el espíritu de cuerpo propio de la función pública. Y eso no es magia, se debe construir con decisión política, con inteligencia, recursos y sobre todo, con un fuerte compromiso de todos los actores involucrados. Recuperar el Estado para ponerlo al servicio del desarrollo nacional es parte también de los enormes desafíos que tenemos por delante.