Como lo vivo:
Pienso que la vida cambió y que así será por mucho tiempo, y que en cualquier caso el menor de los costos será permanecer encerrado.
No sentí miedo, pero acato a rajatabla la decisión de la OMS y del gobierno de que debemos permanecer aislados.
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Me preocupa mucho lo que vendrá después, cuando nos avisen que quedamos libres, que estamos a salvo. No hay que ser de la mesa chica del FMI para darse cuenta que el coronavirus le arrancará un cacho al mundo, que nada volverá a ser igual. Y en ese sentido me identifico con los que metaforizan el momento actual con el de una guerra.
¿Cómo disimular que esto es una pesadilla con final todavía lejano e incierto? Me escribo con algunos amigos (en Madrid, en Barcelona), también en cuarentena y me transmiten una sensación parecida y en el caso de España, semana a semana más grave. También allá miles tratan de rajarse para lo que llaman “la segunda residencia”. Recién vi un video en el celular: un médico que venía por la panamericana de hacer una consulta en el country Highland y mientras volvía a Capital filmaba la cola de autos, larguísima, que se iban vaya uno a saber adónde, aunque tendrían que estar en sus casas.
Lo que hice:
Me lavé las manos mil quinientas veces.
¿Es más, lo que no hice que lo que hice? No sé.
Mas bien, me sorprendí cuando me di cuenta de todas las cosas que no hice y que en otras circunstancias de puertas abiertas hubiera hecho. No me afeité. No fui a la farmacia. No fui a retirar un pantalón que había dejado en arreglo. No fui a la verdulería (mi hija, gracias a Google mapa, ubicó el lugar y me consiguió el teléfono. Hice el pedido y me lo alcanzaron). No fui a la casa de comidas (tengo que conseguir el teléfono y preguntar si hacen Delivery). No fui a comprar el diario. No fui a tirar la basura (hoy, sí o sí, voy a hacerlo para que no se me acumule). No fui a ningún bar a tomar un café. No subí a ningún bondi. Y así, el viernes fue largo, pero no lo sentí interminable.
Pasé el escobillón (¡cuanta tierra que se junta!). Lavé los platos inmediatamente después de usarlos. Miré mucho más de lo habitual el celular y la computadora. No moverse del departamento ya nos plantea algo bien diferente. Vivo solo, pero estoy cuidado muy de cerca por mis dos hijas que me llamaron varias veces, una de ellas por videollamada. También, de lejos, me cuida mi pareja. Como es médica decidimos no vernos en estos días. También yo las cuido a ellas. Mi departamento da sobre coronel Díaz, habitualmente una avenida ruidosa. Me sorprendió el impresionante silencio. Claro, estaban todos yéndose a la costa o a los countries.
Qué hago:
Lo que hago habitualmente. Trabajo. Pero en estos días, me parece que más. La radio en la que trabajo estableció un protocolo por el que los mayores de 60 debemos abstenernos de concurrir. El programa de hoy al mediodía será una repetición de otro que hice en enero, pero saludaré por teléfono al inicio y al final. También en esto me cuidó la productora.
Escucho un poco de radio en horarios fijos (primera hora y última hora). Veo muy poca televisión. Me río con algunos memes (“Lo nombran presidente de la Fundación FIFA y el mundo se quedó sin fútbol. No falla”), admiro algunos videos (mi amigo el tenor Balsells cada noche sale al pasillo de su depto. y les canta a sus vecinos; Miguel Rep y un mexicano que vive en Madrid empezaron a hacer unas historias mínimas sobre la cuarentena encantadoras y de alto valor literario y estético) y mensajes (los que intercambio con amigas y amigos, dadores de ánimos mutuos).
Tengo algo que me entretiene mucho y es que estoy escribiendo un libro sobre la radio que cumple 100 años en agosto. Habrá que ver si FM Coronavirus le permite festejar como se lo merece. También, un ratito cada noche, estoy leyendo “No estás sola”, la primera novela de la periodista Claudia Acuña. Es bueno que propaguemos esa idea: No estamos solos.
Algunas cosas que me gustaron y otras que no tanto:
Me gustó el aplauso a los trabajadores de la salud. Me pareció sincero, oportuno, necesario. Salí al balcón y de paso aplaudí a mi pareja, una esforzada médica.
Me gustó el gesto antigrieta de los diarios de circulación nacional compartiendo una misma sobretapa.
Me gustó como se está manejando el gobierno. Entre el 2003 y el 2015 sentí que había un Estado, y unos gobiernos, que se ocupaban de lo suyo lo que me permitía ocuparme totalmente de lo mío. Después vinieron cuatro años fatídicos en que tuvimos participación en casi todo lo malo y prácticamente en nada de, lo bueno. Y, encima, casi siempre, la culpa era nuestra.
Me gustó el presidente, preocupado y ocupado, serio y firme, basado en protocolos creíbles de la OMS y en consejos de los expertos de acá, de Ginés para abajo.
Me gustaron las muchas iniciativas solidarias que surgieron en las redes (liberación de libros, películas y obras de teatro, recitales especiales como el de Fito Páez, Sandra Mihanovich, Jorge Drexler, Gabo Ferro, entre otros).
Lo último:
Anoche por recomendación de una de mis hijas me puse a ver el documental American Factory. En Dayton, Ohio, durante décadas hubo una fábrica que tenía que ver con la General Motors. Pues, vinieron otros tiempos, esa fábrica cerró, hubo miles de desocupados y desplazados, hasta que llegó ‘una fábrica china, de vidrios para automóviles, la Guyao. En la GM los obreros ganaban 30 dólares la hora. Con los chinos, que siguen siendo comunistas pero que son unos explotadores de la ostia, ganan entre 12 y 14. La documental cuenta, entre muchas cosas, el fallido intento de armar un sindicato en esa planta, que fracasa, crease o no, por las y los empleados norteamericanos (también trabajan centenares de chinos) más jóvenes. En el marco de esta pandemia, la película advierte sobre otra que llegará ahora no más, en el 2030, como consecuencia de la automatización que dejará sin trabajo a millones de trabajadores. Tal vez no era la mejor noche para verla. Me pareció formidable. Creo que el matrimonio Obama tuvo algo que ver en la producción.