Es posible que las dos coaliciones que sumaron poco menos que el 90% de los votos en las últimas elecciones presidenciales hayan nacido con el estallido social de diciembre de 2001. No es difícil percibir en aquel incendio la existencia de dos “humores” frente a la crisis: uno plebeyo, que se rebelaba contra la violencia de las reformas neoliberales iniciadas en los años noventa con Menem y que, ya en el gobierno la primera Alianza, habían sumido a los sectores populares en las más duras privaciones. Era, en ese sentido, un hito en las movilizaciones sociales que tuvieron en la rebelión popular de Cutral Co una referencia memorable. El otro humor era el de las clases medias y medias-altas que fueron la base de sustentación cultural de la Convertibilidad, que disfrutaron de los viajes al exterior y pudieron llevar muy fácilmente a su régimen de vida a algunos de los productos de la revolución técnica que trajo consigo lo que dio en llamarse la “globalización”. Este sector se movilizó contra el corralito; es decir no contra las políticas neoliberales sino contra el último círculo de su decadencia en el que asomó la amenaza a sus ahorros y a su patrimonio. Fugazmente ambos humores se encontraron: piquete y cacerola la lucha es una sola, se gritó entonces. Cuando el gobierno de Duhalde fue enderezando el averiado barco de la sociedad argentina las aguas se separaron.
Menos de dos años después de aquel diciembre el país votó. Dos resultados vienen a cuento de esta hipótesis. Uno, el de la elección nacional que en un contexto de dispersión y debilitamiento de los partidos terminó eligiendo presidente a Néstor Kirchner ante la renuncia de Menem a disputar la segunda vuelta. El otro, el de la ciudad de Buenos Aires en el que Mauricio Macri, que había debutado cuatro años antes en las lides electorales ganaba la primera vuelta. Aun cuando fue derrotado en el ballotage por Aníbal Ibarra, la figura de Macri emergía en el centro de la escena política argentina.
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¿Pueden pensarse esos nuevos liderazgos como vástagos políticos de aquellos humores sociales que estallaron en 2001? No hablamos, claro, de establecer un curso histórico predeterminado ni de simplificar el muy complejo ADN de cada una de las fuerzas que hoy organizan el antagonismo político en la Argentina. Pero no es aventurado establecer un linaje cultural que une a cada uno de los bloques que ganaron las calles de las grandes ciudades argentinas. En uno –el que desemboca en la experiencia kirchnerista- está la herencia plebeya y populista que nació en 1945 y que el menemismo no había logrado destruir. En el otro flotaba otra cultura “populista”, la de la antipolítica.
A la historia le gustan las simetrías: en Italia durante la posguerra floreció una experiencia que se autodenominó qualunquismo. Consistía en una mirada del mundo que se presentaba como la del hombre común, el “ciudadano de a pie”. Era la identidad del que no vivía de la política ni en sus adyacencias, sino que solamente contaba con su trabajo, con su sacrificio. Y su punto de conflicto era contra el estado. Contra los parásitos que vivían de su relación con las camarillas de ministros, diputados, senadores y otras corporaciones absolutamente improductivas e inservibles. No era un partido sino un movimiento contra los partidos, orientado a recuperar para “la gente” lo que la maquinaria burocrática del Estado les sacaba para alimentar vagos y recaudar votos. El qualunquismo fue el camino que tomó una parte importante de las masivas huestes del fascismo italiano después de la caída del régimen y la derrota bélica. Su buena estrella terminó cuando la democracia cristiana fue bendecida por el imperio como el dique de contención del partido comunista de Italia. La simetría histórica consiste en que entre los miembros destacados del grupo antipolítico estaba Giorgio Macri, abuelo del ex presidente.
Lo anterior adquiere sentido y significación cuando se mira la coyuntura de estos días. La gran fórmula política que exponen los enemigos existenciales del gobierno de Alberto y Cristina es, justamente, la antipolítica. Para resistir las insinuaciones redistributivas del nuevo gobierno, se emplea el recurso de siempre: el “gasto político”. La fórmula mágica para pagar la deuda externa, para satisfacer demandas de la Argentina destruida sistemáticamente por la experiencia macrista, dar pan a los hambrientos, recuperar la producción y el empleo es…la disminución del gasto político. Que el ajuste lo haga “la política”. La oposición no se hace desde un partido o coalición alternativa, desde un programa opuesto y un partido históricamente reconocible; se hace desde el repudio de la política como tal. Hay que decir que Macri debe su malhadada experiencia presidencial a esa subcultura. Eso fue lo que, después del resonante éxito de Massa en las parlamentarias de 2013 inclinó la balanza a favor del empresario. Fueron las masivas columnas caceroleras, las solidaridades con la “familia” judicial después del suicidio de Nisman, las marchas que reivindicaban la “libertad” para comprar dólares, las que encontraron su referencia en Macri.
Estamos hablando de una quiebra histórica en el sistema de partidos políticos argentinos. El bipartidismo peronista-radical ha sido desplazado por la lucha entre dos grandes coaliciones sociales que se ordenan en torno de relatos antagónicos del pasado y de imágenes ideales del futuro del país. Relatos que ciertamente han recorrido gran parte de nuestra historia, que han alcanzado un grado de sinceramiento y de intensidad y constituyen un desafío para la democracia argentina. El frente que gobierna ha producido un visible viraje de su lenguaje que se expresa en sus acciones. Propone a sus antagonistas el diálogo, habla de concertaciones, de pactos y de contratos, flexibiliza sus propuestas para lograr amplitud en sus respaldos. No hay dudas de que ese espíritu lo ha fortalecido en términos de respaldo popular. Sin embargo, los grandes emporios mediáticos – verdaderos termómetros de los humores de sectores decisivos del establishment nacional y global- siguen en pie de guerra.
En una región conflictiva e inestable y en un mundo en el que están en juego las posiciones hegemónicas, Argentina se ha constituido en un punto de referencia para quienes creen posible un orden diferente y quieren transitar en esa dirección sobre la base de desarrollar la democracia y no de ignorarla.