Brasil, los populismos y las restauraciones neoliberales

15 de abril, 2018 | 06.00

Lo que sucede con la economía brasileña tiene un alto impacto en Argentina en tanto se trata de uno de los principales socios comerciales. Dentro del Mercosur, a pesar de la mayormente escasa integración productiva, se desarrolla además la única plataforma productiva verdaderamente regional: el sector automotor y sus subsectores relacionados. Si Brasil crece, se estanca o decrece, tracciona en la misma dirección a la economía argentina. Por esta razón los economistas locales necesitan mirar al vecino país con la misma intensidad que monitorean, por ejemplo, las lluvias sobre los cultivos pampeanos. Y en este mirar confunden muchas veces deseos con realidad, especialmente la creencia de que después de los ajustes viene el crecimiento.

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En medio de tanta épica desatada por la injusta detención del ex presidente Lula Da Silva, vale recordar que el golpe parlametario contra Dilma Rousseff se consumó recién en agosto de 2016, pero que fue la propia ex mandataria depuesta quien inició un giro neoliberal tras ganar las elecciones de octubre de 2014. Según se justificó en su momento se trató del último intento para evitar confrontar con las elites que, cuando olieron sangre fueron por todo. Mientras tanto, el giro ortodoxo minó el apoyo de la tropa propia. El resultado fue que entre 2015 y 2016 la economía brasileña se contrajo un impresionante 8 por ciento. En 2017, en tanto, se recuperó un magro 1 por ciento, pero manteniendo el desempleo por encima del 12 por ciento, con el consecuente deterioro del mundo del trabajo quizá más allá del límite de lo socialmente tolerable.

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En términos económicos, las elites no parecen haber hecho el mejor de los negocios, lo que sin dudas lleva al caso brasileño al plano de lo que suele denominarse “ajuste kaleckiano” (por el economista polaco Michal Kalecki), es decir de la reacción empresaria frente a los “aspectos políticos del pleno empleo” que resultan del empoderamiento de los trabajadores y de los Estados interviniendo en la economía cuando los altos niveles de empleo se mantienen en el tiempo. El resultado del ajuste fue inmediato. La tasa de desocupación brasileña que hasta enero de 2015 se mantenía apenas por encima del 6 por ciento saltó a casi el 14 en marzo de 2017 para estabilizarse en la actualidad un poco por encima del 12 (Pinkusfeld, C. y Ferraz Aidar, G., O Brasil bateu no piso? en Brazilian keynesian review, 3, p.130-149, 2nd Semester 2017)

Pero menos evidentes que los datos económicos más elementales, al menos a simple vista, resultaron las manifestaciones locales de las relaciones de poder global. La conducción del capitalismo no es ejercida por los Estados nacionales, sino por las empresas multinacionales, verdaderos sujetos del poder real y permanente. Estas firmas trabajan en estrecha relación con empresas proveedoras o asociadas en los territorios de los Estados. El entramado intersocietario está a su vez relacionado con las formas de inserción de cada economía nacional en la mundial. Se trata de relaciones que expresan la división internacional del trabajo y se plasman en una estructura de clases asociada. Así, en términos gramscianos, las clases dominantes de los Estados nacionales de los países periféricos son auxiliares de las verdaderas clases hegemónicas que se encuentran en los países centrales, que son aquellos donde se encuentran las matrices de las multinacionales. En el marco de un orden mundial neocolonial no hay contradicciones de clase entre las elites locales y las globales, sino que dada la estructura productiva, ambas clases se encuentran funcionalmente asociadas. Una realidad del poder que explica que el régimen económico dominante en la economía mundial tenga como norte el aseguramiento de la libre circulación de capitales y de mercancías.

En este escenario, los llamados populismos, regímenes político-económicos que enfatizan procesos de desarrollo productivo que tienden a una mayor autonomía en el marco de la redistribución del ingreso en favor de las clases subalternas, interfieren con el esquema de relaciones funcionales entre las elites nacionales y multinacionales, entre las clases auxiliares y hegemónicas del orden global. El desarrollo autónomo representa una piedra en el zapato, primero para la libre circulación de capitales y de mercancías y, después, para las relaciones de poder que sustentan este orden. Esta lucha de clases de carácter global es la que explica la magnitud de la reacción iniciada en América del Sur contra los populismos, una reacción que alcanzó en Brasil su manifestación más extrema, aunque no única, y que terminó arrasando su democracia formal. Todo ello con el comprensible beneplácito de las elites de prácticamente toda la región.

Sin dudas algo pasó entre el Lula da Silva ponderado como líder progresista y “racional”, un conductor que a pesar de sacar a millones de personas de la pobreza extrema no rompió nunca con el orden económico ortodoxo y no afecto sustancialmente el poder de las elites, y el “populista corrupto” perseguido y encarcelado.

El tránsito entre la portada de la revista especializada británica The Economist con el Cristo redentor de Río de Janeiro despegando como un cohete hacia el cielo de los BRICS y una economía que desciende al subsuelo, rebota en el fondo y desanda las conquistas sociales de una década en un marco de desintegración del poder estatal tiene que incluir algo que va más allá de los procesos internos de la sociedad brasileña.

Hablar del imaginario de un Brasil esclavista puede definir muchas características sociológicas, como el profundo odio de clase de los sectores medios y altos frente al ascenso de las clases subalternas, pero la idea del esclavismo define un caso único, singular. Explica a Brasil desde Brasil cuando el caso brasileño se parece demasiado, más allá de los matices propios, a otros procesos de restauración del poder de las elites globales, tanto en el mundo como, especialmente, en la región. Procesos que van desde la doctrina del shock a las revoluciones de colores, pero que en tiempos recientes y en América Latina se repiten por la vía del mecanismo conocido como “Lawfare” o guerra judicial, una de cuyas patas principales es la mediática.

Este mecanismo articuló las caídas de muchos de los regímenes populares latinoamericanos, regímenes que no fueron discutidos directamente por sus políticas intrínsecas, en general exitosas en términos de crecimiento económico y, especialmente, de disminución de la pobreza y la indigencia, sino por una supuesta súper corrupción sistémica. Pasó en Ecuador, se sigue intentando en la más golpeada Venezuela, se expresó claramente en el referéndum que negó la reelección de Evo Morales en Bolivia y, por supuesto, fue en Argentina uno de los arietes contra el kirchnerismo, incluso en boca de sedicentes peronistas, horadadores desde adentro con profusa relación con la Embajada estadounidense.

El panorama regional, entonces, pone en primer plano que los casos nacionales no pueden explicarse como procesos puramente internos, sino que responden a una restauración neoliberal regional. En todo caso, la singularidad brasileña reside en que el giro neoliberal fue iniciado por el propio PT pero que, en el camino, el proceso se llevó puesta la democracia y podría ocurrir lo mismo con la integridad del Estado. El Lava Jato y sus procesos judiciales con pruebas imaginarias contra jefes de Estado funcionaron como un caso extremo de lawfare que se fue de madre. Todo ello aunque a Mauricio Macri le parezca que Brasil tiene “una justicia independiente”