Especial para El Destape
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Las referencias al cambio climático ya son una letanía: todos sabemos de sus causas y sus consecuencias, y nos entregamos mansamente a la dinámica internacional de la que emerge un minué de naciones que se juntan una vez por año a negociar (esta vez en Lima) solo para conducir a una nueva frustración.
La ola de países latinoamericanos con gobiernos progresistas le adicionó a ese minué una retórica que hace quince años solo estaba reservada a los emergentes del sudeste asiático: los países ricos, se dice con razón, crecieron contaminando y ahora, sin pagar por aquellos pecados, pretenden que los pobres –o menos ricos- se ajusten el cinturón por un daño que no produjeron. Ese discurso es correcto, válido y justo, pero a esta altura inoperante. El mundo está detenido en una maraña de frases altisonantes, en la que los países desarrollados no ceden por temor al costo social interno de medidas restrictivas del consumo y los países en desarrollo reclaman su derecho a crecer sin reparar en el costo contaminante de ese ascenso económico, tal como lo hicieron "ellos".
En definitiva, no es más que la expresión más elocuente y descarnada del capitalismo en su faceta más primitiva, la de la acumulación del capital sin reparar en los medios u obstáculos que se interpongan. En un sistema que, como describe Thomas Piketty, tiende inexorablemente a incrementar la participación del capital en el producto total (verbigracia: concentración de la riqueza en menos manos), la invocación a un funcionamiento armónico con la naturaleza es, cuanto menos, ingenuidad. O cinismo.
No obstante, existen imperativos éticos. Y un país –o quienes lo gobiernan- no puede sencillamente descansar en la justeza histórica de un discurso de raigambre ambiental. Primero, porque haciendo lo contrario de lo que se exige se pierde la autoridad moral esencial para el reclamo. Y, segundo, porque se le niegan a la población herramientas para enfrentar situaciones cada vez más dramáticas que, como siempre ocurre, golpean primero y más duro a los socialmente más vulnerables.
¿Qué puede hacer un país como la Argentina frente al cambio climático además de demandar por los atropellos pasados que llevaron a este presente de devastación? En cuanto a las emisiones totales de gases de efecto invernadero, la participación argentina parece marginal (unas cinco toneladas métricas anuales per cápita frente a más del triple de Estados Unidos o Australia). Sin embargo, mirando con algo de precisión el número, desvela un desinterés institucional sobre el asunto. La Argentina es después de Venezuela el país con mayor cantidad de emisiones per cápita de América latina; está apenas un veinte por ciento por debajo de China (gran contaminante por su gigantesca cantidad de habitantes, obviamente), y casi en el mismo nivel que naciones de gran desarrollo como Francia y duplicando a presuntos grandes contaminadores modernos como Brasil.
Traducido: la Argentina es en volumen un modesto contaminante porque tiene pocos habitantes y no porque su performance ambiental sea positiva. En verdad, se están pagando –ambientalmente- las consecuencias de un modelo cuya matriz energética, altamente ineficiente, depende en más de un 85 por ciento de combustibles fósiles (igual que en 1970, cuando no se hablaba de cambio climático, ni de energía eólica o solar), y se lleva, en nombre del progreso sojero, unas trescientas mil hectáreas de bosque nativo por año.
Pero aun aceptando que la prioridad no fuera reducir emisiones (cosa más que discutible, como acabamos de ver), una política de Estado en materia ambiental presupone adecuarse frente a escenarios ineluctables. ¿Cuál es la política de adaptabilidad –o mitigación de desastres- que se está aplicando ante la creciente avalancha de inundaciones, sequías y demás episodios que la ciencia está pronosticando y la realidad confirmando? Si la respuesta es "ninguna", quiere decir que el Estado (más allá de tal o cual gobierno que lo administre) no comprendió su papel en la era de la crisis climática.