Son pocas las voces al momento de exponer un análisis sobre las violencias en la escuela secundaria no plantean una línea divisoria entre el alumnado y el plantel docente. O los alumnos están fuera de control o los docentes no emplean estrategias creativas. En el medio están: los padres, las autoridades de las escuelas, los funcionarios y otras figuras que se organizan en torno a esos dos polos: alumnos y docentes.
Pero la comunidad educativa no se organiza en bandos. Una comunidad es precisamente eso: una comunidad. Y está integrada por una serie de actores sociales con sus respectivos roles que establecen responsabilidades y funciones activas.
Ahora bien, en un espacio articulado por tantas personas, ¿qué pasa cuando algunos lugares de esa estructura enorme que es la educación quedan vacantes? Y: ¿qué hacer cuando se transforman tan rápidamente otras instituciones que dialogan directamente con la escuela? Mientras que se revisa un sinfín de relaciones sociales que involucran desde la familia hasta las relaciones del trabajo, la escuela se esfuerza por sostener representaciones que están caducas desde hace tiempo. ¿Dónde cobrarían vida esas representaciones? En el aula; ese espacio pensado para que día a día se continúe con el proceso de aprendizaje a partir de un pacto: el docente da clase y los alumnos escuchan, trabajan, preguntan, interactúan, aprenden. El aula, entonces, guarda un fuerte contenido ritual porque actualiza cada vez una relación entre alumnado y docente, un pacto que sostiene representaciones y símbolos que organizan las condiciones del proceso de aprendizaje. Si el pacto se rompe, ¿qué queda de todo eso? Una leyenda.
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Y el pacto se rompió desde hace tiempo. Las relaciones sociales se transformaron, la crianza se revisó, modelos y prejuicios cayeron y el saber –sobre todo –comenzó a circular en otros espacios. Algunos procesos –aunque vertiginosos –fueron iniciados por sectores progresistas de la sociedad y aún nos interpelan. Otros, fueron empujados por el ritmo que la tecnología impuso a nuestra rutina y la novedad de nuevas posibilidades impensadas diez años atrás. Todas ellas son transformaciones que, más allá de las posiciones que cada quien tome, definitivamente nos obligan a redefinir de modo constante quiénes somos y quiénes queremos ser. Frente a este proceso, el aula permanece impertérrita. El espacio físico permanece pero sin los símbolos y representaciones que sostenían la dinámica de ese espacio.
Es obvio que los docentes y los alumnos nos enfrentamos a los mismos problemas: ¿cómo incorporar las nuevas tecnologías al aprendizaje?, ¿cómo se redefinen los roles de todas las figuras e instituciones que participan de la escuela?, ¿cómo articular un nuevo pacto de convivencia que nos ayude a comunicarnos?, ¿qué hacer con las violencias en la escuela?, ¿cómo construir saberes que prepare a jóvenes para garantizarles posibilidades reales de inserción laboral?
Docentes y alumnos queremos lo mismo pero no sabemos cómo ayudarnos mutuamente.
Mientras se hacen esfuerzos por avanzar en la implementación de la Nueva Escuela Secundaria –a pesar de la disconformidad de sectores de la juventud que se manifestaron con la toma de colegios porteños –no se hace ningún intento serio de plantear una espacialidad nueva para una comunidad educativa completamente alterada respecto de aquella para la que aula fue pensada. Es cierto que antes está el problema edilicio de las escuelas públicas. Pero es cierto también que las violencias en la escuela no son casos esporádicos que se explican con "profesores sacados", "padres violentos", "autoridades incompetentes" y "alumnos maleducados". El problema en las escuelas es estructural y no admite responsabilidades que se diriman en torno a una u otra función. El problema de las escuelas tiene que ver con la caducidad de símbolos y representaciones que, si no se resuelve de manera urgente y creativa, va a desembarcar en más violencias en el peor de los casos y en sucesivas carencias en el mejor de los casos.
Existe un acuerdo general en lo referente a la necesidad de renovación de los instrumentos de enseñanza y de aprendizaje. Sin embargo, frente a la falta de un proyecto que plantee una actualización real frente a las transformaciones que ya tuvieron lugar, los docentes persistimos en revalidar representaciones ajenas para los alumnos y en desarrollar estrategias creativas que permitan suplir esa gran falta que todos parecen ignorar. Mientras tanto, los adolescentes encuentran una brecha enorme entre su universo de saberes y los contenidos de la escuela y los docentes tratamos de tender puentes dentro de un espacio que atenta contra el éxito del circuito de la comunicación.