El peruano Pedro Castillo es hoy un presidente en profunda soledad, atrapado en un laberinto invisible que sus rivales levantaron en torno a él. Cuentan quienes lo han frecuentado en el último tiempo que no alcanza la imaginación para vislumbrar lo solitaria de su condición con diez procesos constitucionales abiertos en su contra en el Congreso por presuntos delitos en el ejercicio de sus funciones e infracciones a diversos artículos de la Carta Magna, cuatro gabinetes en apenas siete meses de gestión y dos procedimientos de vacancia por “incapacidad moral” para seguir en el cargo—símil juicio político—, abiertos por el mismo Legislativo. A esta temprana altura de su gestión, el mandatario andino parece ya haberse resignado a luchar por mantener su cabeza fuera, relegando sus promesas de transformación.
Las palabras de Castillo esta semana ante el Congreso que pretende juzgarlo el próximo lunes 28 sonaron más a un intento de aplacar la ofensiva de los sectores statuquistas de la política peruana, resabios fragmentados del fujimorismo, que a un intento de llevar la batalla política hasta sus costas. ¿Hay margen de negociación con actores políticos cuyo objetivo primordial ha sido bloquear su gestión desde el primer día? Castillo aún apuesta al diálogo porque no siente el respaldo pleno siquiera de los aliados que lo llevaron al gobierno de Perú pero corre el riesgo de caer en un vórtice de autolimitaciones del cual puede no haber retorno.
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“Debo reconocer los errores y desaciertos en los que hemos incurrido. Expreso al parlamento y al país, mi ánimo de enmienda y de corrección”, afirmó el presidente peruano al día siguiente de su paso por el Congreso, el último lunes, tras participar de una reunión con alcaldes y alcaldesas. Tan conciliadoras fueron sus palabras esa noche, centradas en explicar y defenderse de cada una de las acusaciones que recaen sobre él, que la misma oposición que habitualmente no pierde oportunidad en asestarle zarpazo, apenas las cuestionó. Y no hay peor signo para un gobierno que se propuso sacudir los cimientos de un país de riqueza concentrada como Perú que pasar desapercibido.
En el cálculo político de Castillo y los pocos incondicionales que lo secundan, se trata de sobrevivir a marzo, elaborar una suerte de pacto de convivencia y así completar un mandato de cinco años cuyo horizonte hoy se pierde en la neblina. Hay una segunda lectura, que prevalece entre las fuerzas progresistas de la región, mucho menos optimista: un presidente en permanente agonía podría ser útil a la derecha peruana hasta tanto consiga encumbrar a una figura de reemplazo para la presidencialista reincidente Keiko Fujmori, otro liderazgo que algunos sueñan con quitar del campo político adverso de una vez por todas.
Los ojos puestos en Lima
“La Presidencia Pro Tempore de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños expresa su preocupación por la situación institucional que atraviesa la hermana República del Perú y enfatiza la necesidad de que se respeten el orden democrático y la voluntad popular expresada en favor del Presidente Pedro Castillo hace siete meses”, reclamó hace una semana exacta la CELAC con la firma del presidente Alberto Fernández, dos días antes de que el Congreso peruano aprobara la moción de vacancia.
“Como mecanismo de concertación política, la CELAC reafirma su compromiso con los procesos democráticos de la región y continuará observando con atención la evolución de los acontecimientos en Perú”, concluyó el breve comunicado. Un día antes, Castillo y Fernández habían coincidido en una bilateral en Valparaíso en medio de la asunción de Gabriel Boric. Allí el peruano le describió al mandatario argentino la situación de parálisis en la que se ve inmerso su gobierno producto de la ofensiva legislativa. También el Grupo de Puebla, foro de líderes y lideresas progresistas de la región siguen de cerca los episodios.
Hoy los adversarios de Castillo no contarían con los 87 votos necesarios para voltear su gobierno, aunque se alinearan en un bloque uniforme todas las fuerzas conservadoras y liberales de Perú, cosa poco probable. Se trata de un Legislativo unicameral de 130 escaños hiperfragmentado en diez bancadas y los llamados “no agrupados”. Aún sumando la totalidad de las siete fuerzas que respaldaron la vacancia, arañarían los 86 votos. Y ni siquiera ese es un número fiable porque hubo disidencias dentro de los bloques a la hora de acompañar este último proceso. Tal como están hoy los números, derribar a Castillo demandaría un mayor consenso opositor y que se sumen otras bancadas que todavía siguen aliadas al gobierno.
Sin embargo, estas fuerzas conservadoras y liberales sí cuentan con el caudal suficiente para seguir atando las manos del presidente peruano, sembrando el camino de piedras. Castillo ya renunció a su reforma constitucional, la fiscal y hasta la agraria en pos de contener los ataques y así bajó tres de las banderas de cambio profundo con las que hizo campaña prometiéndole a Perú un giro estructural y no más de la misma receta neoliberal. “Si sigue por ese camino, solo le va a quedar pintar escuelas”, ilustra un dirigente progresista de la región, muy escéptico de las chances de Castillo “si no se despierta para transformarse en el líder que pidió Perú” en 2021.
Nada de excepción
Dentro del amplio conjunto de 20 cargos de los que lo acusan, hay argumentos de diverso peso. Algunos de completa inconsistencia, como responsabilizarlo por la conducta o el pasado de sus funcionarios, muchos de los cuales terminaron renunciando o renunciados. Mientras que otras acusaciones atienden a irregularidades cometidas en su gobierno que la Justicia debería primero investigar y donde la pregunta a dilucidar, al final de todo, sería cuánto peso de responsabilidad cae en el mandatario y cuánto en los terceros implicados como para cortar de raíz un gobierno elegido por las urnas hace poco más de medio año.
Nada de eso importa cuando se pone en perspectiva histórica la instrumentación de la vacancia durante los últimos años en Perú. Porque más que una herramienta excepcional contemplada en la Constitución, la acusación de “incapacidad moral” contra los jefes de Estado peruano englobaron un amplio abanico de presuntos delitos al punto de convertir el sillón presidencial de la Casa de Pizarro en un asiento eyectable. Desde 1823, se abrieron diez procesos de vacancia en Perú. Seis de ellos, entre 2017 y el pasado lunes.
Pedro Pablo Kuczynski sorteó el primero de esta tanda de procesos en diciembre de 2017 pero renunció antes de ser vacado en marzo de 2018, cuando ya había perdido el respaldo legislativo y eligió irse por su cuenta. Lo sucedió su vicepresidente Martín Vizcarra, entonces embajador en Canadá, que también salió airoso de su primer proceso por “incapacidad moral”, en septiembre de 2020, y perdió su cargo en el segundo, en noviembre de ese mismo año. Y luego de un brevísimo interinato represivo del congresista Manuel Merino y la transición del legislador Francisco Sagasti, arribó al poder Castillo, un dirigente sindical y docente de Cajamarca del que poco se conocía fuera de Perú, postulado por un partido que ni siquiera comandaba. Así y todo, pasó al ballotage con apenas el 18,9% de los votos y superó a Fujimori con el 50,1% en segunda vuelta.
Su gobierno, sin embargo, se vio condicionado antes de arrancar, al punto que el 28 de noviembre último le llegó su primer proceso de vacancia. No prosperó en aquella oportunidad y lo volvieron a intentar y esta vez consiguieron someter a Castillo. Es el punto del laberinto al que arribó el presidente peruano y las decisiones que tome no solo serán decisivas para su presidencia sino que moldearán también el destino postergado de Perú.