El presidente de Brasil, Lula da Silva, concretará esta semana que comienza, el importantísimo viaje a China que debió postergar por padecer una bronconeumonía bacteriana y viral.
Como en cualquiera de estos encuentros de altísimo nivel entre dos líderes (el chino Xi Jingping –quien acaba de iniciar su tercer mandato consecutivo- y Lula), los objetivos son múltiples. No obstante, en este viaje hay algo más. Brasil ha demostrado estar dispuesto a dar un paso histórico que sume a la actual transformación del orden global.
Hace dos semanas, Brasilia anunció un acuerdo con China para realizar transacciones en reales y yuanes, sin requerir dólares para su comercio bilateral. Esta decisión indica una firme voluntad de cooperación político-estratégica con China –su socio también en los BRICS- para cambiar las reglas del juego, como mínimo, del intercambio comercial global. Se habla de reducción de costos y de incentivos, pero el trasfondo es una verdadera revolución en marcha: la desdolarización.
Lo reconoció el senador republicano por el estado de Florida, Marco Rubio, de origen cubano anticastrista, en un video que ha circulado profusamente esta semana: si los países empiezan a usar sus monedas nacionales y dejan de usar el dólar, Washington perderá una de sus más eficaces herramientas de sometimiento y castigo, es decir, las sanciones. “Estos países (China y Brasil) –afirmó Rubio- están creando una economía paralela completamente independiente de EEUU. En solo cinco años no podremos dictar nada a nadie con sanciones. Para ese entonces, habrá tantos países comerciando con su dinero en el lugar del dólar que simplemente no podremos sancionarlos a todos”. Y en efecto, ya son muchos los países de Asia, Eurasia y Oriente Medio que han adoptado esa política, que podría acabar con casi ocho décadas de predominio único del dólar.
La comitiva brasileña que ya se encuentra en Beijing, integrada por más de 200 empresarios de ese país, es otra muestra de que el fortalecimiento de las relaciones comerciales sino-brasileñas es una prioridad en esta cumbre. Cada detalle del viaje, vigilado celosamente por Itamaraty, la prestigiosa cancillería brasileña, marca la importancia que se quiere dar a la relación con China y con los BRICS. Por una parte, Brasil busca recomponer las heridas que dejó la gestión del expresidente Jair Bolsonaro, muy próximo al ex mandatario estadounidense Donald Trump y a sus hijos.
Por otra, China es el principal socio comercial de Brasil. El comercio bilateral entre ambos supera los 150.000 millones de dólares con un superávit a favor de Brasilia de 28 mil millones. En las vísperas del viaje de Lula, el gobierno brasileño dejó trascender que el área de las energías renovables, el campo aeroespacial, salud, educación, infraestructura, ciencia y técnica, agricultura y turismo son los que tendrán primacía.
Finalmente, esta tercera presidencia de Lula procura tener un espacio no sólo en la agenda regional sino también en la global. Su propuesta de un “club de países amigos” que colabore en la mediación entre Rusia y Ucrania para encontrar la paz será una de las consignas de esta gira, que incluyen también Portugal (entre el 20 y el 25 de abril) y España donde se reunirá con el jefe de Estado, Pedro Sánchez, quién además será el próximo presidente de la Unión Europea. En estas dos últimas semanas, también estuvieron en China de visita oficial Sánchez y el presidente de Francia, Emmanuel Macron.
Limitaciones y desafíos
Lula, ex sindicalista, maneja como nadie el juego de las presiones, las esperas y las negociaciones. Pero, ¿cuánta es la maniobrabilidad con la que cuenta hoy ese gran luchador sudamericano? ¿Podrá un Brasil bajo presión tener una política exterior independiente?
A tres meses de haber asumido, aún reverberan los episodios del 8 de enero con la toma del Parlamento en Brasilia. La posición del poderoso “partido” militar en el actual escenario no está clara. Las relaciones exteriores independientes que tradicionalmente ejerció el petismo están en disputa. Hay una pulseada en el interior de la actual coalición gobernante que, según quien predomine, determinará una mayor alineación con Washington o una mayor inclinación hacia un nuevo orden internacional. Esta pulseada definirá si Brasil podrá o no ser partícipe del Juego Global.
La iniciativa de Lula de articular alguna salida para la complejísima guerra en Ucrania no viene bien aspectada. El asesor en relaciones internacionales y ex canciller, Celso Amorim, fue recibido hace unos días por el presidente ruso Vladimir Putin y su canciller Serguei Lavrov en Moscú. El objetivo del viaje, según palabras de Amorim a la prensa brasileña, fue el de “impulsar la paz y el diálogo entre el presidente ucraniano Volodymyr Zelensky y Putin”. Y anunció la visita de Lavrov a Brasilia, a mediados de abril, una semana después del encuentro entre Lula y Xi Jinping.
Después de Moscú, Amorim voló a París donde se entrevistó con su par francés, Emmanuel Bonne, consejero diplomático de Macron. Pero a pesar de estos esfuerzos, las últimas declaraciones de Lula a la prensa recibieron una dura respuesta de Zelensky, colocando a Brasil en un papel muy incómodo y fuera de cualquier negociación de paz.
Lula sugirió que Rusia no podía quedarse con todo el territorio en disputa pero que Ucrania tendría que replantearse su concepto de soberanía sobre la estratégica península de Crimea. La tajante respuesta del ucraniano fue que Kiev “no comercia con sus territorios”.
Este encontronazo echa luz sobre la actual situación del gobierno Lula: por un lado quiere recuperar el lugar de importancia internacional que había logrado conquistar en sus anteriores presidencias, pero con un margen de maniobrabilidad significativamente menor. Ni el mundo es el mismo. Ni Brasil es el mismo. Ni la correlación de fuerzas en la coalición gobernante parece permitirle al presidente un juego propio. Pero las expectativas están abiertas y se sabe que, como siempre, Lula está dispuesto a dar todo por sus convicciones. El resultado de este viaje a China será un capítulo importante es ese camino.