Luiz Inácio Lula da Silva vuelve y ayer dio el primer paso para competir el 2 de octubre por su tercer mandato como Presidente de Brasil. Desde San Pablo, en un escenario que pretendió reflejar la amplia coalición política que lo respalda, el histórico líder lanzó su precandidatura más necesaria que nunca. “El fascismo será arrojado a la cloaca de la historia de donde nunca debió haber salido”, expresó quien supo ser el mandatario más popular de la historia del país y que pone en juego su leyenda para dar una última batalla contra las ideas ultra que amenazan a Brasil y toda la región.
A veinte años de la gesta que coronaría su llegada al Planalto en su cuarto intento, en 2002, Lula trazó la línea que marcará los próximos meses de campaña. Se trata de reducir la desigualdad, abrazar la lucha contra el cambio climático y crear empleo, tales son los ejes claves de su futuro programa de gobierno. "La soberanía no se resume a las fronteras, sino a defender nuestra riqueza, biodiversidad, garantizar el derecho a la alimentación, empleo bueno, salario justo y acceso a salud y educación de calidad", dijo.
“No creo que vaya a ser un gobierno de grandes transformaciones, de reformas políticas. Lula enfrentará un escenario muy malo a nivel internacional y, en caso de ganar, deberá conducir un Estado que ha sido desmantelado los último cinco años, entre las gestiones de Jair Bolsonaro y Michel Temer. Su tarea será, ante todo, la reconstrucción nacional”, reflexiona, ante El Destape, Rafael Rezende, profesor de la Universidad Estadual de Rio de Janeiro.
El sábado, en San Pablo, Lula no pudo conseguir la foto completa que soñaba aunque eso no le restó mística al acto. Su compañero de “chapa”, el paulista Geraldo Alckmin, había dado positivo de Covid el viernes por lo que participó desde una enorme pantalla. La imagen del abrazo deberá esperar un poco más. En 2006, ambos protagonizaron la pelea por la segunda vuelta y ahora van juntos, pese a que la sociedad no termina de convencer a la totalidad del Partido de los Trabajadores (PT). Ayer Lula resaltó que cree en la “lealtad” de Alckmin, un mensaje dirigido hacia adentro más que hacia afuera.
Y es que los protagonistas de este duelo lo plantean en un plano superior a las competencias democráticas regulares. Desde su esquina, el bolsonarismo repite, otra vez, la falacia de una “amenaza comunista”. El PT teje, en respuesta, una amplia coalición con aliados y viejos rivales, pese a que la sangre por la traición sufrida, en 2016, sigue fresca. Lo que se avecina, aseguran, no es solo una puja entre modelos sino del pluralismo contra el autoritarismo que rige hoy los destinos de Brasil y que se encarna en la entronización del “Partido Militar”.
“El tuit del general Vilas Boas abrió el apoyo militar al golpe de Estado de 2016. Su continuidad ahora está dada por la estrategia de reelegir a Bolsonaro e imponer a las Fuerzas Armadas como actor político, como poder moderador, árbitro de la nación o con la derecha. Intervenir en la vida político-constitucional del país en caso de crisis entre los poderes o convulsión social. Obviamente, los militares pretenden ser los jueces de su necesidad y urgencia”, escribió José Dirceu, cuadro del PT y primer jefe de gabinete de Lula, en la web Poder 360. Y alertó: “Este es el principal peligro que amenaza nuestra democracia y el estado de derecho. Jair Bolsonaro es solo el instrumento. No nos dejemos engañar.”
Para el PT, la politización de los militares inició en 2010 y escaló desde entonces en intensidad, hasta conquistar el poder como unas de las patas de la coalición bolsonarista, en 2018, aliado a los agronegocios y las fuerzas evangélicas. La militarización de las estructuras de la república se dio luego, acorde a Dirceu, mediante la jura de referentes de la Policía Militar y las Fuerzas Armadas en la vicepresidencia, ministerios y secretarías, así como a través de la culturización de la sociedad con la venta indiscriminada de armas, el fomento de los clubes de tiro y el apoyo a las milicias en gran parte del país.
El involucramiento de las Fuerzas Armadas en la elaboración de un informe sobre la credibilidad del sistema electoral sobre el cual Bolsonaro agita, desde 2020, el fantasma del fraude, no es inocente. Es la primera vez, desde 1989, que los militares cumplen un rol activo en un debate sobre las reglas del juego democrático. Tampoco es casual la puesta en duda del trabajo del Tribunal Superior Electoral o las marchas que el actual Presidente convocó contra el Supremo Tribunal Federal y el Congreso el año pasado, cuando la imagen del asalto al Capitolio estadounidense seguía nítida en la memoria colectiva. Bolsonaro apuesta a ganar o romper Brasil.
Estrategias
“El segundo acto de Lula” tituló la revista Time en su portada esta semana ponderando la figura de Lula una vez más. "El líder más popular del Brasil busca el retorno a la presidencia", se lee en la bajada. En 2010, al término de sus dos gobiernos consecutivos, ya lo había bautizado como un fenómeno sin precedentes por el 87% de popularidad con el que se retiraba y un claro liderazgo sobre la región y el mundo emergente. Con una preferencia que ronda entre el 40 y el 45% de la intención de voto —necesita superar el 50% para ganar el 2 de octubre—, la publicación remarca las chances del líder del PT en su séptima competencia, si bien algunos sondeos advierten un repunte de Bolsonaro en las últimas semanas.
La estrategia electoral del PT es seguir alimentando esa ventaja a sabiendas de que ese primer turno electoral podrá ser o no el definitivo, pero tendrá una elevada incidencia sobre la futura gobernabilidad, a partir de cómo se componga la totalidad de las 513 bancas de la Cámara de Diputados, un tercio de los 81 escaños del Senado y los subniveles del poder, entre gobernaciones y asambleas locales. De arranque, a lo que aspiran es a garantizarse un tercio del Poder Legislativo para tener el suficiente volumen para tejer compromisos con los no alineados.
La arquitectura de la campaña de Lula bien podría describirse en dos planos interconectados. El primero tiene que ver con los entendimientos a nivel de las dirigencias, de forma tal de consolidar una federación de partidos con un claro compromiso programático de cuatro años. El segundo, quizás el punto fuerte del PT, gira en torno a la territorialidad que viene en retroceso. Basta recordar que las municipales de 2020 lo dejaron, por primera vez, fuera de todas las capitales de Brasil.
El 18 de abril último, nació la denominada Federación Brasil de la Esperanza (FE Brasil) integrada por el PT junto al Partido Comunista de Brasil (PCdoB) y el Partido Verde, en coordinación con el Partido Socialista Brasileño (PSB) al que se afilió Alckmin para ser nominado como vicepresidente. Desde allí se han reunido los apoyos del partido Solidaridad, los ecologistas de Rede y el Partido Socialismo y Libertad (PSOL). Y se busca cerrar acuerdos con otras fuerzas de la “tercera vía”, sin candidatos o candidatas a la presidencia o con nombres que no despegan en las encuestas. Quizás la más controversial de todas sea la negociación con un ala del MDB, partido que lideraba Michel Temer, el vice que traicionó a Dilma, y que fue determinante para coronar el golpe parlamentario.
De todos los nombres, sin embargo, el que generó resistencias más sonoras en sectores del PT —y lo sigue haciendo, aunque ahora matizadas tras el voto a favor de la Dirección Nacional del partido— es el del socio de Lula en la fórmula, Alckmin, por su pasado en la socialdemocracia brasileña que también impulsó el impeachment a Rousseff. Dentro del PT, había quienes preferían una fórmula que expresara con mayor énfasis la resistencia a Bolsonaro a través de un o una vice proveniente de los sindicatos o los movimientos populares que conformaron oportunamente el Frente Brasil Popular.
No obstante, primó la idea centrista —o conservadora, según cómo se mire— de forjar una fórmula presidencial más amplia desde lo ideológico, a tono con la coalición que se construye. Un dueto no tan distinto al que Lula compuso con el empresario José Alencar en 2002 para exorcizar los temores “rojos” de la elite brasileña. Quienes defienden al paulista Alckmin incluyen, además, otros dos argumentos de peso: no apoyó el juicio político a Dilma, a contramano del grueso del PSDB, y es todavía un referente fuerte en el corazón económico de Brasil, al que gobernó tres veces, por lo que puede contribuir a que el PT cumpla su anhelo de conquistar aquel estado.
“Creo que esta chapa Lula-Alckmin es más representativa que la de Alencar en el sentido que no será un gobierno radicalizado. Todos conocen a Lula ahora, a diferencia de 2002, y cómo fue un gobierno de ocho años que sentaba en la mesa a empresarios, trabajadores, a todos los actores. Alckmin representa esto también para los sectores empresariales y de centro, un equilibrio”, resume en diálogo con este medio Tereza Campello, ex ministra de Desarrollo Social y Combate el Hambre durante el gobierno de Dilma. “Pero además esta ‘chapa’ tiene un sentido más amplio en tanto que Alckmin es del PSDB, el gran rival en todas las grandes disputas del PT desde el retorno de la democracia. Y en mi visión, simboliza a estos sectores del centro que se aliaron al PT para combatir a la dictadura, en el pasado, y que ahora vuelven a unirse frente a un estado autoritario”, añade.
Desde otra perspectiva, la “chapa” Lula-Alckmin habla también de una dificultad intrínseca en gran parte de las fuerzas políticas latinoamericanas que supieron ser gobierno para ofrecer nuevos liderazgos generacionales. Dentro del PT, Rousseff había tomado la posta en 2011 con un estilo de gobierno y una orientación ortodoxa en lo económico que le abrieron duras resistencias hacia adentro. Con el diario del lunes, las fisuras bien pudieron envalentonar —aunque no exclusivamente— a la oposición de entonces para dar el zarpazo del impeachment en 2016. Dos años después, el paulista Daniel Haddad tampoco pudo consagrarse en ballotage.
La segunda parte de la estrategia electoral responde a la necesidad de consolidar la territorialidad como condición para llegar a los sectores más vulnerables, pero también reconquistar aquel electorado que supo ser propio. Para ello, entienden como indispensables las alianzas con movimientos como el feminismo, el ambientalismo, el colectivo LGBTTTIQ+, que forman parte de nuevas expresiones de la izquierda brasileña y establecieron activas resistencias sociales a los embates bolsonaristas de los últimos cuatro años. Desde el PT, se busca abrir y consolidar más de 7 mil Comités de Lucha Popular a lo largo y ancho de los 5568 municipios, con la meta de involucrar a la ciudadanía en el debate de políticas públicas. El objetivo es que, antes de octubre, haya al menos uno en cada ciudad del país.
Por fuera de los límites temporales de la ley electoral brasileña, también se encuentran los llamados Núcleos del Partido en el Exterior, nacidos en los 90s como nexos con la Secretaría de Relaciones Internacionales del PT. También ayer activaron la campaña. Son 15 en total, el grueso de ellos repartidos por Europa (Alemania, Bélgica, España, Francia, Irlanda, Reino Unido, Portugal, Italia y países nórdicos) y en menor medida en Estados Unidos, China y Cuba. El de Argentina es, por ahora, el único de Latinoamérica y ayer presentó oficialmente el Comité Lula Presidente desde el Instituto Patria.
Desafíos
“Lula tiene un desafío triple: el primero es formar una mayoría electoral y ganar las elecciones a la vez que debe estar preparado para cualquier reacción de Bolsonaro quien, al estilo Trump, pueda intentar bloquear su asunción como Presidente. El segundo desafío es luchar contra una derecha radicalizada y antidemocrática que ya se ha convertido en parte de la esfera pública del país. Y el tercer desafío es gobernar en un Congreso donde no tendrá mayoría”, resalta Rezende. Y agrega: “Lula no se enfrenta a un adversario normal. Bolsonaro es un político que incita a la violencia, que no respeta las instituciones y como estrategia para un posible golpe pone bajo sospecha el proceso electoral.”
Paradójicamente, un triunfo de Lula en 2018 podría haber evitado el ascenso del “Partido Militar” a lo más alto de la República. Sin embargo, una alianza entre actores políticos, económicos, mediáticos y judiciales se ocupó de alimentar el descontento válido de algunos sectores sociales hasta desatar un huracán. Y el ex juez Sergio Moro cumplió su propósito: envió a prisión al dirigente sindical sin pruebas concluyentes, amparado en el humor social. El mismo magistrado que luego se convertiría en ministro de Justicia y Seguridad Pública de Bolsonaro y que ahora, divorciado del actual Presidente, sueña con sucederlo en el Planalto.
Así, Lula se convertía en una de las mayores víctimas del lawfare en Latinoamérica. Cuatro años después, no solo recuperó su libertad —tras más de 500 días preso—sino que las múltiples causas judiciales que le abrieron se desplomaron como un dominó y tanto la Justicia local, como las Naciones Unidas, reconocieron públicamente que los tribunales y fiscales del Lava Jato no se habían comportado con la imparcialidad requerida. El daño ya estaba hecho y Brasil pagó el precio de la trampa judicial con el avasallamiento de derechos y más de 700 mil muertes en la pandemia producto de la inacción del gobierno bolsonarista.
No es casualidad tampoco que gran parte del mensaje de Lula gire ahora en torno a la reconstrucción de un “Estado fuerte” que movilice una agenda local centrada en la lucha contra el hambre —pese a que Brasil había salido de las alertas de seguridad alimentaria en el mundo—, la inflación y la recuperación del timón de Petrobras para volver a controlar los precios de los combustibles en el mercado, acoplados al precio internacional desde la gestión Temer. También habla de salario mínimo y una reforma a la reforma laboral que impulsaron el ex vice de Dilma y profundizó su sucesor. Todo ello condicionado por un “techo del gasto público” que pone límite a la inversión social del Estado desde que se sancionó esa enmienda constitucional en diciembre de 2016.
Asimismo, en lo internacional, Lula sabe que conviviría, en caso de ganar, con una región muy diferente a la de sus primeros mandatos aunque en dinámica de cambio: mientras que Chile dio un giro tan valiente como inestable, Pedro Castillo trata de hacer pie en Perú al cabo de nueve meses en el gobierno, Gustavo Petro se muestra con chances de darle a Colombia su primer Presidente de izquierda y Bolivia promete volverse a levantar de la mano del MAS y sobre la base de la explotación del gas y el litio. En ese esquema, la gran pregunta pasa por el futuro de la Argentina, que recién se dirimirá en la segunda mitad de 2023 pero que, sin dudas, encarna un eslabón imprescindible para pensar en un relanzamiento de la integración desde el Sur acompañando a Brasil.
“Estoy muy convencida de que realmente estamos frente a otro mundo muy difícil porque gran parte del Estado y los instrumentos que teníamos han sido desarticulados, no existen más. Hoy Lula podría asumir en un Estado con muchas menos herramientas para realizar políticas públicas. Por otro lado, lo haría con un conocimiento mucho más profundo, producto de un aprendizaje de años, no solo del Estado y sus posibilidades sino del conjunto de los otros actores. Y el Presidente Lula escucha mucho y sabe decidir, que no es una característica de todos los mandatarios. Llegamos, además, con una curva de aprendizaje para que nuestros funcionarios no pierdan tiempo al asumir a la hora de reactivar lo que haga falta”, destacó Campello.
Hacia el resto del mundo, Lula ya dio señales de querer recuperar la voz que supo ganarse en el pasado. Quedó claro en el artículo con el que Time acompañó su portada, cuando el brasileño no ahorró en críticas contra Vladimir Putin, por su invasión a Ucrania, pero tampoco al presidente ucraniano Volodimir Zelensky. De igual modo, su vuelta a la presidencia podría impactar sobre los BRICS y un posicionamiento crítico frente al Estados Unidos de Joe Biden, que seguro encontrará puentes de comunicación sin que ello signifique un alineamiento automático. De hecho, el precandidato presidencial ya le ha hecho saber al demócrata que no hizo todo lo suficiente para evitar el conflicto en Europa y que un multilateralismo de amigos, excluyendo a Rusia del G20 como a Cuba, Nicaragua y Venezuela de la Cumbre de las Américas como pretende, tampoco es el camino para la pacificación.